Por Jorge Fontevecchia
Entre las múltiples versiones y conjeturas que circulan sobre la relación del Presidente con la vicepresidenta se destaca la que asigna verosimilitud a una supuesta reunión donde Alberto Fernández le habría “tirado la renuncia” a Cristina Kirchner y esta habría respondido como hizo con De Vido cuando, siendo ministro de Producción, quiso irse: indicando que estos puestos no se los abandona solo por propia voluntad (aquella respuesta habrá sido grosera y con el mismo significado). Pero aunque nunca hubiera existido esa reunión, hubo una renuncia simbólica de Alberto Fernández al aceptar la renuncia de Marcela Losardo como ministra de Justicia porque ella es su álter ego, su persona de mayor confianza, la más longeva y permanente en la vida de Alberto Fernández, al punto de no ser exagerada la expresión “ella es él”. Y que haya tomado o no la iniciativa la propia Losardo no cambia el grado de amputación existencial que significa su partida del Gobierno para el Presidente.
Elegir al más belicoso asume una guerra en la que rápidamente se puede fracasar
Que Alberto Fernández, al nombrar a Martín Soria en reemplazo de Losardo, haya renunciado a su propia estrategia judicial adoptando la del sector más confrontativo del kirchnerismo, fue interpretado por la mayoría de los analistas como una definitiva capitulación del Presidente a cualquier espacio de autonomía y diferenciación con la vicepresidenta, como un atar para siempre la suerte de su gobierno a Cristina Kirchner. ¿Será así?
Si Alberto Fernández tuvo una estrategia distinta, representada por la figura de Marcela Losardo, un cambio de planes no debería tener solo en cuenta el poder de imposición de Cristina Kirchner sino también el cálculo del propio Alberto Fernández. La vicepresidenta podría estar equivocándose yendo en sentido contrario a sus conveniencias al instrumentar un plan contraproducente para sus deseos y que termine agrandando los daños que recibirá. Si salir absuelta de todas sus causas resultara un oxímoron, arremeter con mayor fuerza podría hacer más duro el choque con la realidad. Probablemente el “método Losardo”, y tesis inicial de Alberto Fernández, buscaba una reducción de daños más que una victoria porque partía de un diagnóstico que consideraba imposible un triunfo absoluto.
Queda la posibilidad de que se trate de un cambio de plan en Alberto Fernández pero no de tesis. Que al percibir la determinación imparable de Cristina Kirchner por avanzar en una guerra judicial, aunque la considere una estrategia equivocada, y frente a lo obvio: no tiene fortaleza política para sobrevivir a un resquebrajamiento de la coalición de gobierno mientras el kirchnerismo mantenga la potencia electoral actual, evalúe que le queda la posibilidad de mejorar su peso específico proporcional dentro de la interna del Frente del Todos en el caso de que kirchnerimso autodestruya parte de su capital político en una cruzada que termine en derrota, como fue la guerra contra el campo en 2009, que casualmente eyectó a Alberto Fernández del gobierno de entonces.
E imposibilitado de hacer cambiar de idea al kirchnerismo, lo deje herirse con su propia fuerza eligiendo al más beligerante de todos para encabezar el Ministerio de Justicia, sabiendo cómo reduce las posibilidades de triunfo la conducción de un general invadido por la cólera.
La imagen que se proyecta de Alberto Fernández es la de alguien carente de plan y voluntad de liderazgo. Probablemente sea así pero un buen ejercicio del pensamiento crítico consiste es desconfiar de lo dado como evidente, sabiendo que descubrir requiere quitar lo que cubre en forma de apariencia aquello que parece real.
Alberto Fernández dijo en un reportaje esta semana: “Yo no soy Lenín Moreno”, por el ecuatoriano quien, designado como sucesor por Rafael Correa, desde el momento de asumir como presidente persiguió a su mentor. No ser Lenín Moreno podría no implicar necesariamente un alineamiento perpetuo hacia quien posibilitó su llegada a la presidencia.
La cuestión de fondo es si Cristina Kirchner tendrá éxito o no en sus revanchas: contra el macrismo, haciéndole padecer las mismas complicaciones judiciales; contra los jueces y fiscales, alejándolos de su función; y contra los medios como autores de la primera página de la historia, al conseguir ser absuelta en todas sus causas reescribiendo su propia historia.
Y si no lo tuviera, las dos posibilidades: que Alberto Fernández quedara igualmente afectado por la derrota como la propia Cristina Kirchner o, por el contrario, en la posición de víctima de un abuso de poder de la vicepresidenta, termine saliendo menos herido y pudiendo recuperar poder dentro de la coalición gobernante por el vacío que dejaría la pérdida del kirchnerismo.
“La mejor victoria es vencer sin combatir”, nos dice Sun Tzu en El arte de la guerra, “y esa es la distinción entre el hombre prudente y el ignorante”. “Todo el arte de la guerra se basa en el engaño”. “Si el general no es capaz de controlar su impaciencia y ordena a sus hombres que asalten precipitadamente las murallas como hormigas, perderá un tercio de sus efectivos sin haber conquistado la fortificación”.
“La norma en el arte de la guerra consiste en cercar al adversario si la superioridad de que se dispone es de diez contra uno; en lanzarse al ataque contra él si es de cinco contra uno; y en dividirlo si es de dos contra uno. Si las fuerzas están equilibradas, debe ser capaz de combatir; si las fuerzas son inferiores, debe ser capaz de resistir”.
Se puede no ser Lenín Moreno acompañando al cementerio sin quedarse allí
¿Son las fuerzas de Cristina cinco veces mayores que las de la oposición como para lanzarse al ataque? ¿Será Martín Soria ese general impaciente que asalta precipitadamente las fortalezas de los oponentes y pierde un tercio de sus fuerzas sin conseguir nada?
El tiempo, ese gran constructor, dirá. Mientras tanto, no quedan dudas de que Alberto Fernández renunció a su estrategia inicial. Se verá si fue una retirada o una capitulación definitiva e irreversible, otra forma de renuncia.
Fuente Perfil