Se puede afirmar en un sentido que el kirchnerismo recibió del macrismo una inflación desatada y a la altura del 50% anual y afirmar también, solo que en un sentido diferente, que después de una desaceleración que el año pasado colocó el índice en el no muy encomiable 36,1%, los números del Gobierno cantan ahora casi los mismos números que había hacia fines de 2019. Fracaso de punta a punta y fracaso de la nada, en realidad.
Desde el arranque mismo de la nueva era K, hubo, hay, un dato fuerte que puede explicar al menos parte de esto que pasa con la economía y con unas cuantas cosas más. Es la ausencia de un plan o de algo parecido al plan que urgía la crisis heredada o, si se prefiere su contracara, la presencia de un frente interno partido, cruzado por disputas de poder, ideas contradictorias y sin conductor: un cuadro que impide cualquier construcción más o menos ordenada.
Nada de batallas de intramuros, conocidas por unos pocos, de eso habla justamente el espectáculo que estos días y a la vista de todo el mundo protagonizan Cristina Kirchner y Alberto Fernández. La Vicepresidenta y el Presidente, puestos así, en el orden que marcan la relación de fuerzas, la propia cadena de mandos y, al fin, el orden ya definitivamente instalado que lleva a la rastra decisiones e indecisiones.
Resulta entonces pura cosecha del modo de gestión kirchnerista la estructura de precios dislocada que se fue armando durante un año y medio largo de meter parches sobre parches, de andar de tumbo en tumbo, probando remedios gastados y detrás del objetivo de conseguir algún resultado a corto plazo. Es una incógnita saber qué habría pasado en un escenario distinto, digamos relativamente normal, pero el resultado que se consiguió es el que hay y podía preverse.
Entre lo que hay acumulado desde principios de 2019, la estadística del INDEC anota una inflación del 76% y un costo de los alimentos trepado al 86%; con la carne y las verduras en 110%, la leche y los lácteos y las frutas en zona del 70%, el pan con 86% y el combo café-té-yerba en 80%.
Notable boletín de malas notas tratándose, sobre todo, de bienes esenciales y de una organización política que se pretende progresista, siempre lista para colar el discurso de los postergados aunque con las cuentas de sus jefes y subalternos revalidando pocas veces, si no escasamente, el discurso de los postergados.
Parientes directos, otro par de datos suenan igual de incómodos. Uno remacha que durante este año y medio largo de kirchnerismo el costo de la canasta básica alimentaria aumentó 86%, es decir, la que fija el umbral de la indigencia. Y el siguiente, que la canasta que marca la línea de pobreza se encareció 73%.
Cuesta encontrar ingresos que hayan crecido en esas magnitudes, incluidos sectores de los considerados relativamente bien pagos. Según CIFRA, un centro de investigaciones ligado a entidades gremiales kirchneristas, el salario real de los trabajadores privados en blanco cayó 9,7% promedio entre el segundo trimestre de 2019 y el segundo de 2021 y 19% contra el cuarto de 2017. Planteado de la manera en que corresponde, lo que venía mal siguió mal.
Vale aclarar, de paso, que cuando el Gobierno hace sonar el pregón de que este año los salarios van a ganarle a la inflación incluye tramos de aumentos que no son de este año, sino del que viene. Y, además, que se refiere a los trabajadores convencionados, que representan apenas un tercio de la fuerza laboral. Por fuera, orbita un enorme ejército con ingresos mucho más rezagados.
Limpias de polvo y paja, o sea, de bonos que no se agregan a los haberes, las jubilaciones tampoco validarán el discurso oficial, ni aún las mínimas. A septiembre la suba acumulará 36,2% y se mantendrá así hasta diciembre, cuando tocará un nuevo retoque. Estaríamos, luego, 12 puntos porcentuales debajo de la inflación del 48,2% anual que proyectan los analistas consultados por el Banco Central.
Una buena dentro del zafarrancho de los precios, si se la mira con ganas y sin profundizar demasiado, cuenta que desde que asumió la actual versión del kirchnerismo el costo domiciliario de la electricidad y el gas sólo subió 9%. Impresionantes 67 puntos menos que el índice de precios y un remedo del modelo que se exprimió a fondo en los mandatos presidenciales de Cristina Kirchner.
Primera precisión que achica el espectro: eso del 9% pasa solamente con las tarifas de la electricidad del Area Metropolitana, o sea, con las que les tocan a los clientes de Edenor y Edesur. Segunda: que la contracara de semejante bagatela se llama subsidios energéticos carísimos, que entre principios de 2020 y junio de este 2021 han montado a $ 792.700 millones, unos US$ 8.000 millones calculados al dólar oficial que van por más, al menos hasta las elecciones legislativas.
Hay una tercera derivada del mismo sistema. Refiere a un juego desigual en el que, según estudios de especialistas, los cuatro escalones inferiores de la pirámide de ingresos reciben apenas el 20% de los beneficios y el 80% restante se reparte entre los sectores medios y altos.
Sostenidas por un paquete de subsidios que en lo que va del actual período kirchnerista acumula $ 216.000 millones, equivalentes a US$ 2.160 millones, lo que sigue son las tarifas del transporte público. Aquí la suba anota 30% en un año y medio o 46 puntos menos que la inflación.
Por si se hace falta aclararlo, el billón de pesos que suman ambos segmentos del sistema sale del Estado, de los impuestos. Aunque el Gobierno los convierta en instrumentos de campaña.
Y ahora, el caso de un precio alrededor del cual baila gran parte del país, por lo que fuese, generalmente por las malas. Desde enero de 2020 la cotización del dólar oficial marca 62%, si se quiere modestos 14 puntos por debajo de la inflación. El punto es que en el medio se cruza una desarticulante brecha cambiaria del 86% contra el blue, el dólar que anda en 181 pesos y al que le temen los políticos del gobierno.
El problema o el gran problema con precios que han subido 110%, 9%, 86, 30 o 62% y que incluso han bajado 19%, como el salario real del sector privado, está justamente ahí. En una estructura desestructurada, insostenible, injusta y siempre abierta al riesgo de desatar consecuencias bajo formas imprevisibles o previsibles, pero no de las mejores.
Tenemos, pues, brechas de precios para todos los gustos y de todos los tamaños, como una del tipo general que el INDEC publica regularmente en sus estadísticas y para registrar, justamente, esa muy extendida dualidad. La de julio señala que en los últimos doce meses el encarecimiento de los bienes le ha sacado 20 puntos de ventaja a la suba de los servicios.
Está claro que el retraso de los precios respecto de los costos de producción o de generación, por ejemplo, no puede ser una política en sí misma ni prolongarse indefinidamente sin que el problema se dispare bajo algún formato. Entre ellas, algunas de las conocidas: la escasez y la calidad de los bienes y servicios involucrados en el problema o las trampas en las cantidades y los pesos.
Hacia mediados de octubre pasado, Cristina Kirchner promovió la convocatoria a un gran y variado acuerdo nacional para enfrentar el que, a su juicio, “es el más grave problema que tiene nuestro país”: el bimonetarismo. Con la brecha cambiaria rondando el 90% más que a una sentencia excesiva, el comentario sonó a intento de compartir un problema que le tocaba resolver a su gobierno.
Pasados diez meses, la brecha anda cómoda en la zona del 80%, el problema que Cristina pretendía diluir sigue igual o peor y la inflación resiste, viva y coleando por todas partes. Con una buena dosis de incertidumbre incorporada, reservas apretadas y presión cambiaria, tenemos el cóctel que explica por qué y al precio que sea el dólar es el mismo refugio de siempre. Luego, el bimonetarismo es la consecuencia de los desajustes, no la causa.
Fuente Clarin