La negociación entre el Gobierno y el FMI respecto del repago de unos u$s 43.000 millones más intereses pendientes por el préstamo de corto plazo (“stand-by”) otorgado en 2018, transformándolo en uno de mediano plazo (“facilidades extendidas”), está llegando a una encrucijada: en marzo/abril el país debe pagar casi u$s 3000 millones al organismo. Si no hay acuerdo será imposible realizar dicho pago y entrará en default con el FMI (y con el Club de París y por unos u$s 2000 millones más con el Club de París). Un acuerdo permite evitar dicho default, recibir créditos de otros organismos multilaterales (BID, Banco Mundial, etc.) y más adelante acceder al mercado de capitales para extender los plazos del repago. El acuerdo requiere comprometer medidas que permitan ordenar el funcionamiento de la economía para luego poder iniciar una nueva etapa de crecimiento sostenido, incluyendo un superávit fiscal suficiente para cancelar o refinanciar las distintas deudas del Estado a lo largo del tiempo.
Hemos llegado a enero de 2022 sin un acuerdo, con un gobierno que dice quererlo pero en términos en los cuales resulta imposible lograrlo, luego de haber desperdiciado opciones superiores: acordar con el FMI antes de haberlo hecho con los acreedores privados en 2020 o hasta mediados de 2021 con un FMI entonces más flexible en un escenario más crítico por la pandemia.
En ese contexto, es natural preguntarse si un gobierno populista (que sólo valora el corto plazo) podría verse tentado a entrar en default pese a los mayores costos de largo plazo que ello implicaría para la sociedad en su conjunto. Porque convengamos que el ajuste fiscal futuro es inexorable, y aún mayor sin un acuerdo con el FMI: en tal caso resultará imposible lograr financiar nuevos déficits fiscales, exigiendo así reducir rápidamente el gasto público, aumentar impuestos o compromisos del Estado con sus propios ciudadanos (vía emisión e impuesto inflacionario en particular).
Desde el punto de vista financiero, la respuesta es negativa: un eventual default no permite evitar ningún pago comprometido (porque, dado el período de gracia que incluye un acuerdo, hasta 2024 al menos no habrá pagos al FMI ni al Club de París independientemente de que haya acuerdo o no), al tiempo que el país dejaría de recibir créditos habitualmente otorgados por otros organismos multilaterales.
La posible tentación al default es política: sin un acuerdo, y así sin la exigencia de ordenar las finanzas públicas y recrear un ámbito que haga posible retomar el crecimiento de la economía al sincerar las variables económicas fundamentales, el Gobierno podrá continuar financiando el déficit fiscal primario por medio del impuesto inflacionario u otro tipo de impuestos confiscatorios. Un gobierno populista entonces bien puede conducir a un fracaso de las negociaciones apostando al rédito político de mantener reglas de funcionamiento que explotan su discrecionalidad, aunque ello ahuyente inversiones, capital humano y cualquier posibilidad de desarrollo posterior. No es inevitable, sí posible.
Las posibles lecturas y predicciones del desenlace
La visión de los economistas ortodoxos (entre quienes me incluyo) típicamente ha sido que tal acuerdo finalmente existirá, por una sencilla razón: considerando un gobierno que (finalmente) comprende las opciones disponibles, éste reconocerá que el costo social de no acordar es demasiado alto, mientras que el costo de acordar es mayormente político y relativamente administrable (en particular tomando dado que el costo político ante un default podría ser mucho mayor). El problema con esta visión es que no permite explicar por qué no hubo un acuerdo en 2020 o en 2021. Allí entonces veo tres hipótesis alternativas:
1) Hubo mala praxis del Gobierno, atribuible a los responsables directos de la renegociación o a la falta de consistencia en las visiones al interior de la coalición de gobierno;
2) El Gobierno reconoció para sí un beneficio limitado de acordar: dado su sesgo anti-mercado, un acuerdo con el FMI no produciría una señal suficientemente positiva para la inversión privada y la obtención de nuevo financiamiento, que quedarían expectantes hasta 2024 con cambio del signo político del gobierno mediante; y/o
3) El Gobierno no tolera explicitar un ajuste fiscal porque su base electoral está compuesta en gran medida por beneficiarios del gasto público incorporados desde 2006 -vía nuevo empleo público, planes sociales, moratorias previsionales, tarifas subsidiadas, etc.-, que serían afectados por un ajuste fiscal explícito como el requerido por un acuerdo con el FMI.
Bajo estas dos últimas alternativas, la actual administración tiene una estrategia óptima dominante: no hacer ningún acuerdo que explicite un ajuste fiscal (preparando además un relato para exculparse de ello).
En síntesis, no es posible asegurar que la situación actual con el FMI haya resultado de una mala praxis del Gobierno ya que igual derrotero se hubiera verificado con un gobierno que conscientemente rechaza un acuerdo razonable al reconocer su propia falta de credibilidad para capitalizar sus beneficios durante su gestión o al sentirse impedido de afectar significativamente a gran parte de su base electoral por medio de un ajuste fiscal explícito. No me atrevo a evaluar ni especular cuál de estas alternativas es la más probable o relevante, pero reconozco sus distintas implicancias sobre el resultado de la negociación: a) puede que el gobierno quiera un acuerdo pero haya tenido una mala praxis hasta aquí, en cuyo caso todavía es posible tal acuerdo; o b) puede que en la coalición gobernante prime una visión según la cual los costos políticos de un arreglo son extremos para la propia coalición, en cuyo caso pronto entraremos en default. Ergo, la predicción ortodoxa inicial no es tan clara. El tránsito del país durante 2022- y 2023 bien puede darse en “aguas desconocidas”, en default con el FMI.
Fuente El Cronista