Joe Biden ganó en noviembre de modo concluyente la presidencia pero, como señalamos en su momento, fue un triunfo por puntos que dejó en pie a su adversario. Del mismo modo, el gobierno que se inicia hoy con una enorme expectativa, es improbable que esté destinado a victorias arrasadoras.
Todo tendrá ese costo invisible que suelen incluir las reconstrucciones. Lo que seguramente sí exhibirá este ejercicio es un carácter fundacional, inevitable debido a las circunstancias. Radica ahí la principal diferencia de esta administración naciente con la que acaba de morir. Esos límites entre uno y otro experimento los define la realidad.
Biden enfrenta un desafío interno colosal que es muy posible que domine casi totalmente la agenda de los cuatro años de su gobierno. Se combinan ahí dos dimensiones que deberá atender. Una de ellas son las precariedades por las que transitó la presidencia de Donald Trump, particularmente el último año debido a la pandemia que debilitó la economía y el edificio de confianza pública. La otra, antes de ese cataclismo, originada en la profundización de la grieta social y política y la refundación del drama racial norteamericano que estimuló el gobierno saliente.
Joe Biden, el foco en la pandemia, las crisis económica, el racismo y el medio ambiente. Reuters
La crítica a Trump debería enfocarse en esa mirada de vuelo bajo y básica que exhibió, a la vez muy destructiva, dilapidando esfuerzos en ampliar las divisiones internas para preservar el dominio, el poder. Eso es precisamente lo que esta vez no funcionó.
En Estados Unidos, incluso en sus momentos de mayor depresión, las cosas no cierran como en el resto del mundo debido al potencial del país. En comarcas de menores niveles institucionales y estructura económica y política débiles, como vemos a diario en varios casos sudamericanos, la renta que brinda la grieta suele ser insuperable.
Biden arranca con una artillería importante que incluye el control de las dos cámaras del Congreso. Ya puede contar con un paquete de ayuda por los daños sociales del Covid de 900 mil millones de dólares que fue aprobado en Navidad. Y acaba de anunciar otro rescate de 1,9 billones de dólares, que seguramente también será aceptado por esa condición legislativa del nuevo gobierno.
Esos fondos unidos, unos 2,8 billones de dólares, es lo que se había planteado el demócrata para iniciar el camino de su gobernabilidad. Un eje concreto de lo que viene es la imperiosa necesidad de aliviar los costos económicos de la pandemia. Ahora veremos que no responde esa intención solo a una cuestión humanitaria.
Pero antes veamos como es el contexto. Un informe reciente de la Universidad de Columbia advirtió que el porcentaje de personas en situación de pobreza alcanza ya al 16,7% de la población general. Esas cifras permiten estimar que el número de norteamericanos pobres suman ya 55 millones. Como la pandemia no se alivia, más bien lo contrario, Biden arranca con otro récord de desocupación que es el motor de esa crisis.
Donald Trump, un legado complicado. EFE
Existe cierta confusión respecto a que los mercados se estarían coordinando para frenar la espectacular inversión estatal que planea el nuevo gobierno. No es así. Existe algo mucho más complejo y profundo que se juega en este dilema.
El establishment norteamericano actúa en defensa propia para fortalecer el lugar del Estado en una circunstancia de enorme fragilidad como la actual. En ese sentido constituye una simplificación suponer que lo que evidenció el asalto al Capitolio el 6 de enero se limita a la locura de una banda de fundamentalistas de ultraderecha incentivados por un presidente encaprichado y negacionista. Hay mucho de eso, pero ese paso exhibió un extremo peligroso de la anarquización del sistema.
Cuando eso sucede, cuando esos límites se rebasan, es porque los tejidos sociales están expuestos. La furia contra el orden de la cosas va por izquierda o por derecha, con la violencia de las bandas integristas o de la gente en repudio del gatillo fácil de la policía blanca. La síntesis es que algo está roto y eso amenaza la continuidad del sistema y cuestiona el puro sentido de la democracia.
De modo que no hay oposición a la asistencia estatal para reforzar esos tejidos, más bien lo contrario. John F. Kennedy, de cuya asunción se cumplen hoy justamente 60 años, dijo en su discurso de aquel día que si “una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres tampoco podrá salvar a los pocos que son ricos”. Biden podría repetir hoy esa frase. Es el espejo en el cual se mira.
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