Por Carlos Manfroni
Muchos expertos en educación hablan de incorporar inteligencia artificial a los programas de estudio, y tienen razón en la necesidad de no quedar atrás de una época que ya llegó; pero el desarrollo de la mente y el forjamiento del espíritu de las generaciones futuras no pueden prescindir de la palabra humana
Si a este título le quitáramos la coma, sería una mera exhortación a escribir bien la palabra “gilipollas”. Es precisamente la coma lo que separa el mandato a escribir correctamente de ese insulto tan hispano que aquí haría reír a quien lo recibiera. El lenguaje, sin ser vulgar, debe ser llano y adaptado a la costumbre de cada nación.
Hubo una época en la que los grandes diarios no publicaban malas palabras. Hoy, cuando el realismo mágico en Hispanoamérica da forma cotidiana a lo que hasta hace un tiempo aparecía como excepcional, las malas palabras abundan en la descripción de una realidad brutal y lo que ha pasado a ser un problema son las comas. Esas pequeñas colitas que los alumnos de la escuela primaria, guiados por sus abnegadas maestras sarmientinas, colocaban mejor que la mayoría de los profesionales de hoy cambian el sentido de la expresión verbal.
El escritor cubano Reinaldo Arenas aseveraba que “hay gente que porque sabe leer y escribir cree que sabe leer y escribir”.
Las personas a las que aludía Reinaldo Arenas se suman en multitudes, no solo de gente sin instrucción, sino también de profesionales cuyo oficio se centra en la palabra. Y, diríamos, principalmente esos profesionales, porque ellos son quienes más creen que saben leer y escribir y oponen así una valla al perfeccionamiento.
Las comas pueden ser solo un símbolo de la buena gramática, por supuesto, pero un buen símbolo para un tiempo en el que ellas caen como gotas al azar sobre la escritura. ¿Algún maestro se ocupará de enseñar que no se colocan comas entre el sujeto y el verbo, salvo cuando ellas funcionan como un paréntesis para aclarar cierta característica del sujeto? Una coma entre el sujeto y el verbo implica frenar la acción, abortar la melodía en el introito, colocar una valla entre la persona y el mundo.
Lo que importa es la gramática. Lo sabía Friedrich Nietzsche cuando propuso desterrarla con su famosa oración: “Temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática”. Y, sin embargo, a pesar de semejante sentencia que demuestra hasta qué punto el filósofo alemán comprendía y rechazaba el sentido ontológico del lenguaje y su belleza jerarquizadora, él no olvidó la gramática. Su escritura, especialmente en su tesis central, El origen de la tragedia, posee una musicalidad envolvente que transporta al lector a la vereda opuesta a la de la anarquía lingüística.
Lo sabe hoy la ponzoñosa cultura woke, con su feminismo radicalizado y su odio al orden de Occidente; con sus intentos contumaces de cambiar el lenguaje con el que se construye la trama afectiva entre los miembros de la comunidad y se comunican los valores esenciales de las generaciones pasadas.
No son las limitaciones del lenguaje lo que combaten, sino los destellos divinos que advierten en él.
Los maestros y los profesores ya no piden a sus alumnos la memorización de poesías para recitarlas en clase. Lo consideran inútil, cuando no cursi o anticuado. No comprenden que la poesía enseña a amar la música que hay en las palabras y que, aunque la prosa no debe tener rima, puede, en cambio, estar dotada de ritmo y melodía.
Los novelistas contemporáneos todavía recrean en sus libros las historias de El Cantar del Mio Cid, aquellos versos anónimos escritos en castellano antiguo, cuyo ritmo parece acompañar la marcha triunfal de los caballeros de Rodrigo Díaz de Vivar, en el siglo XI. Existen más de diez novelas sobre aquella épica, algunas muy recientes, como Sidi, del escritor español Arturo Pérez-Reverte, excorresponsal de guerra en los Balcanes y miembro de la Real Academia Española.
Alguien que haya recitado de memoria estos y muchos otros versos clásicos difícilmente se contamine con el lenguaje administrativo y judicial, que arruina cualquier prosa con su repiqueteo incesante de palabras innecesarias: “El día lunes 24 del mes de febrero del año 2025, a las 11.00 horas…”.
Como dirían los españoles: “¡Hombre! ¿Qué otra cosa podría ser el lunes sino un día? ¿Y quién podría llamarse ‘febrero’ si no es el segundo mes del año?”.
Y, por cierto, si escribimos “2025″ está de más explicar que es un año, lo mismo que con las “11.00″ y las horas, en este ejemplo.
¡Ni qué decir de los gerundios, desparramados en las sentencias, en las leyes, en los partes policiales y hasta en algunas malas crónicas periodísticas para acoplar oraciones en párrafos interminables!
“Cayó de un quinto piso muriendo en el acto”. No, señor. Primero cayó y murió después de golpear contra el suelo. Debe haber simultaneidad entre dos acciones para emplear un gerundio. Y, sin embargo, allí los tenemos, usados como pegamento para unir en un párrafo lo que podría escribirse en dos, tres o cuatro oraciones. ¿Se han dado cuenta de que existe el punto?
No son muchos quienes pueden escribir largas oraciones sin que el lector deba usar un GPS para no perderse en ellas o retroceder una y otra vez a fin de entender lo que, a veces, de todos modos, resulta incomprensible. Lo hizo, con maestría, Gabriel García Márquez, cuando escribió El otoño del patriarca, con oraciones que llegaban a extenderse hasta por un capítulo completo. Pero lo elaboró como un juego, como una burla a la dictadura de Rafael Trujillo y su entorno, en la República Dominicana, a la que describió en ese libro.
Por lo demás, a quien carezca de esa maestría le conviene escribir oraciones breves. De lo contrario, correrá el riesgo de repetirse y de enredarse. Aunque a veces uno se pregunta si son peores las redundancias o el temor a ellas.
El miedo a las repeticiones ha impuesto el uso de las expresiones “los mismos” o “las mismas”, empleadas en lugar de un sustantivo que no se quiere reiterar. Ya existen incluso libros que se publican sin corregir ese error gramatical. Podemos decir “las mismas cosas”, “los mismos caminos”, pero nunca “las mismas” o “los mismos” así, solos, a modo de pronombre. Que dejen la pereza a un lado y busquen un sinónimo y, si no lo encuentran, que repitan el sustantivo, que no es la muerte. Ya se sabe que lo que más hace doler los oídos es la reiteración de los verbos.
¿Decimos acaso “las mismas”, sin caer en el ridículo, en las conversaciones con nuestros amigos? ¿Empleamos con ellos el engendro “y/o”, que de nada sirve? Sería como decir aquí gilipollas.
Hoy, cuando muchos expertos en educación hablan de incorporar robótica o inteligencia artificial a los programas de estudio, tienen razón en la necesidad de no quedar atrás de una época que ya llegó. Pero la grandeza de los fines hacia los que esos automatismos apuntan, sus contenidos centrados en las palabras intercambiadas por los hombres durante miles de años, el desarrollo de la mente y el forjamiento del espíritu de las generaciones futuras, la belleza y la moralidad del progreso, ninguno de ellos puede prescindir de la palabra humana.
¿Podríamos entonces imaginar un mundo sin la belleza de la palabra o sin la sinfonía de una ecuación ejecutada y recitada por un profesor de matemática frente a sus alumnos sedientos de un verbo que imprima humanidad a aquellos números y signos? No lo podríamos imaginar, porque la Palabra existía antes que el mundo mismo. “En el principio era el Verbo”. En cierto sentido, Nietzsche tenía razón.La Nación