Por Alejandro Borensztein
Si Reutemann le hubiera dicho que sí a Duhalde, nada de lo que vino después hubiera pasado.
Ante todo, el adiós y el agradecimiento eterno para el ídolo. Carlos Reutemann consiguió dos milagros. El primero fue que, durante años, millones de argentinos nos despertáramos los domingos a las siete de la mañana para ver sus carreras por televisión. Nadie se las perdía. Nos llamábamos por teléfono antes de la largada por si alguno se quedaba dormido. Al Lole lo seguimos, lo sufrimos y lo disfrutamos al volante de su Brabham Nº 7 o piloteando para las escuderías Ferrari, Lotus y Williams. Era un fenómeno. Un héroe. Lo vimos ganar una docena de grandes premios, incluido el glamoroso Gran Premio de Mónaco en 1980. Cuando Grace Kelly le entregó la Copa lloramos todos.
En aquella imagen estaban el Principe Rainiero y su hija mayor, Carolina de Mónaco, que en ese momento era la mujer más linda del planeta Tierra y que había sido la novia de Guillermo Vilas, otro ídolo absoluto de esos años. En la foto también aparece Phillipe Junot, un vivillo que se había casado con Carolina y que resultó ser tan pelotudo que el Príncipe Rainiero le tuvo que pedir al Papa que anule el matrimonio. Obviamente, el Papa se negó a semejante excepción lo que enfrió por años la relación entre Mónaco y el Vaticano. También a ese mundo se asomó el Lole, y con él todos nosotros, en aquellos milagrosos madrugones de domingo. El otro milagro que le debemos a Reutemann es la llegada de los Kirchner al poder.
El día que Carlos Reutemann fue Príncipe de Mónaco.
Corría el año 2002 y el presidente Duhalde necesitaba encontrar un candidato para evitar que su archienemigo Menem ganara las elecciones de 2003. El Lole se había transformado en uno de los políticos más creíbles de la Argentina. Era el favorito. Arrasaba.
Sin embargo, Reutemann rechazó la propuesta de Duhalde. Hay infinidad de versiones sobre el por qué, pero lo más probable es que la oferta vendría con alguna imposición inaceptable para un tipo tan serio como él.
Aquella histórica negativa del Lole llevó a Duhalde a ofrecerle la candidatura a un ignoto gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, previo intento con De La Sota que tampoco prosperó.
Para ese entonces, los Kirchner eran uno de esos típicos matrimonios peronistas de derecha transformados en patrones feudales que se adueñaban del Estado provincial, la justicia, los medios locales, la obra pública y todo lo demás. Como los Saadi en Catamarca o los Juárez en Santiago del Estero. O los Alperovich y los Zamora, por nombrar casos parecidos más actuales. Como ejemplos extranjeros tenemos los Marcos en Filipinas, los Ceausescu en Rumania o los Ortega en Nicaragua, todos ellos tan encantadores como los nuestros. Matrimonios fachos hubo y habrá siempre en todos lados.
Con los años, aquellos Kirchner se transformarían en estos geniales revolucionarios, progresistas y de izquierda, tal como ellos se autoperciben. Ya sabemos que hoy en día cada uno se autopercibe como se le canta.
Lole Reutemann. “Al Lole lo seguimos, lo sufrimos y lo disfrutamos al volante de su Brabham Nº 7 o piloteando para las escuderías Ferrari, Lotus y Williams”.
Sin ir más lejos podemos ver cómo se autopercibe Alberto, después de haber sido legislador de Cavallo y compañero de Elena Cruz en la reivindicación de Videla. Ahora él, Solá y Massa se han transformado en los tres revolucionarios más desopilantes de América Latina. Hay que reconocer que las derechas, hoy en día, vienen camufladas en envases cada vez más novedosos.
En cuanto Kirchner asumió, se instaló el debate entre los que decían “no van a poder hacer en el país lo mismo que hicieron en Santa Cruz” versus los que decían “van a hacer lo mismo con la Argentina porque es lo único que saben”. Al final ganó la segunda opción y ya llevan 18 años intentando hacer la Gran Santa Cruz.
Curiosamente, aquella pareja millonaria y ambiciosa nunca había salido del país salvo para ir a Disney. Ni siquiera habían tenido la inquietud de contactarse o compartir experiencias con ningún presidente, gobernador, alcalde o funcionario de ningún lugar del planeta. No lo necesitaban. Allá en Río Gallegos habían aprendido todo y vinieron a Buenos Aires dispuestos a aplicar sus vastos conocimientos. Llegaron en 2003 con el dólar a 3 mangos y tuvieron tanto éxito que hoy el verde vale 170 pesitos.
Pasemos por alto el hecho de que cuando los Kirchner iniciaron su gobierno el kilo de asado en Coto valía 9 pesos. No llore, amigo lector.
Si Reutemann hubiera dicho que sí, nada de esto hubiese pasado y seguramente los K seguirían prosperando en la Patagonia sin que nadie diga nada. Pero el Lole dijo que no y el milagro kirchnerista se hizo realidad.
A esa histórica decisión de Reutemann le debemos una infinidad de asuntos que cabe agradecer. En principio, le debemos las gestiones de Cafierito y de Ginés. Ya eso solo justificaría todo pero, para ser justos, hay mucho más para valorar.
Por ejemplo, si los Kirchner no hubieran llegado al poder nos perdíamos los 790.000 dólares que Antonini Wilson les trajo de regalo en 2007 y que, por esas cosas que pasan con las valijas en los aeropuertos, se le extraviaron y quedaron acá.
También nos hubiéramos perdido la utilización fascista de Fútbol para Todos, los bolsos de López, el choreo de la obra pública denunciado por Lavagna y confirmado por los empresarios que pagaban, los funcionarios que cobraban y los choferes que llevaban. La destrucción del sistema energético, el afano en los subsidios con Jaime, los Cirigliano y la tragedia de Once. El 50% de pobreza, el bono de 5.000 pesos para los médicos, el Banco Central vacío, las filminas y las frases de Alberto, todo Insfrán, todo Milani, todo Moreno, todo Boudou, todo De Vido, todo Parrilli y todo Kicillof incluída sus geniales negociaciones con Repsol y con el Club de París.
Si Lole aceptaba, también nos perdíamos Ciccone, Skanska, Lázaro Báez, Cristóbal López, Sueños Compartidos, Hotesur, Los Sauces, la Rosadita, la Ruta del dinero K, los millonarios secretarios de los K y la canción de Copani sobre Pfizer, También nos hubiéramos perdido el segundo mandato de Cristina porque nunca hubiera existido ni el primero ni el de Néstor. Y sin el kirchnerismo no hubiéramos disfrutado del fracaso de Macri y de la inolvidable elección presidencial de 2015 entre un muchacho que se hizo famoso corriendo en lancha y otro que se hizo famoso ganando Copas Libertadores. Aquel duelo de estadistas dejó la vara tan alta que después, en 2019, consagramos presidente a un vendedor de autos usados que hoy es la envidia de cualquier concesionaria porteña.
Si Lole decía que sí, también nos perdíamos los 86.000 palos verdes fugados durante el gobierno del Gato, una bocha de guita. Casi tanta como los 102.160 palos verdes que se fugaron con los Kirchner (17.250 Néstor + 70.135 CFK 1º mandato + 14.775 CFK 2º mandato, fuente Banco Central).
Al renunciamiento de Reutemann, también le debemos el liderazgo de Máximo a quien el peronismo obedece y trata como si fuera un estadista de la talla de Kennedy (por ahora, de Leevon Kennedy). La ciega subordinación del peronismo a Máximo es lo más parecido a “Isabel Conducción” que se recuerde.
Si el Lole aceptaba también nos perdíamos el Memorándum, ese acuerdo con los autores del atentado para investigar quiénes cometieron el atentado, al que Alberto definió como un plan presidencial de encubrimiento y que, muy pronto, el VAR judicial K revisará y dirá que no fue nada. Y nos perdíamos Nisman. Todo Nisman.
Sumemos la hermandad con Maduro y Putin, y las guerras contra Brasil, Chile, Colombia, EEUU, la Unión Europea y Uruguay (antes contra Tabaré Vázquez y ahora contra Lacalle Pou).
La lista es interminable pero no podemos olvidarnos del último gran hit: las vacunas. Desde las truchadas de Verbitsky y Zannini hasta el sincericidio de Máximo que esta semana confesó las razones por las que rechazaron las vacunas y mandaron a la muerte a miles de argentinos.
Si Lole hubiera sabido lo que se venía, quizás su respuesta a Duhalde hubiera sido otra. De todos modos, nada empaña el recuerdo de un ídolo que supo hacernos felices a todos.
Gracias Lole por el vértigo de aquellos años. Y porqué no decirlo, también por el vértigo de hoy.
Chapeau, campeón.
Fuente Clarin