Cuando se repasan los acontecimientos políticos de los últimos años, se llega a la conclusión que el movimiento peronista, bajo sus distintas vertientes, nos tuvo amarrados a líderes cuasi mesiánicos que hicieron cualquier cosa que conviniera a sus propósitos de dominación y enriquecimiento personal.
Lo increíble es que muchas de sus barrabasadas y tropelías instrumentales se fueron contagiando al resto de los partidos políticos.
¿Seremos todos peronistas emocionales sin saberlo, como dijo alguna vez Juan Domingo Perón guiñando un ojo a sus interlocutores?
¿O víctimas de una era política caracterizada por un populismo que terminó ahogando nuestra libertad para ponernos al servicio de decisiones autoritarias de los líderes políticos de turno?
Porque el discurso que alumbró el “león herbívoro” cuando adoctrinaba a su tropa adicta –y por carambola a toda la sociedad-, consistió en imprimir a fuego en la conciencia de la gente la conveniencia de fortalecer una verticalidad irrestricta que se rindiese –por su propio bien (¿)-, a los pies de un régimen benefactor, condenando de paso a cualquier adversario político como si fuese un enemigo a ser aniquilado.
Todavía resuena en nuestros oídos una sentencia cuasi guerrera del General ante algunos enfrentamientos de su época: “por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos”.
¿Ellos? ¿Quiénes? Pues simplemente quienes nunca quisimos que se conspirara contra la esencia de una democracia institucional dentro de un régimen de libertad, convirtiendo a la sociedad en una unidad básica “justicialista” (¿) inspirada en los fundamentos del fascismo populista europeo.
El personalismo que profesan sin disimulo estos líderes de pacotilla, los moviliza para llevarse todo por delante; y en caso de no recibir la preferencia popular, luchan para socavar – mediante tácticas arteras-, la credibilidad de quienes nos negamos a aceptar sus propuestas estrafalarias, esperando agazapados nuevas oportunidades para presentarse con los mismos argumentos y su habitual “cara de piedra”.
Mucho se ha hablado del síndrome de Estocolmo y la facilidad con que ciertas vilezas crean un sentimiento de dependencia entre presos y carceleros.
Esto explicaría de algún modo cómo hemos llegado a construir un país ingobernable, azotado por discursos mendaces e inconsistentes que nos han puesto a la deriva, y luego de cada fracaso nos retornan a la misma trocha barrosa por la que nos transportamos hacia un futuro de miserias y frustraciones.
Las culpas que los distintos protagonistas de la política se endilgan unos a otros respecto de estas cuestiones, parecen salidas del manual de aprendizaje de los que compran un artículo “para armar” y se enredan con las instrucciones por falta de paciencia, interés, irascibilidad, o vaya a saber uno qué.
Han contado, sin duda alguna, con los auspicios de una inexplicable pasividad de nuestra parte, abrazados a una bronca colectiva (¿contra nuestras propias claudicaciones?) que nos ha puesto en el peor de los mundos: no saber bien qué es lo que queremos, A PESAR DE MANIFESTAR DE VIVA VOZ QUE ESTAMOS HARTOS DE ESTAR HARTOS (Bernardo Neustadt dixit).
En ese escenario, Milei está jugando claramente un papel disruptivo muy fuerte, Massa representa el prototipo de la cínica ineficiencia populista y Bullrich se abraza a los radicales, que vienen a ser algo así como una “sucursal” de buenos modales del peronismo.
¿Cómo no entender que muchos jóvenes –que no conocieron a Perón o Evita, ni a los fascistas vernáculos de los últimos 60 años- quieran irse de esta tierra “promisoria” (¿), donde los cachetean de la noche a la mañana?
A buen entendedor, pocas palabras.
Fuente Periodico Tribuna