Eva Perón presentía que su joven vida se le escapaba como arena fina entre sus manos frágiles. Perón tenía información reservada de los médicos. Temía lo peor: su esposa, amada y odiada sin ambigüedades por la sociedad de aquel tiempo, sobrellevaba como podía un cáncer uterino avanzado, al parecer ya sin cura.
Aun así, ambos saldrían a escena, a vivir y desafiar el destino adverso que se avecinaba, en un imponente teatro al aire libre. Ocurrió en uno de los más conmocionantes actos públicos de la vida política y cívica de los argentinos.
Según testimonios y archivos de la época, hubo una infrecuente coincidencia de medios oficialistas y opositores: la muchedumbre, compuesta por racimos apretadísimos de gente llegada desde todo el país, se extendía en una larga fila desde el palco, en la Avenida 9 de Julio y Moreno, frente al edificio del entonces Ministerio de Obras Públicas, hasta las cercanías de la Avenida Córdoba.
Era 1951 y era el 22 de agosto. La CGT, con la adhesión del Partido Peronista y el Partido Peronista Femenino, había convocado a una jornada que se suponía de júbilo para la grey peronista, el llamado Cabildo Abierto del Justicialismo, que promovía la aceptación de Evita a la vicepresidencia de la Nación para las elecciones del 11 de noviembre, las primeras por realizarse en el país con voto femenino, impulsado por la propia María Eva Duarte de Perón. La “Abanderada de los Humildes” para unos, “la perona” o “esa puta ambiciosa” para otros, cada vez más influyente en las decisiones de su marido, que iría tras la reelección en un país astillado por heridas imposibles de cicatrizar.
Joseph Page, el autor de una de las biografías más completas de Perón, y Marysa Navarro, autora de una de las semblanzas más ponderadas de la breve vida de María Eva Duarte, coinciden en la descripción de aquella jornada. Y en los diálogos quemantes entre la multitud y Eva, quien procuraba evitar una definición, presionada por un contexto personal y político complejo.
Hubo dos discursos de Eva en el Cabildo Abierto. El primero siguió el rumbo habitual de sus arengas más encendidas. Según Page, “no dijo nada nuevo, pero nunca lo dijo mejor.” Sus hipérboles fueron más intensas que las habituales, asegura el profesor graduado en Harvard en Artes y Derecho. Y las detalla: “… loas extravagantes dirigidas a su marido, tributos a los trabajadores, vilipendios a la oligarquía, referencias a su persona como ‘una humilde mujer’ con el deseo de ser ‘un puente de paz entre los descamisados y el general Perón.”
El presidente ya estaba en el palco cuando subió Evita: el escenario fue un tembladeral. Rugió la muchedumbre. Flamearon pañuelos y banderas. Y los gritos por Evita, acaso por primera vez, fueron tan potentes como las grandes liturgias organizadas para vivar la figura del general, macho alfa del peronismo victorioso. El general pareció advertir aquel cataclismo emocional que atravesaba como una centella el corazón de la Ciudad, una catarsis colectiva que llevaba a su mujer a la más alta nomenclatura del Movimiento.
Carmen Llorca, historiadora y dirigente política española, autora de “Llamadme Evita”, título castizo para uno de los deseos más públicos de Eva Duarte, como era el de ser recordada “simplemente como Evita”, cuenta en su libro que Eva duda ante la reacción popular que supera toda previsión. Lo mira a Perón, sorprendida. Titubea. Llorca describe el momento y arriesga una conjetura poco difundida: “La muerte la persigue y Perón no está a la altura de las circunstancias. Adivinadora de su pensamiento, ella -que nunca ha dudado sobre lo que tenía que decirles a los ‘descamisados’- le pregunta a su marido: ‘¿Qué les digo?’ Puso en manos de él la terrible decisión.
¿Confiaba Eva en que le dijese que aceptase? Es muy posible. Su marido, sin embargo, le dice: ‘¡Di que sí, pero sin decirlo!’… Eva habla entonces con una pasión conmovedora. Según algunos, aquel auditorio era de un millón de personas, para otros eran dos los millones allí presentes, y muchos millones más seguían su oratoria por radio, no todos para celebrarla. Y Eva habló sin dejar de dividir su mirada entre la multitud y Perón, que tutelaba cada palabra apenas a un metro suyo.
Movió sus primeras piezas. No dijo ni sí ni no. Perón tomó el micrófono para una arenga “que era una pálida sombra del discurso electrizante de Evita”, según el testimonio de Page. Espejo, el jefe de la CGT, le pidió a la multitud que le diera más tiempo a Eva para una definición. Evita retomó la palabra, pero ya no fue un discurso, fue un diálogo a cielo abierto, cuando el crepúsculo invadía Buenos Aires. La oradora vibrante ya no parecía manejar su destino ante un Perón inmutable, que ni avalaba ni negaba.
“Mis queridos descamisados. Yo les pido a los compañeros de la CGT, a las mujeres, a los niños, a los trabajadores aquí congregados, que no me hagan hacer lo que nunca quise hacer. Yo les pido a la CGT y a ustedes, por el cariño que nos une, por el amor que nos profesamos mutuamente que, para una decisión tan trascendental en la vida de esta humilde mujer, me den por lo menos cuatro días para pensarlo”.
-“No, no! ¡Ahora…!”, fue la respuesta que erizó el aire. La multitud no quería esperar.
Cuentan Page y otos autores que Perón, fastidiado, le murmuró a Espejo: “¡Basta, levantemos el acto!”, al parecer con escasa fortuna. Eva, como pudo, con la desazón ya insinuada en sus gestos, retomó la palabra: “Compañeros: yo no renuncio a mi puesto de lucha, renuncio a los honores. Yo guardo, como Alejandro, la esperanza, por la gloria y el cariño de ustedes y del general Perón”.
Pero el pueblo peronista allí reunido, insistía. La escena se repetiría una y otra vez. Evita reclamaba más tiempo. ¿Necesitaba hablar a solas con Perón? La multitud parecía desafiar a su jefe y no dejaba de exigir una definición. Había una atmósfera eléctrica, un encantamiento colectivo: cierto aire de solidaria rebeldía en favor de Evita.
“Compañeros, les digo a todos ustedes que yo tenía tomada otra posición, pero haré al final lo que el pueblo diga”, confunde Evita a la concurrencia con su frase. Y prosigue, como si quisiera corregirse… “¿Ustedes creen que si el puesto de vicepresidenta fuera una carga y yo hubiese sido una solución, no hubiera ya contestado que sí? Es que estando el general Perón en el gobierno, el puesto de vicepresidente no es más que un honor, y yo aspiro nada más que al honor del cariño de los humildes de mi patria. Mañana, cuando…”
“¡Hoy, ahora, ahora!” De a millares, las voces imperativas interrumpen a la oradora, la dan por ya ungida. No hay modo de silenciar tantas voces multiplicadas. Ni siquiera ellos dos, la pareja dueña del poder simbólico de la Argentina justicialista, consiguen detener a la más preciada de sus criaturas políticas: el mandato y la voz de su pueblo descamisado.
Evita ya no encuentra argumentos. “Compañeros: …por el cariño que nos une, les pido, por favor, una vez más que no me hagan hacer lo que no quiero hacer. Yo les pido a ustedes, como amiga, como compañera, que se desconcentren …” “¡No, no!”. La negativa no reconoce autoridades ni jerarquías.
“¡Compañeros: yo sé que ustedes lo hacen porque son un pueblo agradecido! Si estuvieran en mi corazón, verían cuánto se los agradezco y ustedes me darían la oportunidad para que yo pueda pensarlo”.
El griterío ya es intransigente. No es un ruego: es una imposición. “¡No, no, ahora, ahora!” Eva ya no puede más y suelta una frase que se pareció a una resignada aceptación, pero que la multitud no la deja terminar: “El pueblo es soberano. Yo acepto…”
Inequívocamente, la multitud interpreta que ha dicho que sí. Crece el mar de pañuelos agitados al aire. Anochece en Buenos Aires, en ese momento llega la continuidad del párrafo interrumpido, ahogado entre tanto clamor militante….
“No, no, compañeros”, ruega Evita, como ensayo de una rectificación… “Yo acepto las palabras del compañero Espejo y mañana a las 12 del día…” El público vuelve a interrumpirla… No quiere escucharla.
“Yo pido unas horas, si mañana…”, intenta seguir Eva micrófono en mano, ya casi sin voz… “Compañeros: yo les pido una sola cosa. ¿Cuándo Evita los ha defraudado? ¿Cuándo Evita no ha hecho lo que ustedes desean? … ¿No se dan cuenta en este momento de que para una mujer como para cualquier ciudadano esto es muy trascendental? Yo pido sólo unas horas de tiempo…”
Como en el tango, el nombre de Eva ya estaba “flotando en el adiós”: sólo 11 meses la separaban de su muerte. Era la ceremonia final de una etapa dorada del justicialismo, que ya no se repetiría. ¿Lo sabía, lo negaba? Sin Evita, el peronismo extraviaría su mística y el sentimiento que ella supo darle al pensamiento político de Perón. Quizás por eso el peronismo originario, el histórico, nunca volvería a ser el mismo, más allá de las circunstancias, los contextos y las épocas. ¿Acaso aquella conjura de algunos militares que poco querían a Perón ya desde 1943 habría revivido ahora su llama antiperonista para bloquear la llegada a la vicepresidencia de una esposa de pasado arrabalero, que cuestionaban, y vocación de mando, que temían?
La jornada pasaría a la historia como la del “Renunciamiento” de Evita a integrar en carácter de vicepresidente la fórmula con Juan Perón para las elecciones del 11 de noviembre de 1951. Sin embargo, oficialmente, la CGT reconocería esa efeméride recién el 31 de agosto, cuando Evita, quebrada por la angustia y el llanto, carcomida por ese cáncer invasor tratado tardíamente, anunciaría a la noche por radio su “irrevocable y definitiva” decisión de renunciar al honor impuesto por los trabajadores, el partido y la rama femenina.
Luego de esa súplica pública de “no me hagan hacer lo que no quiero hacer”, Evita tendría otros dos actos desde el balcón de la Casa de Gobierno, y en ambos luciría acaso el júbilo mayor de su estilo. El 17 de octubre de 1951, apenas dos meses después de su paso al costado, y con signos de deterioro físico más visibles, dijo aquello de “… y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
Y el 1° de Mayo de 1952, con tono sobrecogedor, no le rehuyó a la sombras lúgubres del final inminente. Sería ése su último Día del Trabajo y el telón definitivo de sus mensajes desde el balcón de la Plaza, ocho meses después de un fallido cuartelazo contra el gobierno. Perón, con lágrimas en los ojos, debió sostenerla de la cintura por su fragilidad extrema. Sin embargo, ella sacó a pasear su coraje y sus enconos. Y bramó: “… le pido a Dios que no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, ¡porque guay de ese día! Ese día yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, ¡para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista!” Como para que no quedaran dudas de su lealtad y subordinado amor a Perón.
Esos dardos coléricos contra los apóstatas, esa entrega pasional, fueron a la vez la contracara de Eva para ofrecer afecto permanente a sus “grasitas” y “descamisados”, como llamaba a sus seguidores. Sus maneras incomodaron a muchos y demasiado. A partir de 1950, luego de su recorrida diplomática por Europa (dos meses en 1947, recibida por el Papa Pío XII y Franco) haría política con intensidad y frecuencia crecientes, no sólo se dedicaría a la ayuda social, al fomento de la solidaridad por sobre la idea de la caridad.
Quería hacer justicia, no dar limosna, según su propia justificación, incluso con una oratoria más virulenta que su jefe político, al tiempo que crecía su decisión en cuestiones de Estado.
La especulación sobre la enfermedad de Eva, de vieja data, circuló con más fuerza entonces en los cenáculos políticos y en las logias militares. Y sembró alguna sospecha en la opinión pública. No era una situación desconocida, siempre había cabalgado junto a la rotunda negativa de un sector de las Fuerzas Armadas que resistía recibir órdenes “con polleras”.
Su salud debilitada y cierto clima militar adverso condicionaban la decisión de Perón sobre la conveniencia de armar una fórmula con su mujer. Algunos trascendidos, poco convincentes, sugieren entre líneas, un tercer factor. Los presuntos celos de Perón ante el crecimiento de Evita en el consenso institucional y en las bases sociales del peronismo. Algo improbable a la luz de los hechos: Evita no hacía más que sumarle votos a Perón. Cierto es que, del otro lado de las urnas, también le significaba sentimientos hostiles y rencores crecientes.
La hipótesis de su cáncer como motivo del rechazo a la candidatura parece perder gravitación ante el hecho de que Perón volviera a elegir a Hortensio Quijano, radical Junta Renovadora, vicepresidente de su primer gobierno, quien estaba aún más enfermo que Eva. De hecho, murió el 3 de abril de 1952, dos meses antes de la asunción y casi 4 meses antes de la partida de Eva. Sin Quijano ni su mujer en la fórmula, Perón arrasaría con casi el 62% de los votos, y una indiscutible adhesión femenina…
Es cierto, sin embargo, que ella tenía una salud quebrada a causa de su anemia crónica. A comienzos de 1949 las relaciones sexuales de Perón y Evita, según citan Llorca y otros autores, debieron interrumpirse por los fuertes dolores de Eva en la zona ilíaca. El 9 de enero de 1950 sufriría una hemorragia con desmayo en un acto en la inauguración de un local del sindicato de Conductores de Taxis.
A los pocos días, sería operada en el Instituto del Diagnóstico por el cirujano y ministro de Educación Oscar Ivanissevich, de “apendicitis aguda”, según partes oficiales. Todo indica que no era cierto: allí se le habría detectado un carcinoma de cuello de útero. Al sufrir el 8 de marzo una recaída, Ivanissevich no duda. Recomienda una histerectomía, o sea la extirpación del útero, y le ruega a Evita que acepte la nueva intervención para evitar males mayores a futuro: “¡Déjese curar, señora, déjese curar”!, clama el ministro según cuentan Otelo Borroni y Roberto Vacca en “La Vida de Eva Perón”.
La respuesta fue a lo Evita: “¡Usted a mí no me toca!”, desafió a Ivanissevich ante de arrojarle un carterazo a la cara del médico y ministro, quien terminó renunciando. Perón presiente lo peor y ordena traer en secreto al prestigioso oncólogo estadounidense George Pack. Busca un milagro en el quirófano: la operación se hizo el 6 de noviembre de 1951 en el Hospital Presidente Perón de Avellaneda, que había inaugurado la propia Evita.
Pero el destino ya había jugado sus cartas: el cáncer estaba muy avanzado. Pasó por el bisturí setenta y seis días después del Renunciamiento en la 9 de Julio y cinco días antes de las elecciones presidenciales del 11 de noviembre, lo que sugiere la urgencia de la intervención. Hubo una última apuesta a la vida: fue la foto testimonial de Evita emitiendo su voto desde la cama del Hospital, demacrada y con las huellas de la enfermedad en sus ojos tristes.
Acá las fuentes son diversas y no todas coinciden. Algunos aseguran que Pack llegó, operó y se fue en menos de 48 horas. Ni siquiera fue visto por Evita, quien entró anestesiada al quirófano. Creyó que la habían operado los doctores Jorge Albertelli, su ginecólogo, y Ricardo Finochietto, reconocido cirujano. Pero de Pack habría sido el diagnóstico tan temido: cáncer de cuello de útero. Otros sostienen que no hizo sino confirmar la presunción primera del doctor Ivanissevich, de un año y 10 meses atrás, negada por la propia enferma.
Otros testimonios son igualmente concluyentes. Según el libro “Evita Íntima”, de Vera Pichel, el oncólogo argentino Abel Canónico aseguró que “a fines de agosto de 1951 (es decir apenas días después del acto en la 9 de Julio) la señora de Perón tuvo pérdidas sanguíneas vaginales que trajeron preocupación a su ambiente íntimo”.
Y que a raíz de eso “el profesor de ginecología de Córdoba, doctor Humberto Dionisi, comprobó una lesión ulcerada en el cuello uterino, razón por la cual efectuó la biopsia correspondiente. El patólogo, doctor Julio Lascano González, dio el resultado: “carcinoma endofítico”. Al parecer no se le dijo a Evita hasta tiempo después: hay certezas de que ya sabía la verdad desde unos meses antes de acompañar a Perón a la asunción de la segunda presidencia, el 4 de junio de 1952, con aquel tapado de piel que no disimulaba esa delgadez extrema que presagiaba la tragedia, sostenida con una estructura metálica que la mantenía apenas en pie.
Más allá del cáncer que derrumbó su vida a los 33 años, el renunciamiento de Evita, 70 años después, sigue rodeado de misterio, de intriga y de dudas. Juan José Sebreli, en su libro “Eva Perón, ¿aventurera o militante?” (de 1971, dedicado por el autor “A Simone de Beauvoir”) no vacila en su análisis: “La sorda lucha de la Iglesia y el Ejército contra el peronismo que terminaría con la derrota de éste en 1955, libró su primera batalla contra Evita y todo lo que ella representaba”.
Eva fue un torbellino. Una mujer inspiradora. En su breve vida conoció casi todo, a favor y en contra: el desprecio aristocrático por su condición de hija bastarda, la ordalía moralista por sus licencias de actriz abierta a los amores ligeros, la incondicional devoción por su héroe con uniforme de general, el cariño por sus “queridos grasitas”, el rango peronista de “jefa espiritual de la Nación”.
Millones la lloraron en sus funerales multitudinarios y millones vivieron la penumbra final con un júbilo apenas disimulado. No pudo ser vicepresidente y no sólo eso. Su calvario personal sobrevivió al cáncer. Profanaron su tumba, ultrajaron su cadáver embalsamado, ocultaron su cuerpo con complicidad de la Iglesia durante 14 años y luego la harían parte de un canje con el cadáver de Aramburu, el verdugo de su amado “Juan”, como ella llamaba a Perón en la intimidad.
Su vida de cuento, con trazos de hada buena o de villana aborrecida, llegó a un consagrado musical en Broadway, de bellísimas melodías y apócrifo sentido histórico. Aún en el reino del espectáculo fue una musa que iluminó voces perdurables como las de sus discursos reales; allí anda por el mundo aquello de “no llores por mí, Argentina”. Palabras que fueron y otras que no. En una poesía, José María Castiñeira de Dios, colaborador íntimo y peronista de la primera hora, puso en su boca con la licencia del poeta una frase profética: “Volveré y seré millones”, que Evita nunca dijo.
Sin embargo, la oración fue tomada por la juventud peronista combativa de los 70 para hacerla en la dictadura pintada de lucha en las paredes. Esos jóvenes acomodaron la historia a su gusto para hacer de ella el símbolo revolucionario de una “patria socialista”, que Evita en su momento aborrecía, con la idea de confrontarla con el sosiego político del último Perón. El imaginario juvenil llegó también a enarbolar aquella consigna errática de “Si Evita viviera sería montonera”. Los militantes lanzados a la lucha armada usaron su memoria para algo más, como fue mortificar a Perón por su tercer casamiento con María Estela Martínez, mediante una filípica desafiante: “No rompan más las bolas, Evita hay una sola”.
Paradojas siempre posibles en una Argentina distraída, algunos de aquellos cuadros juveniles integran ahora los elencos del poder, merodean sus pasillos o son tributarios del relato. Quizá nunca imaginaron que de todas las consignas setentistas había una que sobrepasaría los tiempos, como una profecía autocumplida, hoy a la medida de quien fuere: “No rompan más las bolas, Evita hay una sola”.
Fuente Clarin