Protestas por el agua y un manifestante muerto amenazan con incendiar el sur de Argelia en momentos en que la economía sufre los efectos de la pandemia del coronavirus Covid 19. Por Adalberto C. Agozino-TNA-
En las últimas décadas, a la República Argelina Democrática y Popular le ha costado encontrar el rumbo para lograr un crecimiento económico sostenido que permita satisfacer los justos reclamos de bienestar y progreso de su pueblo.
Argelia perdió la década de años noventa en medio de una cruenta guerra civil que enfrento a los militares con los grupos religiosos ultra radicalizados.
El saldo de años de violencia fratricida fueron múltiples violaciones a los derechos humanos y la instauración de un régimen de gobierno opaco donde la democracia es tutelada por las fuerzas armadas.
Durante las siguientes dos décadas, el presidente Abdelaziz Bouteflika arbitró entre las distintas facciones que detentaban el poder real y los negocios desde los tiempos de la independencia, en 1963.
El país derivo rápidamente hacia una economía extractiva basada en la exportación de sus grandes recursos naturales: esencialmente petróleo y gas.
La naturaleza dictatorial y represiva del régimen argelino hizo que el país resultara poco atractivo para atraer inversiones productivas de capital extranjero. Solo los proyectos vinculados con el sector de los hidrocarburos alcanzaban algún tipo de concreción.
Para mantener la cohesión interna y tender un manto de olvido a las horrendas violaciones de los derechos humanos cometidas para eliminar a los grupos yihadistas, los militares argentinos alimentaron en la población la rivalidad geopolítica con su vecino magrebí: el Reino de Marruecos.
El conflicto artificial sobre el Sáhara marroquí sirvió para ese propósito. Argel volcó todo su apoyo diplomático y militar al Frente Polisario, un grupo separatista satélite cuya existencia depende por entero de Argelia.
La rivalidad con Marruecos llevó a Argelia a una absurda carrera armamentista que convirtió al país en el mayor comprador de armas del continente africano.
En esta forma el petróleo y gas argelino que debían servir para la construcción de infraestructuras que permitieran dotar a la población de autopistas, rutas, agua potable, servicios sanitarios y educativos, etc. era invertido en armamentos que finalmente solo servían para ser mostrados en los desfiles.
Mientras tanto, una parte de la población -la clase media mejor educada y capacitada laboralmente- clamaba por mejores trabajos o se veía forzada a la emigración para buscar en la Unión Europea las oportunidades laborales y de prosperidad que se le negaban en su país.
La situación comenzó a agravarse a partir del 2013. Un accidente cerebro vascular confinó a Bouteflika en una silla de ruedas casi sin poder hablar. Durante años, el régimen se mostró incapaz de encontrar un sucesor aceptable para todas las facciones y prorrogaron casi de hecho su mandato haciendo que triunfara por cuarta vez, en las elecciones presidenciales de 2014, sin aparecer nunca en un acto público ni pronunciar un discurso.
El cuarto mandato de Bouteflika, con un presidente totalmente incapacitado, acentuó marcadamente la decadencia del país.
Las depuraciones de funcionarios en la cúpula del poder se hicieron frecuentes, los precios de los hidrocarburos, del que dependen el 95% de las exportaciones argelinas, comenzaron a descender marcadamente obligando al país a consumir sus reservas en divisas.
La carencia de un presidente activo que pudiera asistir a las cumbres internacionales, visitar otros países y relacionarse con sus colegas jefes de Estado resintieron el margen de maniobra de la diplomacia argelina.
Mientras tanto, la crisis económica y la inestabilidad política en la cúpula del poder acentuaron el malestar de la población forzando a los militares a incrementar los controles y las acciones represivas.
En 2019, los militares, indiferentes al malestar de la población, pretendieron continuar con la farsa de un presidente octogenario recluido en una silla de ruedas haciendo que Bouteflika anunciara su postulación para un quinto mandato presidencial consecutivo.
El intento de continuismo eterno del régimen colmó la paciencia de los estudiantes y profesionales que se levantaron en una serie interminable de pacíficas manifestaciones callejeras que pronto sumaron a otros sectores. Había nacido el “Hirak” que obligó a los militares a cambiar de rumbo.
El presidente Abdelaziz Bouteflika fue destituido y después de un aplazamiento se realizó la elección presidencial en la que solo se autorizaron a competir a seis candidatos. Todos ellos ex ministros del presidente destituido y por tanto confiables para las fuerzas armadas.
La presidencia terminó en manos del jurista Abdelmadjid Tebboune como delegado de los militares, auténticos dueños del poder en Argelia.
La maniobra no trajo calma al país. Un sector de la población no se dejó engañar por el cambio de personajes y comenzó a demandar una real democratización y renovación de los elencos gubernamentales. El Hirak, que nunca se detuvo, se reactivó haciéndose nuevamente masivo.
Sólo la pandemia del coronavirus Covid 19 detuvo momentáneamente las protestas callejeras.
No obstante, el gobierno de Tebboune se mostró incapaz de atender debidamente la emergencia. El derrumbe total de los precios de los hidrocarburos y la interrupción de los flujos turísticos impactaron muy fuerte sobre la vacilante economía argelina mientras el país se convertía en la tercera nación con mayor cantidad de infectados y muertos en el continente africano.
En este complicado escenario, en la ciudad de Tinzauatin, provincia de Tamanraseet, en el extremo sur de Argelia, se produjeron protestas ciudadanas que fueron duramente reprimidas dejando un saldo de varias víctimas entre los manifestantes.
El problema parece haber surgido por la ambición desmedida de las mafias policiales que controlan el comercio de agua potable en esa empobrecida región sahariana donde el litro de agua vale 1,5 dinares argelinos.
Para incrementar su negocio, la policía estableció un “muro de seguridad” -realidad, tan solo una barrera de alambradas supuestamente implantadas para impedir la entrada de contrabandistas de combustible y traficantes de drogas- separando a la ciudad del río -wadi- que las abastece de agua.
Los vecinos demandaron al Wadi en Tamanrasset la apertura de puertas en el muro para acceder al agua y permisos para que los pastores pudieran llegar al río con sus animales en ciertos horarios. Pero las autoridades ignoraron sus reclamos.
Fue entonces cuando decenas de personas de la población local se rebelaron y marcharon a romper las alambradas. La policía y el ejército los repelieron empleando armas de fuego provocando un muerto y varios heridos. Inmediatamente el Ejército argelino negó haber empleado munición letal contra los manifestantes.
Tinzauatin, es una pequeña y miserable localidad que no figura en los mapas y donde no hay ni periodistas ni observadores internacionales. Sin embargo, la violencia que el gobierno ha desatado en ese remoto paraje amenaza con incendiar todo el sur de Argelia, aún en medio de la pandemia.