
LA HABANA, Cuba. — Es sabido que una obra de arte, cuando es verdaderamente grande, suele inspirar otras más. Es así como la novela Carmen, de Próspero Merimée dio lugar a la ópera homónima de Georges Bizet; o El Quijote inspiró a Ludwig Minkus y Marius Petipa para crear el ballet del mismo nombre. Salvando las grandes distancias (y —sobre todo— ¡sin pretender hacer comparaciones!), me sucede algo parecido con los buenos trabajos periodísticos.
Hoy comenzaré por un texto de este jueves, obra de Orlando Freire Santana. Su título es sorprendente: “Ser inválido es una condición que desean hoy muchos cubanos”. En esa crónica, el colega aborda una faceta pasmosa de la triste realidad que se padece hoy en la Isla: el gran número de personas sanas y normales que añoran sumarse a las filas de algunas de las asociaciones que engloban a las personas con discapacidad.
Un carné de la Asociación Nacional de Sordos de Cuba (ANSOC), la Asociación Nacional del Ciego (ANCI) o la Asociación Cubana de Limitados Físico-Motores (ACLIFIM) son hoy mismo documentos altamente codiciados. Casi tanto como un pasaporte (y las correspondientes visa y pasaje) con los que largarse de este “paraíso tropical del proletariado”.
Es el caso que los criollos están agobiados por las enormes colas que se ven obligados a hacer, un día sí y otro también, para conseguir nimiedades tales como un pomo de aceite o un tubo de picadillo. En ese escenario sórdido y desesperanzador, la tenencia del referido carné puede convertirse en vía para eludir el agobiante hacinamiento de los potenciales clientes.
Es así que Freire recuerda a los innumerables ancianos “que poseen achaques propios de su edad, pero no discapacidades físicas”, quienes gestionan la emisión de la cédula salvadora. Y es también de ese modo que el autor, constatando la corrupción imperante en nuestra sociedad, se declara convencido de una cosa: que “la bolsa negra ofrezca en un futuro inmediato, a precios astronómicos, carnés de asociados de la ACLIFIM, la ANCI y la ANSOC”.
Para terminar, deseo referirme a otro trabajo periodístico cuyo nombre lo dice todo: “La revolución del crimen: cinco grandes masacres perpetradas por el castrismo”. La segunda sección de ese trabajo de recuento histórico se intitula “Fusilamientos en la Cabaña”. Allí se rememora el papel nefasto que, en el exterminio de veintenas de cubanos, desempeñó en ese sitio fatídico el rosarino Ernesto Guevara (alias “Che”).
El trabajo se hace eco de las afirmaciones de la viuda del connotado aventurero internacional, Aleida March de la Torre. En un libro, la viuda afirma: “Recuerdo que el Che, aunque no asistió a ninguno de estos juicios, ni tampoco presenció los fusilamientos, sí participó en algunas apelaciones y se entrevistó con algunos familiares que iban a pedir clemencia”.
En refutación de lo anterior, el trabajo cita al escritor y académico Jacobo Machover, quien “confirmó la participación directa del argentino en los ‘tribunales revolucionarios’ y su responsabilidad en una comisión de apelación que ‘jamás conmutó una sola sentencia capital’”. También afirma: “Él mismo asistía a los fusilamientos llevados a cabo en la fortaleza de La Cabaña”.
Esto último me hace rememorar una anécdota muy ilustrativa, que data de los años setenta del pasado siglo. Por aquellas fechas, yo ejercía aún mi carrera de jurista. En una plática en la que participamos cuatro o, a lo sumo, cinco personas, un par de dirigentes castristas de nivel medio-alto (cuyos nombres no viene al caso recordar aquí) intercambiaron unas palabras que resultan harto ilustrativas.
Iban a realizarse unos fusilamientos en el gigantesco castillo habanero. El señor Guevara de la Serna había terminado ya su funesto mandato en la represiva instalación (en lugar de dedicarse a exterminar cubanos, acometió la destrucción del aparato económico de la Isla). En virtud de ello, correspondió presidir el macabro acto al comandante Pedro Miret.
Al llegar a cumplir con sus funciones, se encontró con que el sitio estaba inundado por una pila de alistados que habían acudido a presenciar la ejecución como si de una fiesta se tratase. No contentos con ir a solazarse con el infame espectáculo, aquellos miserables se mofaban de los destinados al “palito”. Comentaban entre risotadas: “Mira, el gordito viene cagado”, “Flaco, ya te queda poquito por acá”.
El comandante Miret puso fin a aquella lúgubre farsa. Ordenó más o menos lo siguiente: “¡Ahora mismo se me van todos de aquí! ¡Esas personas han cometido delitos contra la Revolución y por eso hay que fusilarlos! ¡Pero son personas que están a punto de morir, y hay que respetarlas! ¡Aquí pueden estar sólo los que participen en el acto: los miembros del pelotón de fusilamiento, el médico que va a certificar la muerte…! ¡Los demás se me van ahora mismo!
Por supuesto, los dos dirigentes de nivel medio-alto que comentaban aquel sucedido no dijeron ni media palabra contra el argentino. ¡Eso hubiera sido un crimen de lesa Revolución! Pero a buen entendedor… Como es obvio, el solo hecho de narrar los cambios introducidos por el comandante Miret dejaban muy, pero que muy mal parado al tan publicitado Che.
Es evidente que el rosarino no sólo había permitido los actos de mofa perpetrados por sus subalternos; ¡lo más probable es que haya participado en ellos! Creo que ese simple dato resultará muy útil a quienes, sin conocerlo bien, lo idolatran. Y quiero creer que, cuando en La Higuera le anunciaron que le tocaba a él poner el muerto, haya dedicado al menos un recuerdo fugaz a las veintenas de cubanos que fusiló.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org