Como no es exagerado referirse a la presente crisis como la más seria de nuestra historia en términos sociales -más de 50 % de pobres- y también económicos -un piso de 12 % de caída del PBI en el curso del 2020- imaginar que, de resultas de lo que acontezca con los salarios, el desempleo, la deuda interna, la recesión, la inflación, la marginalidad, la pobreza y la inseguridad, ello no va a tener consecuencias de igual magnitud sobre la esfera específicamente política, sería desatinado.Por Vicente Massot
Cuando arrecia, un tsunami no hace distingos. Arrasa todo lo que halla a su paso. Por lo tanto, frente a los índices sanitarios, sociales y económicos conocidos, considerar que el gobierno de Alberto Fernández podrá capear el temporal mientras todo lo demás se desmadra, supondría que nos encontramos en un inexistente universo de compartimentos estancos.
Lo primero que es menester descifrar tiene relación directa con los errores reiterados, casi compulsivos, por momentos inconcebibles, de un oficialismo que parece hacerlo todo mal. Por incompetentes que sean el presidente de la Nación y la totalidad de sus ministros, cuesta entender que se choquen en los pasillos como payasos entrados en vinos. Si para muestra vale un botón, el caso de lo ocurrido respecto de Venezuela es arquetípico. Partamos de la base de que el chavismo no es un régimen más de algún remoto enclave africano, al que nadie le presta atención, y que la discusión se da cuando estamos en las instancias preliminares de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, con el peso decisivo que en ese organismo financiero tienen los Estados Unidos.
En tal contexto, nuestro embajador en la OEA -por las suyas, sin pedir instrucciones y dejando como cartón pintado al canciller Felipe Solá- quiebra una lanza en favor de Maduro y se arma el escándalo. Acto seguido, el representante argentino en la ONU respalda el dictamen Bachelet que condena al régimen caribeño. En el Frente de Todos se dividen las aguas y los ultras acusan a Alberto Fernández de traidor. Para congraciarse con sus críticos, el jefe de gabinete sostiene que Carlos Raimundi tiene todo el apoyo del Ejecutivo y que no hizo más que dejar sentada la posición argentina en la materia. Una comedia de gazapos, errores y torpezas difícil de igualar.
Lo mismo pasa en la sórdida disputa que -entre bambalinas, lejos del público- sostienen el titular de la cartera de Hacienda y el presidente del Banco Central. De un tiempo a esta parte, semana a semana, tras hacerse zancadillas mutuamente, uno u otro inventan un libreto para tratar de ponerle candado al dólar, sin darse cuenta de que el problema -más allá de las cuestiones de carácter técnico- reside en ellos. O, si se prefiere, en la desconfianza que generan sus riñas y su improvisación sin par. Insisten en recetas largamente fallidas y, a la hora de presentar un plan coherente, no se les cae una idea de la cabeza.
Como sería incurrir en el viejo vicio conspiracionista sostener que el mal lo hacen a propósito -con el afán de poner en práctica la consigna Cuanto peor, mejor, cuyo origen, según se dice, se remonta a León Trotski-, no hay otra respuesta a la pregunta del porqué de sus pifias que atribuirla a su inutilidad. Sencillamente, la administración de la cosa pública al kirchnerismo le queda grande, con la particular coincidencia de que todavía le faltan tres años y dos meses para finalizar el mandato para el cual fue elegida la dupla de los Fernández.
La cuestión -como se comprenderá- no es menor. En tiempos pasados se estaría hablando de un golpe militar. En las actuales circunstancias las miradas convergen sobre la cohabitación del presidente y su vice.
Contra lo que se ha estilado decir desde el momento en que la dueña de los votos le ofreció el lugar de privilegio en la fórmula a su ex–jefe de gabinete, los dos personajes ni están peleados ni piensan muy distinto. Que el ejercicio diario del gobierno sea penoso es culpa de ambos y se halla vinculado no a un presunto carácter perverso como sí a la falta de nociones claras respecto de qué hacer en materia económica. El dúo atrasa en eso medio siglo y sigue creyendo en recetas que no sirven para nada. Unido al hecho de que todos los ministerios han sido loteados y nadie sabe bien quién manda. Por lo tanto, la conclusión cae por su propio peso: tal como están las cosas, no hay posibilidad alguna de llegar a las elecciones de octubre del año próximo de esta manera. Flotar no es una alternativa.
Para poner el tema en su justo término: el lapso que falta para toparnos con el pico de la crisis es corto. En épocas pasadas, sin pandemia, cuarentena ni un Estado en bancarrota, aunque se marchaba en dirección del iceberg, el estallido del alfonsinismo y el del gobierno de De la Rúa -hiperinflación en l989 y default en 2001- tardaron años en llegar. Hoy el escenario es bien diferente por la conjunción de problemas insolubles en el corto plazo que se solapan mutuamente. Ello agrava de tal manera las complicaciones, que aun al mejor y más coherente de los equipos de gobierno le costaría superar el trance sin dejar jirones de su integridad en el camino.
Que Cristina Kirchner forzase la salida de Alberto Fernández -idea con la que se fantasea en las charlas de café- es un sinsentido. En semejante caso, la Señora debería tomar las riendas del Poder Ejecutivo y, antes de empezar, el país estaría en llamas. La inquina que genera en una buena parte de los argentinos y la desconfianza que suscita en los mercados llevarían el valor del dólar a la estratósfera. Hay que entender que, salvo que el jefe del Estado decidiese renunciar, los dos -les guste o no- se necesitan mutuamente. El destino de uno se encuentra atado al del otro. No interesa que tan asimétrica sea la relación de fuerzas entre ambos, ninguno podría seriamente manejar el país solo.
Si aguantar no alcanza y la defenestración de Alberto Fernández es una fantasía, queda la alternativa del volantazo. Se trataría de obrar un giro copernicano con el fin de cambiar el rumbo que lleva el populismo criollo. Lo cual supone no sólo una modificación de figuritas sino de ideas. Algo difícil, en atención a que el presidente debería desprenderse de varios de sus colaboradores más cercanos -Santiago Cafiero, Felipe Solá, Martín Guzmán y Miguel Pesce, entre otros- para darle lugar … ¿a quienes? Porque no encontraría a muchos compañeros dispuestos a inmolarse en medio de semejante tembladeral.
Se le atribuye a Martín Redrado haber dicho algo enteramente lógico: “Voy si me aceptan el plan que llevo y con plenos poderes para manejar la economía”. Pero, además, Alberto Fernández debería conseguir el visto bueno de su vice, algo prácticamente imposible debido a los condicionamientos ideológicos de los que ésta no quiere desprenderse. El tiempo resulta escaso y ninguno de los dos parece tener en claro dónde están parados.
En el curso de los últimos diez días la imagen del país cantonal, al cual hacíamos referencia semanas atrás, se agigantó de una manera grave. El gobernador de la provincia de Mendoza se negó en redondo a aceptar la instrucción presidencial de retrotraer la cuarentena -o como quiera llamársele- a la fase 1.
La desobediencia abierta no hace más que mostrar la falta de autoridad de un jefe de Estado que, si no puede disciplinar a la propia tropa, menos es capaz de hacerlo con los opositores. La imagen de Alberto Fernández está cada vez más desflecada. Cuesta pensar que pueda ser el piloto de tormentas que la presente situación pide a gritos.
Están dadas todas las condiciones para que entre nosotros estalle un enfrentamiento civil. No una contienda de dimensiones épicas, en donde dos bandos disputasen supremacías a muerte. Si -en cambio- un quiebre definitivo entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo, similar al que dividió a la Argentina durante la primera década peronista. Entonces -y a diferencia de lo que sucedió en otros países- los rencores llegaron a topes nunca vistos; lo cual, sin embargo, no terminó en una matanza generalizada o algo por el estilo.
La enemistad desnuda caracterizaba la relación de una mitad respecto de la otra, y quienes creyeron que era posible acortar las distancias y atemperar los ánimos, se equivocaron sin remedio. Por espacio de diez largos años los partidarios del justicialismo y sus opositores se odiaron sin darse tregua, pero -al mismo tiempo- sin matarse entre sí. Es lo mismo que sucede hoy, sólo que sin fuerzas armadas ni de seguridad capaces de terciar en la disputa, y con una crisis económica y social de dimensión inédita.