Por Nicolás Balinotti
La negociación de la deuda con el FMI avivó los fantasmas y hubo críticas a los opositores que plantearon un cambio; la incertidumbre por el teletrabajo y la informalidad
Está aún fresco el último antecedente, del 29 de diciembre de 2017, cuando el FMI le recetó a la gestión de Cambiemos, en un informe de 83 páginas, facilitar los despidos, limitar los convenios colectivos y ampliar el universo de trabajadores que paguen el impuesto a las ganancias. Banderas que Fernández por ahora no piensa arriar. Todo lo contrario: se extendió el jueves último la prohibición de despidos y la doble indemnización con tope, al menos hasta que atenúe el impacto de la segunda ola de coronavirus, y se elevó a través del Congreso a $150.000 el piso del mínimo no imponible del tributo que pesa sobre los salarios.
¿Y los convenios colectivos? El Ministerio de Trabajo habilita reformas sectoriales siempre y cuando exista un acuerdo entre las partes, como sucedió en el caso de Mercado Libre y la Unión de Carga y Descarga, quienes flexibilizaron el convenio 1591/2019 para aplicar de manera exclusiva en un centro de logística que comenzó en 2019 con 80 operarios y cuenta hoy con casi 1500, con un sueldo promedio de $120.000. Este trato se concretó en el predio en el que Moyano no logró poner un pie y que aún lo desvela.
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En julio de 2020, los gremios mayoritarios de la CGT temían que la guadaña de la peste se los lleve puestos si es que el Gobierno no acordaba con los acreedores privados y el país caía en default. Por esos días, la central obrera había consensuado un mensaje corporativo con la Asociación Empresaria Argentina (AEA) para avanzar en una agenda común para la pospandemia, en la que se cuestionó, por ejemplo, la presión tributaria sobre el sector formal de la economía. Da la sensación de que fueron proclamas de ocasión. Hoy, casi un año después, un grupo de referentes sindicales plantea no pagar la deuda, ampliar la ayuda estatal para evitar que los índices de pobreza e indigencia continúen subiendo, y limitar exportaciones para controlar precios domésticos.
Los dirigentes gremiales observan con dramatismo la profundización de la crisis social y económica. Perciben incómodos una geografía feroz para ensayar reformas. Los más duros y escépticos, entre ellos los Moyano, barruntan que aceptar los condicionamientos del FMI sin vacunas y en emergencia sanitaria podría ser catastrófico. Lo rechazarían, y si es necesario hasta con protestas callejeras. En este punto, Daer coincide con los jefes camioneros. Pero hay una amplia mayoría de gremios que se mantiene en silencio o que dio tibias muestras de apoyo a la negociación que encabeza Martín Guzmán, a quien miran todavía con desconfianza por su perfil técnico y poca sensibilidad social. Se aferran los cegetistas al latiguillo de Claudio Moroni. “La palabra reforma laboral no está en mi diccionario. Si significa reducción de derechos o precarización, olvídense”, suele salir del paso el ministro de Trabajo.
Teletrabajo e informalidad
Pero hay otras reformas que son inevitables, que fueron impuestas por la pandemia. Mucho antes del cimbronazo económico que genera el coronavirus, las nuevas tecnologías eran una peligrosa advertencia para los jefes sindicales. Ya lo sabían. Existe una casta de dirigentes que aún le escapa a la reconversión laboral y que para ellos pasó casi indiferente el debate legislativo para regular el teletrabajo del año pasado.
En el Congreso, cuando el proyecto giraba por las comisiones, uno de los pocos sindicalistas que intervinieron fue Daer. Pidió que se mantengan los mismos derechos y obligaciones que en la modalidad presencial, y se preocupó por dejar en claro en la letra chica que no se trata de una nueva actividad, lo que hubiera habilitado a algún gremio moderno a avanzar sobre la representación de los miles de teletrabajadores. Fue una manera de cercar el territorio que el sindicalismo tradicional considera propio.
Está hoy vigente por la pandemia un decreto presidencial que sugiere que dentro de lo posible se aplique el teletrabajo en el sector privado y público. La implementación de la ley rige desde el 1° de abril pasado. En algunas empresas, sin embargo, la normativa no se aplica o existen grises aún sin resolver. También hay casos en que la dirigencia gremial no está del todo informada para dar el debate. El home office generó siempre ruido y poca adhesión entre los sindicalistas. ¿La razón? Su poder de representación podría diluirse, además de significar un alivio importante en los bolsillos del empleador, ya que se ahorrarían los gastos por el lugar de trabajo, insumos, viáticos, y hasta el pago de la aseguradora de riesgos del trabajo.
Así como el teletrabajo implica un cambio de hábito e impone retoques de la legislación, sin que ello signifique una pérdida de derechos, surgen de la crisis otros aspectos a tener en cuenta. La necesidad de regular las aplicaciones de delivery es uno de ellos. Se desempeñarían en el sector unas 55.000 personas y dio un salto durante la pandemia como una salida laboral sencilla y fugaz. Al ministro Moroni no le dieron aún luz verde para desarchivar un proyecto que apunta a regular la jornada laboral, cobertura de salud y seguro. En la iniciativa original, paralizada desde el año pasado, está la mano de Mara Ruiz Malec, la ministra del área de Axel Kicillof. Para Malec, en el trabajo de plataformas digitales “existe una relación laboral tradicional”. Es una definición.
El otro aspecto a resolver urgente es la informalidad laboral. Sin datos fehacientes, por tratarse de relaciones no registradas, se estima que en la Argentina cuatro de cada diez trabajadores están en la informalidad. Según datos de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas, habría unos 7.000.000 de personas con empleo en negro. La cifra, de ser cierta, superaría a la de los asalariados formales del sector privado, que está apenas por encima de los 6.000.000, según cifras oficiales. Estos números ponen en alerta también a la CGT, que evalúa incorporar a su mesa a partir del año próximo a la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), el gremio de los empleados informales que, con 2.000.000 de potenciales afiliados, amenaza con superar en inscripciones al Sindicato de Comercio, el más numeroso del sector privado, que tiene 1.200.000.
De campaña permanente por los medios, a pesar de que el rigor de la pandemia demanda diálogo y unidad, Patricia Bullrich fue la voz opositora que empujó recientemente el debate sobre la reforma laboral y la distribución de planes sociales. Encendió la discusión acompañada de un dirigente sindical de escasa representación y sin dar recetas claras de lo que haría en caso de acceder al poder, donde ya estuvo como ministra de Trabajo y de la Seguridad Social, entre 2000 y 2001, o en Seguridad, entre 2015 y 2019.
Florencio Randazzo también se involucró con cálculo electoral. El exministro kirchnerista dijo que los gremios y las organizaciones sociales “son parte del problema”. Lo cruzó la CGT, acusándolo de “haber perdido el rumbo”, pero también Moyano, que lo calificó, con menos diplomacia, de “chantazo”. Al margen de las peleas retóricas y los eslóganes de campaña, surge de la crisis que el debate laboral debería modernizarse, sin que ello implique flexibilizar medidas y sembrar desigualdades.
Fuente La Nacion