El hombre araña rueda por un túnel amarillo y pega un salto acrobático para llegar a los pies de Horacio Rodríguez Larreta. El hombre araña le pide una foto. Alguien se acerca con un celular y la saca, pero la foto es una excusa. “Por favor, no cierren las escuelas de nuevo”, le dice al jefe de Gobierno.
Son las cinco de la tarde del jueves, todavía hay sol para disfrutar de la tarde de otoño al aire libre. Rodríguez Larreta está en la plaza Vicente López, en la Recoleta. Nada debería salir mal: es el corazón de la hegemonía macrista en la Ciudad. Hay chicos que se trepan a los juegos, madres con carritos de bebés, patinetas, autitos de colores, pelotas, un bullicio constante y hombres que parecen haber salido recién de la oficina. Un padre se acerca para preguntar si en unos días podrá celebrar ahí mismo el cumpleaños de su hijo y el hombre araña reaparece para decir que si cierran las escuelas por favor no cierren las plazas porque él se quedaría sin trabajo.
Larreta llevó a jugar a Serena, su hija más chica, en un impasse de su agenda. Arde Buenos Aires y arde el país. Lo dicen las cifras: 561 muertos por Covid, récord, en las últimas 24 horas. Nadie lo sabe, pero a esa misma hora Alberto Fernández redacta en su despacho el mensaje con el que anunciará que se van a prorrogar y a endurecer las restricciones para intentar contener las curvas y aliviar la situación en los hospitales. Los vecinos se acercan para saludar al alcalde, pero también para presionarlo.
“No toquen las escuelas, Horacio. ¿Ustedes saben el daño en la salud mental que volverían a hacerles a los nenes?”, le dice una mujer que tiene un hijo de 4 años y otro de 9. Rodríguez Larreta levanta la vista del celular, deja ver el sticker con el escudo de Racing frente a dos nenes con camisetas de fútbol. “A mí no me tenés que convencer, ¿eh? Nosotros estamos dando la pelea”, responde.
—Sí, pero no aflojes, porque te van a pedir que aflojes —interrumpe una mujer vestida de blanco. Nadie nombra a Alberto Fernández. Tampoco a Cristina. Parece implícito.
—¿Estás loca? Yo no voy a aflojar —dice Larreta.
Pasaron cinco horas de los diálogos en la plaza. Fernán Quirós, el ministro de Salud porteño, está ahora en la pantalla de TN. Dice que no son semanas para entrar en debates estériles, que las medidas se tomarán dialogando entre la Nación y los distritos autónomos. La Provincia viene de plantear su propuesta. Daniel Gollan, el ministro de Salud, quiere un cierre estricto y clases virtuales. Sergio Berni, el de Seguridad, pretende una cuarentena total, como la del año pasado. No es momento para tibios, piensa.
Quedan, en teoría, 24 horas para el anuncio. Se especula con un encuentro Fernández-Larreta-Kicillof y con un DNU que fije nuevos límites por otras dos semanas. Las deliberaciones se extienden. Kicillof y sus ministros presionan. Quieren que el plazo de las medidas sea por 21 días. Cristina permanece siempre a tiro del teléfono. Habla con Alberto y habla con Kicillof. Llega la medianoche. El Presidente acaba de grabar su mensaje en el Museo del Bicentenario. Se va para Olivos. Los habitantes de la región metropolitana, casi 15 millones de argentinos, amanecerán el viernes con novedades. El resto del país, también.
“Nos dieron el poder y lo ejercemos. Con la Ciudad es cada vez más difícil negociar”, explican en el entorno de Alberto cuando se indaga sobre la lógica en la toma de decisiones. Las riñas con Rodríguez Larreta no cesan. Los dos coquetearon toda la semana con retomar una relación más amena. No hay caso. Están enojados entre sí. Hace tiempo que dejaron de escribirse. Alberto no lo informó antes del anuncio. Larreta tampoco lo llamó antes de presentarse en conferencia de prensa.
El primer mandatario no puede tolerar que Larreta quiera arrebatarle la bandera de la educación. Lo acusa de especular electoralmente y lo ve propenso a hacer lo que le pide el ala dura de su partido, con Mauricio Macri y Patricia Bullrich a la cabeza. No digiere, tampoco, que haya recurrido a la Corte Suprema. Para Larreta, Alberto dejó de ser un político confiable y lo ve, ya no atado a Cristina, sino sometido a ella. Esas desconfianzas se agrandan a diario. Pero ambos coinciden en que el clima social está al borde de un crac. Temen un estallido. Si no hay acercamiento real hay que simularlo.
Cristina palpa el descontento en las calles. Se ha sumergido en un largo silencio. No quiere hablar de contagios ni de muertes. La última vez que hizo alusión a la pandemia, tan solo para criticar a Macri, fue el 24 de marzo. Esta semana desvió la atención en Twitter. Escribió un mensaje para apoyar a Esteban Bullrich, el senador que le ganó en 2017 las elecciones, quien sufre de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad que provoca parálisis muscular progresiva. En privado hizo algo mejor. Llamó a Bullrich por teléfono. Fue un diálogo cálido. No se recuerda un llamado de esa naturaleza a un opositor por parte de la ex presidenta. Hablaron de la fe en Dios y hubo citas al Papa Francisco. Cristina lo nombra cada vez que puede. Bullrich es más que un católico practicante. Cuando era candidato hacía bendecir el auto en el que viajaba.
La política empieza a inquietarse por el descontento de la sociedad con su clase dirigente. Ese descontento crece por el manejo de la crisis sanitaria. Existe un hastío por la forma en que interactúan el oficialismo y la oposición. Se detecta en los focus group que se hacen a ambos lados de la grieta. La gente los quiere ver trabajando juntos. A esa intranquilidad que cosechan los asesores de los principales políticos se suma la percepción de posibles rebeldías o desacatos a las medidas en marcha.
El miedo a un desborde que arrase con las carreras políticas de quienes conducen se extiende. “Estamos muy finitos con el humor social, por eso no entendemos a qué juega Horacio”, dicen en la Casa Rosada. El jefe de Gobierno accedió a restricciones más duras, pero procura llevar adelante las clases en los colegios primarios durante todo el año con las aulas abiertas. Su ministra de Educación, Soledad Acuña, insiste con que no hay riesgos. Quirós, lo mismo. Pero Larreta recibe a menudo advertencias de su ala más política. “No sea cosa que estemos arriesgando demasiado. Podemos quedar muy expuestos ”, le han dicho quienes sueñan con verlo en la carrera presidencial.
No hay fecha en el horizonte para el regreso de las clases presenciales en la Provincia. Alberto le había confiado a Nicolás Trotta que la medida inicial era solo por dos semanas. Ahora extendió la suspensión por otras tres. Serán cinco en un país que ya tuvo 46 semanas sin clases presenciales en 2020. El invierno aún no llegó y las vacunas son escasas.
Las restricciones horarias en los comercios y en el uso del transporte público enfriarán más la actividad económica. Kicillof amagó con cerrar las ferias en el Conurbano. Los intendentes le pidieron dejarlas abiertas y prometen mayores controles. Hay millones de personas que habitan ese mundo. No solo los que trabajan de modo más o menos regular allí. Está la feria de la feria. “Gente que cuando se ve en apuros va ahí a vender cualquier cosa… muebles, juguetes usados, lo que sea. Va a ganarse el mango para el día”, dice Agustín Salvia, el director del Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
El sistema alimentario es otra señal de alarma. Se resiente cuando no hay clases. Las familias más pobres, a través de agrupaciones sociales, denuncian que falta comida. Por eso será difícil que el Gobierno logre frenar las protestas. El Polo Obrero, brazo piquetero del Partido Obrero, promete seguir en las calles. En las últimas horas hubo una cumbre de la que participaron unas diez organizaciones. La conclusión: “Sin trabajo, sin alimentos y sin vacunas, ¡no dejamos la calle y el derecho a reclamar!”.
La situación en algunos distritos del Conurbano va de mal en peor. Por WhatsApp y por Facebook no paran de crecer los clubes de trueque. Se negocia de modo virtual y se pacta un punto de encuentro. Las transacciones son encaradas por cartoneros, vendedores ambulantes, peluqueras de barrio, empleadas domésticas, cortadores de pasto y, por supuesto, por gente sin trabajo. La calidad de algunos trueques es lacerante. Una bicicleta usada se ofrece a cambio de diez kilos de carne, y un par de zapatillas seminuevo se puede canjear por dos paquetes de fideos, un kilo de azúcar y una docena de huevos.
Fuente Clarin