
El fútbol es en la Argentina una cosa seria. De otra forma no se explica que en Qatar nuestra Selección fuera “local” en todos los partidos. Quien haya visto a los argentinos pasearse durante varias semanas por ese emirato habrá pensado que el salario medio en nuestro país es de los más altos del mundo, cuando en verdad ya tan solo cruzar a Uruguay es para quien recibe ingresos en la Argentina demasiado caro.
Solo se entiende ese fenómeno si se tiene en cuenta que, para la gran mayoría de los argentinos, el fútbol es el motivo de buena parte de sus conversaciones cotidianas. Desde que nacemos se nos concede simbólicamente un documento de identidad paralelo que es el de nuestro club de fútbol, que normalmente, pero no siempre, es el de nuestros padres. Yo debía haber sido de Huracán, club del que mi padre era un hincha fervoroso y un dirigente destacado, pero él prefirió que yo disfrutara de más éxitos deportivos que los que entonces obtenía el querido Globo y me hizo de River, aunque siempre guardo un enorme afecto futbolístico por el club de Parque de los Patricios, inalterable en el tiempo.
En los Mundiales, a los futboleros de todos los días se nos suma una legión de argentinos que, fuera de esos acontecimientos, jamás miran partidos de fútbol. Lo hacen con no menor pasión que nosotros. Sienten que algo de la Argentina se juega en esos partidos. Mantenido en su justa medida, ese sentimiento no es nocivo. Al contrario, nos da, aunque sea por unos días, una idea de comunidad. Dejamos de lado por un momento nuestras duras diferencias políticas y nos unimos todos en pos de un mismo objetivo. Pero hay que cuidar muy bien que esa algarabía colectiva no se transforme en un nacionalismo pernicioso y, sobre todo, que no sea aprovechada con fines subalternos por gobiernos populistas.
El kirchnerismo, por supuesto, no se pierde la oportunidad. Desde que la Argentina perdió el primer partido con Arabia, intentó asociar la derrota a la presencia de Mauricio Macri en Qatar. Puso una formidable energía en transmitir que Macri era mufa. Macri siguió asistiendo a todos los partidos y la Argentina ganó la Copa. Macri no es mufa ni antimufa. Quienes cultivan esas supersticiones son los mismos que creen, por ejemplo, que la inflación se combate enviando inspectores a que se saquen fotos mirando fijamente productos en las góndolas de los supermercados. De todas formas, como la campaña sobre la supuesta mufa de Macri ya estaba lanzada, tuvieron que resignificarla: encontraron una foto de Macri con Mbappé.
Esa utilización sectaria del Mundial fue usada también, como no podía ser de otra manera, por Cristina Kirchner. En un tuit emitido horas después de la final, escribió: “Gracias infinitas capitán… a usted, al equipo y al cuerpo técnico, por la enorme alegría que le han regalado al pueblo argentino. Y un saludo especial después de su maradoniano “andá pa’allá bobo”, con el que se ganó definitivamente el corazón de los y las argentinas”. Es un texto muy interesante por lo revelador: para la señora de Kirchner lo destacable de Messi no es su extraordinario talento futbolístico (que probablemente ella no esté capacitada para valorar), sino una frase dicha al calor del enojo que le había producido el maltrato de un jugador holandés. Y para ella, además, eso es lo “maradoniano”, como si en Maradona fueran más significativas sus vulgaridades verbales que su impar manejo de la pelota. Es seguro que de aquellos dos legendarios goles a los ingleses, ella prefiere el que convirtió con la mano.
Es necesario insistir en que los Mundiales de fútbol son una competencia deportiva. Los jugadores van a disputar partidos de fútbol y es en ese plano que, si nos gusta este deporte, los debemos juzgar. No son soldados que van a la guerra ni está en juego el destino de los países de los que son ciudadanos.
Otra mala noticia para el kirchnerismo: el fútbol competitivo, del que los Mundiales son expresión máxima, es profundamente meritocrático. En un deporte practicado por cientos de millones de personas, solo llegan los que son mejores por su talento, su disciplina, su esfuerzo. Nadie juega en un Mundial porque sea un militante ni porque sus padres ocupen una posición especial de poder. Máximo Kirchner, de quien no se conocen sus estudios, pero tampoco sus destrezas deportivas, no podría haber desempeñado ni el papel de aguatero.
Vayamos, pues, al juego. La Selección Argentina fue una justa ganadora de la Copa. Salvo un traspié en el partido inicial, jugó con solidez a lo largo de la competencia y, en muchos pasajes, con un fútbol de alto vuelo. El primer tiempo contra Francia fue de un nivel pocas veces visto en una final del Mundial, en especial si se advierte la calidad del último campeón mundial.
Fue también un merecidísimo galardón para Messi, quien revalidó a sus 35 años su condición de mejor jugador del mundo, con una capacidad técnica y física que es un ejemplo a emular y que, una vez más, no es un fruto aislado de la genética, sino de un notable profesionalismo. Es emocionante, por lo demás, que ese genio del fútbol haya estado rodeado por muchos chicos que crecieron viéndolo jugar por la televisión.
Párrafo aparte merece la conducción sobria, mesurada y muy eficaz de Lionel Scaloni, que supo vencer el descreimiento de muchos por su falta de antecedentes importantes como director técnico. Sus declaraciones fueron siempre de un sentido común y racionalidad que uno añora otros ámbitos de la vida pública.
A festejar, entonces, con la mayor alegría. Superado el hechizo de este mes fantástico, la Argentina sigue ahí, con sus graves problemas. Ojalá que este soplo de aire fresco sea, sino la causa, el preanuncio de tiempos mejores.
Fuente El Cronista