Adolfo Rodríguez Saá proviene de una antigua familia de San Luis, cuyo protagonismo en la política provincial se remonta hacia mediados del siglo XIX. Ejerció la gobernación de su provincia desde la recuperación de la democracia en 1983, hasta 2001 de manera interrumpida. Ese año, en plena crisis institucional tras el golpe del PJ al gobierno de Fernando de la Rúa, fue designado Presidente de la República por la Asamblea Legislativa.
El país estaba en llamas. Durante los vertiginosos siete días que duró su mandato, Rodríguez Saá intentó lavarle la cara a ese golpe civil, tras la fachada de un gobierno de consenso y unidad nacional con un amplio arco político y social que nunca consiguió.
En un recordado discurso pronunciado en el Congreso Nacional, Adolfo Rodríguez Saá, anuncio que el Estado argentino suspendería el pago de la deuda externa y que esos fondos serían utilizados para los planes de creación de fuentes de trabajo y progreso social. La decisión fue ovacionada en forma unánime por legisladores y gobernadores. Sin embargo, la misma dirigencia que aplaudió de pie la medida, años más tarde habría de abominarla calificándola de «irresponsable», al tiempo que festejaba con idéntica euforia la salida del default.
A la tensión social se sumó la soterrada interna del peronismo y las disputas de sus dirigentes, cuyas ambiciones de poder comenzaron a roer nuevamente el ya inestable sillón de Rivadavia. Finalmente, el retiro del apoyo de los gobernadores a Rodríguez Saá provocó su renuncia indeclinable. En una reunión a puertas cerradas el presidente provisional les dijo a los mandatarios provinciales: «Bueno, muchachos, ahora consíganse a un De la Rúa porque yo no soy un forro de ustedes…», dejando en claro que la caída del radical no fue sólo una pueblada, sino un plan maquiavélico, una violación orquestada por el peronismo, secundado por el trotskismo a cambio de nada. Entonces como ahora, fueron los barrabas gratuitos del PJ.
No era la primera vez que alguien conspiraba contra el varias veces gobernador de San Luis; ya antes le habían hecho una cama. Y aquella vez no se trató de una metáfora. Fue un hecho de una gravedad institucional y de una violencia inédita en la vida democrática argentina.
En 1993 la calma puntana se sacudió con una noticia sin precedentes: el gobernador Adolfo Rodríguez Saá había sido secuestrado. La sociedad puntana se enteró, de labios del mismísimo Adolfo Rodríguez Saá, de un episodio escalofriante: de acuerdo con la denuncia, un grupo de desconocidos irrumpió en el recinto en el que estaba el gobernador con una funcionaria del Senado y, luego de secuestrarlo, lo trasladaron a otro sitio donde lo agredieron, produciéndole heridas en diferentes partes del cuerpo.
Según pudo saberse después, aquella madrugada del 22 de octubre Rodríguez Saá y la funcionaria Esther Sesín no estaban reunidos en un despacho resolviendo cuestiones de Estado, sino en la habitación de un hotel. En la alcoba irrumpieron seis hombres armados. Los violentos encapuchados obligaron a la pareja a desnudarse y a posar delante de una filmadora en posiciones humillantes. El único testimonio de los hechos acaecidos durante el secuestro fue el que expuso Esther Sesín al ministro de gobierno Eduardo Endeiza, y que nuestro colega Miguel Wiñazky reprodujo parcialmente de la cinta grabada. Después de aquel relato, Sesín nunca más volvió a mencionar el tema, ni siquiera ante el juez que llevó la causa. Según esa versión, luego de forzar a la pareja a quitarse la ropa, el grupo comando obligó al gobernador a aspirar un polvo blanco semejante a la cocaína esparcido sobre el cuerpo de Sesín. La filmación incluiría una escena en la que el mandatario provincial habría sido forzado a introducirse un consolador en sus partes íntimas. Luego de aquel calvario que duró varias horas, el gobernador fue abandonado a la vera de un camino suburbano.
Antes de liberarlo se ocuparon de que entendiera el mensaje: si en breve no les entregaba tres millones de dólares, los captores harían pública la filmación. Tal vez no supusieron que Adolfo Rodríguez Saá se ocuparía de denunciar el chantaje.
La funcionaria y amante del gobernador fue acusada junto Alejandro Salgado, un vendedor de autos con quien la mujer mantenía un romance paralelo. Ambos fueron encontrados culpables y a fines de 1995 fueron condenados. Sin embargo, en poco tiempo obtuvieron la libertad condicional y abandonaron la provincia.
Es difícil imaginar que una funcionaria de rango menor y un comerciante pudieran estar en condiciones de planificar y ejecutar semejante operativo. Existieron versiones más verosímiles que afirmaban que detrás de este aberrante episodio concurrían motivos más cercanos a la extorsión política que al chantaje económico y que sólo una estructura superior al Estado provincial podía llevar a cabo; es decir, el gobierno nacional. El propio Rodríguez Saá apuntó en aquella dirección. En una entrevista, por entonces sostuvo:
“Los dirigentes políticos de la oposición de San Luis, incluidos algunos ex funcionarios de mi gobierno, pedían mi renuncia y tramitaron la intervención federal a San Luis, lo que no lograron, por lo que descarto una participación directa del poder político nacional en el evento, siempre quedó la duda si otros funcionarios y/o intereses políticos actuaron en ese episodio.”
Una vez más, podemos comprobar de qué manera la vida privada, la vida pública y la delincuencia política se funden en sola entidad que unas veces viola la intimidad de los funcionarios y otras, a la mismísima República.
Fuente Periodico Tribuna