Por Rafael Ramos
Las autoridades británicas permiten reclutar a niños y adolescentes como agentes encubiertos
Kim Philby, Guy Burgess y Donald Maclean fueron reclutados por la Unión Soviética en Cambridge. Y durante la guerra fría, los estudiantes de Filología, Ciencias Políticas o Relaciones Internacionales en Oxford esperaban en cualquier momento la visita de un funcionario del Foreign Office con una oferta para “servir a la patria” como agentes secretos. Eran otros tiempos. Hoy todo es mucho más precoz, y los espías no son reclutados en las universidades, ni en los institutos, sino en las escuelas primarias. Un poco más, y en las guarderías.
En el Reino Unido, la edad mínima para conducir es de diecisiete años, para beber alcohol y fumar de dieciocho años, y para tener relaciones sexuales consensuales con un adulto es de dieciséis. Pero para ejercer de James Bond y trabajar como informante de veintidós agencias gubernamentales, entre ellas el MI5 y el MI6, no hay mínimo de edad. Todo vale.
La mayoría pertenecen a redes de tráfico de droga y se les ofrece inmunidad a cambio de pruebas contra sus jefes
Un polémico proyecto de ley para actualizar la legislación en la materia, refrendado por los tribunales, autoriza al Estado a reclutar niños y adolescentes para “obtener información que ayude a detectar o prevenir un delito, o procesar a sus responsables, para proteger la salud pública, recaudar impuestos y defender la seguridad nacional”. No solo eso, sino que a partir de los diecisiete años pueden ser utilizados como testigos en un juicio contra sus propios padres, o para espiarlos.
Estas directrices oficiales, elaboradas por el Gobierno de Boris Johnson, han sido ya aprobadas en la Cámara de los Comunes con la abstención de la oposición laborista, pero numerosos grupos de derechos humanos y protección infantil han puesto el grito en el cielo y pedido a los Lores que presenten enmiendas y se la devuelvan a los diputados para que se piensen mejor sus implicaciones.
El Gobierno, sin embargo, se mantiene firme y alega que los menores de edad solo son utilizados en circunstancias excepcionales, cuando no hay otra manera de lograr los objetivos, y siempre poniendo por encima de todo sus intereses y su seguridad. Entre las agencias que pueden recurrir a ellos, además de los cuerpos de inteligencia, se encuentran el ejército, la policía, Hacienda, la Oficina Antifraude, los reguladores de la bolsa y el juego, la Agencia del Medicamento, los ministerios de Interior, Justicia y Medio Ambiente, los ayuntamientos, el Servicio de Prisiones de Irlanda del Norte y el Ejecutivo del País de Gales.
Las autoridades llevan ya varios años sirviéndose de niños para infiltrarse en bandas de tráfico de droga y células terroristas islámicas, y en muchos casos los agentes son delincuentes a quienes se les ofrece la rehabilitación, inmunidad o sentencias reducidas a cambio de encontrar pruebas contra los líderes de las organizaciones. Los detractores de esta práctica consideran que el peligro para sus vidas es enorme en el caso de ser pillados, y que además les mete en un círculo vicioso de criminalidad en vez de sacarlos.
Estadísticas oficiales revelan que, desde el 2015, once ramas gubernamentales diferentes han reclutado como espías a diecisiete niños, uno de ellos de tan solo quince años. Pero en estas cifras no figuran las operaciones top secret del MI5, el MI6, la Agencia de Espionaje Electrónico, el ejército o la unidad antiterrorista de Scotland Yard. Los datos señalan que con frecuencia sus padres no están al corriente del “trabajo” de sus hijos.
“Es algo totalmente contrario a los derechos humanos, una explotación en toda regla”, denuncia Mia Albright, una trabajadora y activista social que conoce el caso de una chica de diecisiete años a quien la policía animó a seguir manteniendo relaciones sexuales con el hombre que la explotaba a fin de exponer a una trama de prostitución.
Teniendo en cuenta el carácter cada vez más precoz de los espías británicos, es lógico que el nuevo director del MI5, el escocés Ken McCallum, conocido como “C”, sea el más joven en la historia de la organización (su edad precisa es un secreto, pero se calcula que tiene poco más de cuarenta). Desde luego, no encaja en la descripción de Smiley que hizo John Le Carré, “gordo, bajito, mal vestido y que parecería incapaz de poder cruzar solo la calle”. Pero en el mundo del espionaje, pocas cosas son como en las novelas o las películas de James Bond, no hay Aston Martins, ni martinis, ni yates, se puede contar a amigos y familiares a qué se dedica uno sin tener que matarlos después, y el sueldo inicial es de solo 25.000 euros al año. Incluso para un niño.
Fuente La Vanguardia