Dicen que todas las horas hieren pero que la última mata (‘Vulnerant omnes, ultima necat’). Apotegmas del latín que hay en algunos campanarios por esos mundos de Dios que pueden tener su razón de peso pero, que de ninguna manera, coinciden con la vida de Jesús López-Terradas, el relojero de la Puerta del Sol. En quien él y su equipo descansan las supersticiones, la tradición, y un recuerdo asociado de una capa y serpentinas Está el mecanismo del reloj, pero está la historia de este toledano castizo, cuyos más difusos recuerdos son en la provincia de Toledo, en Mora.
Allí estaba la relojería de su abuelo, porque su familia, como los Buendía, son una saga marcada por los engranajes, y no un oficio impuesto por la sangre, y esto hay que demostrarlo día a día. «Desde pequeño ya estaba desmontando y montando piezas», por lo que él momento exacto de ‘debutar con picadores’ no lo tiene. «Es más un aprendizaje, una afición. Aquí, rodeado de relojes ya me dirás».
Del año 1945, cuando nace, a 1951, pasa el tiempo ,y Jesús López-Terradas se traslada a Madrid y cursa sus «estudios en el Colegio Espronceda, por la calle del Pez, que ya no existe como colegio pero se mantiene el edificio». Céntrico espacio, traseras de la Gran Vía, donde transcurría su infancia. España mediaba el siglo y aún existía la cortesía de pedir la hora. Y de darla.
Pero las vocaciones fuertes son difíciles de domeñar con el tío Vladimir, relojero y con «un local en Conde de Xiquena», y un hermano dedicado a similares menesteres: lo genético, lo familiar, se le mezcló con «la pasión por los relojes» y ya no hubo nada que hacer. Aparte la habilidad con la máquina, López-Terradas, y no por casualidad, y viendo las cosas en perspectiva, es un estudioso de la historia de su quehacer. Su calidad humana se comprueba en el nombre de su negocio ‘relojería Losada’ en homenaje a José Rodríguez Losada que en 1866, y por mor del cumpleaños de Isabel II, regaló el actual reloj a la reina y, por extensión, al pueblo de Madrid. Detalles que complementan la relojería como una ciencia a medio camino entre la propia tecnología, la Historia y la Mitología.
En 1981, año complejo por lo demás, inauguran la relojería Losada, en la «calle de Alberto Bosch, 5», detrás del Museo del Prado en lo que es un viaje del tiempo al tiempo. Allí recibe Jesús con amabilidad, entre dientes y engranajes, que trata con cariño y familiaridad. «Aquí vienen con un reloj de pared y lo arreglamos, con uno de pulsera y lo arreglamos; los componentes de fuera son los que diferencian al reloj, no tanto el mecanismo los de dentro» dice con la modestia del artesano. Insiste en que su «equipo salga en el reportaje». A saber José Luis Rodríguez, Santiago Ortiz y Pedro Ortiz.
Y el local, de un vistazo, explica al más distante, por qué hay fascinación por este temporal objeto de deseo. Maderas nobles, máquinas que han estado en la gran Historia y también en los momentos íntimos de las historias familiares. Y siempre el sonido que rompe la conversación, o la introduce en el inevitable paso del tiempo. Se está hablando de eso, sí; con la previa del gorrito de fin de año. Pero el tiempo es el tiempo y el año de la pandemia, España perdió esa tradición.
En él, el último de la estirpe, quizá por su talante vitalista, no hay mucho penar. Los hijos le han salido «arquitectos y abogados», oficios donde la precisión también es fundamental. Rememora a su abuelo, que trabajó en «la casa Girod». Aunque de la nostalgia toca pasar al tiempo presente, al tiempo de las Navidades éstas, y su trabajo –y el de su equipo para que todo salga perfecto–. Cuando tuvieron que restaurar en su taller el reloj de Sol, lo «transportaron por piezas», en varias furgonetas, sin ningún anuncio ni procesión.
Ellos ganaron un «concurso de la Comunidad de Madrid en el 97» y desde entonces vigilan la perfección del tiempo de los hombres. Todas las semanas «suben a engrasarlo». Y siendo perfecta, «hay un 1% de posibilidad de fallo» que ya ellos se encargan de minimizar lo mínimo. Y si alguna vez se ha equivocado un presentador con toda la liturgia de los cuartos, lo resume con laconismo que es verdad: «Es mucho más difícil que se equivoque una máquina que una persona». O sea, relativizar a Marisa Medina, que Dios la tenga en su gloria.
El protocolo del 31 es el que es. «Sabemos la hora para aparcar sin problemas, llegamos con tiempo. Hay un compañero abajo, en la plaza, para comprobar el sonido». Más la megafonía para repicar aún más las campanadas, y esa expresión tan castellana de López-Terradas «de salvar la romería». Luego está ya el funcionamiento subido, y esos momentos en los que la exactitud puede con el miedo haciendo un símil torero, «que todo tiene que salir bien» en román paladino. Jesús saca a media España de un error genial: «El carrillón es una palabra muy utilizada, la bola no es un carillón. Es simplemente la bajada de la bola que hay que activarla».
Y vuelve a la precisión, la sincronicidad con «el reloj del Observatorio de San Fernando en Cádiz». Que en España, en precisión y Marina fuimos pioneros. Bien es verdad que disponen de «cronómetros», pero aquí lo consuetudinario es un valor. Ya, cuando todo ha salido bien «hay abrazos». Se le pregunta si hay uvas, aunque sean previas o tardías.
«Si, para uvas vamos a estar. Estaría bueno que algo fallará y la culpa fuera de estar comiendo uvas». Lo que sí tiene es la oportunidad de «un almuerzo navideño» el 31, cosa que por circunstancias de la amanecida es casi impensable en la mayoría de los hogares. Jesús está atento a todas las preguntas del arriba firmante, que es lego en los funcionamientos, y aún anda entendiendo la mecánica del cucú de la Selva Negra. Más en el reloj de marras en el de la Puerta del Sol. Y como ya se ha dicho que todos los relojes son similares, en uno que anda reparando explica, a escala, el funcionamiento del de la Real Casa de Correos.
Con más o menos una idea clara, quien debe de pasarnos de un año al otro saca una reflexión: «No celebramos ni 2023, no 2024, sino el momento de tránsito». El de la propia vida. Horas antes, por la fuerza de la costumbre, los números de la Guardia Civil no se le «han cuadrado, pero casi, con una sonrisa». Ríe, quitando importancia a su labor. Por preguntar, ya que Jesús López-Terradas no se da importancia a sí mismo y a sus quehaceres, cuando se está entre ‘Stradivarius’ que dan la hora, hay que cuestionar cómo se ha venido dando la hora pasado el reloj solar.
«Esto ha evolucionado mucho, se ha pasado de la relojería mecánica que es de la que estamos hablando, a la relojería de pilas y demás. Ha cambiado mucho la cosa». Y después de la técnica hay que preguntar por el meteoro lo que es es lo mismo, qué sucedería, al menos en el fuero interno de Jesús y de su equipo si este año se adelanta la Filomena, la grasa se congela, los mecanismos se ven perjudicados por circunstancias que ni ellos pueden resolver.
«Buena pregunta» responde, «siempre tienes la responsabilidad de que todo va a ir bien, porque somos conscientes de los millones de personas que están ahí abajo y en sus casas. Y por eso estamos todos fines de año».
Se le insiste en la continuidad de la tradición, la necesaria cuarta saga que representa. «En este oficio, como en todo, nada es eterno», alega, sonríe, en el trámite minucioso de otro fin de año más.
Fuente ABC