
LAS TUNAS, Cuba. — Alphonse Karr ya lo dijo: “Cuanto más cambie, es más de lo mismo”. Y según esas palabras fueron llevadas con realismo a la literatura, con no menos crudeza en Cuba se acerca el primer aniversario de las protestas del 11 de julio (11J) como si presenciáramos en un teatro de títeres una escena de El gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
Digo que el régimen castrocomunista está adoptando un método lampedusiano según el término adoptado en ciencias políticas, porque al mejor estilo del gatopardismo (entiéndase “cambiar todo para que nada cambie”), mientras las cárceles encierran a cientos de presos políticos y por las calles van miles de personas descontentas con las políticas públicas del régimen, el gobernante Miguel Díaz-Canel y el primer ministro Manuel Marrero y sus cohortes recorren el archipiélago entre aclamaciones hipócritas, como si sus legionarios habitaran un país de maravillas y no fueran los cubanos una nación en la más absoluta ruina económica y moral.
Mientras, Marrero vino a Las Tunas y luego voló a Isla de la “Juventud”. Y entrecomillé la palabra juventud porque la otrora Isla de Pinos, cual símbolo de la decadencia del régimen y del sistema sociopolítico impuesto a los cubanos mediante el adoctrinamiento y la fuerza bruta, como toda Cuba, hace mucho que dejó de ser un emporio citrícola cultivado por estudiantes adolescentes, cubanos y africanos, todos cuasi siervos alegres del difunto Fidel Castro. Así, mientras el primer ministro recorría la isla pinera envejecida, el gobernante Díaz-Canel visitaba Santiago de Cuba entre aplausos tontos y escombros viniendo sobre indigentes.
Por obra y gracia de la desidia del régimen y de la pobreza de los cubanos, no por casualidad ni por voluntad divina (oh, Dios, perdona mi descreimiento), sino por falta de acero y recursos todos para construir viviendas, en Santiago de Cuba se derrumbó un instituto preuniversitario abandonado al que han sustraído partes del encabillado, atrapando a dos personas entre los escombros, ocurriendo el derrumbe precisamente mientras Díaz-Canel visitaba la ciudad, cual si los signos de la miseria y del desastre persiguieran al gobernante por toda Cuba.
Mientras el militarismo castrocomunista establece negocios con empresas privadas extranjeras, a cuyos accionista y directivos poco o nada importa las condiciones de servidumbre cuasi feudal de sus empleados cubanos —violaciones por las que un día esas personas naturales y jurídicas deberán responder ante los tribunales de justicia—, el régimen simula, en lo económico, una apertura empresarial clásicamente inspirada en el gatopardismo, autorizando pequeñas y medianas “empresas privadas” que, en realidad, son meros usufructos onerosos, porque quienes así negocian con bienes y servicios lo hacen bajo el principio constitucional castrense de que “el Estado dirige, regula y controla la actividad económica”.
En lo sociopolítico, el totalitarismo castrocomunista se enmascara con un cuerpo de leyes que pretende publicitar cuales novedosas, cuando, en sus esencias, van contra los derechos universalmente aceptados, erigiéndose esos códigos no como garantes de la persona humana, sino como leyes de la llamada “dictadura del proletariado”, compréndase de la horda en el poder. Entiéndase, además, que cuando me referí al castrocomunismo como un militarismo me refiero al concepto empleado para significar el predominio del elemento militar en el gobierno de un Estado, situación esta que produce privilegios, desigualdades y abusos de poder por parte de las instituciones armadas.
En 1959, Fidel Castro tomó el poder mediante una revolución que dijo ser de los humildes, por los humildes y “para los humildes”, pero en realidad fue aquella una rebelión contra la dictadura de Fulgencio Batista en la que intervinieron no sólo los humildes, sino todas las capas de la sociedad cubana, entonces, sí, heterogénea, pero democrática. Luego se vería que la mayoría de los jefes revolucionarios “humildes” dejarían de serlo para transformarse ellos mismos, su familia, sus allegados contemporáneos y los que estaban por venir en un clan de mandamases, dueños de vidas y haciendas, enmascarando ese mayorazgo con discursos populistas que permiten a la clase en el poder disfrutar de la buena vida al mejor estilo capitalista en un país civilizado, mientras los que aplauden sus peroratas están condenados a pasar carencias de purgatorio.
Así llegó el estallido social del 11J. Y como era de esperar en un régimen militarista, soldados y policías con la connivencia de fiscales y jueces llevaron a los rebeldes a la cárcel, mientras la jefatura del partido comunista y sus comisarios van por pueblos y ciudades mandando a que rellenen un hueco aquí y a que den una mano de cal por allá, como en la ficción de Lampedusa, haciendo “cambiar todo para que nada cambie”. Pero, aunque para evitar otro 11J Díaz-Canel, Manuel Marrero y todos los generales y comisarios del régimen vayan por todo el archipiélago cuales gatopardos, las palabras de Alphonse Karr cuando dijo “cuanto más cambie, es más de lo mismo” los acusan. En Cuba no hay cambios, ni los habrá mientras no haya democracia. Las simulaciones que simulan transformaciones civiles, económicas y políticas son ejercicios de gatopardismo.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org