En la administración número 12, calle Simón Hernández, 49, de Móstoles, hay ladrillo visto y alegría desbordada. Conchi, que anda con algo de fibromialgia, y su marido, están que no caben de sí de alegría, sin aspavientos excesivos. El 89634, número ya histórico en Móstoles. Conchi es natural de Alcázar de San Juan (provincia de Ciudad Real), y con los 750.000 quiere cambiar los suelos, el baño: sueños pequeños para una dicha inmensa.
Conchi no recuerda, en el ‘sorpresón’ de la alegría, el nombre de las loteras, Juliana y María, que la «llaman Conchi de toda la vida». Su marido, Niceto, cocinero, recibe llamadas con una voz de cazallero sin cazalla. Al frío mostoleño le meten calor los vecinos, que incluso lloran aunque no lleven décimo, igualito que si hubiera aparecido Fátima en Móstoles. Junto al despacho de Lotería hay un fotomatón, una copistería, y ya andan los vecinos con los afortunados pidiendo ‘selfies’.
En el barrio de Villafontana, Javier, aunque no haya rascado, también se alegra. Niceto y Conchi tienen el billete a «buen recaudo», y sacan una fotografía a modo de celebración y de justificación. Ana, Conchi, y Jorge son sus vástagos. Dice Jorge, que «los primeros son ellos, que los tienen que cobrar son ellos (sus padres)». Ya si sobra algo, bueno será. Alegría de hijo. En Villafontana, vecino al distrito de Los Llanos, los mostoleños comparten los alegría. Los nervios, la agitación, bañan en champán a los chicos de la prensa. Siguen pitando los coches como cuando el Mundial de Iniesta. A una vecina, Niceto y Conchi, le dicen que «si no quiere, que no salga en la tele ni en el periódico».
La historia humana, de momento, es que en el número 48, bloque vecino al despacho de Loterías y Apuestas del Estado, aunque no se haya comprado el décimo, se celebra. Conchi y Niceto ya tienen para la solería, el baño, y lo que precisan. La familia entera, a requerimiento de la televisión, imita como puede a los niños de San Ildefonso. Jorge, con alopecia, cree que el cava le hará «crecer el pelo». Y si no, le da igual. La encargada de repartir suerte, aún no aparece. En el restaurante La Teja, Bonifacio, «José», no dice ni sí ni no. Llegan las loteras, Juliana Miguel y su hija María, «35 años, dimos un gordo, pero de la ordinaria», llegan entre aplausos. Lo primero, con gafas de sol, es acordarse de su empleado Ángel, que fue un «ángel para muchas personas» según constatan propietarias y vecinos. En La Teja piden champán del despacho de Loterías: «Botellas no, que no estamos preparados, botellines sí».
Fuente ABC