Animan estas líneas la permanente confrontación que se advierte entre lo establecido…
Por Roberto Pòrcel
Animan estas líneas la permanente confrontación que se advierte entre lo establecido por nuestra Carta Magna y la conducta de Alberto Fernández, Presidente de la Nación.
Alberto Fernández, OlivosGate, Cristina Kirchner, Fabiola Yáñez, Corrupción, Encuestas Frente de Todos Legislativas 2021Desde que asumió como jefe de Estado, Alberto Angel Fernández se comporta como si se autopercibiera amo y señor de la vida de los argentinos. Es frecuente escuchar sus gritos vociferando cosas como las que siguen: ‘Si lo entienden por las buenas, me encanta; si no, me han dado el poder para que lo entiendan por las malas’, o: ‘Hay miserables que especulan con la vida de la gente (…) y aumentan precios indiscriminadamente, por lo cual les advierto que, si no lo entienden por las buenas, lo van a entender por las malas’.
En la perspectiva de este funcionario, las cosas siempre suelen ser ‘Por las buenas, o por las malas’. A excepción, claro está, de que quien no entienda o viole lo que él mismo decreta, sean él o su pareja Fabiola Yáñez. Con idéntica sensibilidad, también etiqueta alegremente a quienes le otorgaron ese ‘poder’ como ‘idiotas’, ‘estúpidos’ e incluso como ‘miserables’.
En apariencia, Fernández entiende que el voto le otorga poder para insultar a los ciudadanos argentinos que lo sentaron en el sillón de Rivadavia. Desde luego, algo no muy propio de quien con frecuencia se autoreferencia como ‘profesor’ de derecho. Párrafo aparte amerita la calificación de ‘personas muy peligrosas’, compartida en su momento para calificar a quienes violaren el confinamiento decretado por la Administración. Puesto en limpio, hoy queda expuesto que el propio jefe de Estado se autodefinió, a la sazón, como un individuo peligroso, tanto para él como para terceros. En rigor, un ciudadano de alta peligrosidad y por partida doble, en cuanto se considere que Fernández quebrantó el encierro por él defendido.
Alberto Fernández, Por las Buenas O Por Las MalasResulta por demás obvio que no puede tolerarse a un mandatario que insulta a sus mandantes. En igual sintonía, resulta harto elocuente que el otorgar un poder no convierte al depositario del mismo en dueño de sus poderdantes. Con justicia, el Presidente no ha comprendido el genuino rol de la función que le compete. Más grave todavía, esa definición de sí mismo como individuo peligroso le resta una de las cualidades básicas que ha de caracterizar a quien se proponga ocupar la Presidencia de la Nación: la idoneidad.
Es clara la Constitución Nacional cuando, en su Artículo 16, exige como única condición para cualquier empleo, la idoneidad. A propósito de sus considerandos, se señala allí que ‘la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas’.
Es decir que, a diferencia de lo que se esfuerza en creer el Presidente Fernández, ni él ni su pareja tienen prerrogativas de sangre, careciendo asimismo de fueros especiales que les otorguen un derecho superior al del resto de los argentinos. El voto popular no otorga prerrogativas ni fueros, sólo derechos y obligaciones comunes a todos y a cualquier presidente. En tal virtud, no puede inferir Alberto Fernández que quien violare la cuarentena es exhibe como un individuo peligroso, a excepción de que los individuos de riesgo sean él mismo, sus parientes más cercanos, su pareja o sus amigos.
Acto seguido, el Artículo 19 de la Constitución de la Nación Argentina establece: ‘Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe’. En el caso del Presidente y de su pareja, las comentadas acciones de ambos en la residencia de Olivos constituyeron ‘acciones privadas’ que ofendieron el orden y la moral pública, motivo por el cual difícilmente podrán calificarse cuales meros ‘errores’, como pretende el gobierno. Antes, bien; tales acciones habrán de ser objeto de investigación judicial, y habrán de ser reprendidas con la mayor severidad posible -en ineludible atención a la gravedad institucional que les es propia.
En simultáneo, será lícito preguntarse si le cabe al Presidente la aplicación del Artículo 239 del Código Penal, que tipifica: ‘Será reprimido con prisión de quince días a un año, el que resistiere o desobedeciere a un funcionario público en el ejercicio legítimo de sus funciones o a la persona que le prestare asistencia a requerimiento de aquél o en virtud de una obligación legal’. En el caso de su pareja, ha quedado expuesto que podría caberle el tipo penal, en razón de haber desobedecido las disposiciones del Presidente en el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, en el caso de Fernandez -quien en la práctica se desobedeció a sí mismo-, ello devendría en una rareza.
En el caso de Alberto Angel Fernández, acaso corresponderá se aplique la figura del abuso de autoridad, inconducta referida con precisión en el Artículo 248 del Código Penal Argentino: ‘Será reprimido con prisión de un mes a dos años e inhabilitación especial por doble tiempo, el funcionario público que dictare resoluciones u órdenes contrarias a las constituciones o leyes nacionales o provinciales o ejecutare las órdenes o resoluciones de esta clase existentes o no ejecutare las leyes cuyo cumplimiento le incumbiere’.
En cualesquiera de los casos, es obvio que el país padece hoy las consecuencias de un proscenio sui generis, al atenderse al hecho de que, una vez más, los responsables de gobernar han hecho a un lado la letra de la Constitución. La misma, en su Artículo 29, enseña: ‘El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria’. Convendrá el lector que el Presidente Fernández se arrogó la totalidad de las facultades existentes a lo largo de estos casi dos años pasados, y que el Honorable Congreso de la Nación así se lo permitió.
Nuestras vidas, nuestro honor y nuestras fortunas han quedado a merced de la voluntad de Alberto Angel Fernández. Fue él -y no otro- quien decidió que la pobreza se amplificara exponencialmente en la Argentina. Fue el quien decidió -con contundente discrecionalidad- que las vacunas de origen estadounidense no ingresaran a nuestro territorio. Fue el quien ordenó la clausura de escuelas, colegios y universidades. Fue Fernández quien sancionó la prohibición para ingresar y egresar de las fronteras nacionales. Fue Fernández quien ordenó se impidiera por completo la libre circulación en la República Argentina. Ha sido él quien ordenó la prohibición de trabajar. Fue Alberto Angel Fernández quien definió, en soledad, que nuestros mayores debieran transcurrir sus últimos días en la más completa y destructiva soledad. Fue Alberto Angel Fernández quien prohibió que millones de ciudadanos argentinos acompañaran a sus enfermos, acaso para brindarles sosiego y unas últimas palabras de aliento. Fue -atiéndase a la gravedad de todo ello- Alberto Fernández quien impidió que tantos compatriotas despidieran a sus muertos. Fue Fernández quien decidió gobernar por Decreto de Necesidad y Urgencia, cuando el Congreso se encontraba formalmente en funciones. Y también fue Alberto Angel Fernández quien no se cansó de reiterar su latiguillo: ‘Me han dado el poder para hacerles cumplir lo que decido por las buenas o por las malas…’.
El Congreso de la Nación Argentina, pese a la expresa prohibición que establece la Constitución, así se lo concedió. Y, de esta manera, arribamos a la colección de actos grotescos que ahora salen a la luz; eventos en donde el Señor Presidente refrenda, ya sin tapujos, su convencimiento al respecto de que los argentinos le pertenecemos, habida cuenta de que ni él, ni su pareja, ni su familia, ni sus amigos se ven alcanzados por las disposiciones de sus DNUs. ¿Cómo no recordar los considerandos del Artículo 227 del ya citado Código Penal? Su texto versa: ‘Serán reprimidos con las penas establecidas en el Artículo 215 para los traidores a la patria, los miembros del Congreso que concedieren al Poder Ejecutivo Nacional y los miembros de las legislaturas provinciales que concedieren a los Gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, la suma del poder público o sumisiones o supremacías, por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de algún gobierno o de alguna persona (Artículo 29 de la Constitución Nacional)’.
A través de varios Decretos, el Presidente suspendió la totalidad de los derechos amparados en nuestra Carta Magna -incluso los más básicos y fundamentales. Y será necesario recordarlo una y otra vez: lo hizo, sin que el Congreso declarase el estado de sitio, como en todo caso debió haber sucedido, nuevamente, en conformidad con la letra de la Constitución. Sin embargo, Alberto Fernández en persona decidió que eso no era preciso. Diría entonces: ‘No hace falta el estado de sitio hoy por hoy. Cada uno tiene que hacer su parte: si las policías provinciales hacen lo que corresponde, si las fuerzas federales hacen lo que corresponde y si la justicia actúa como corresponde, no hace falta un estado de sitio. Todo el sistema judicial está funcionando correctamente. Si se llegara a eso (al Estado de sitio), hablaría muy mal de la sociedad argentina’.
Lo cual significa que Alberto Angel Fernández se decidió a imponer sus propias reglas, al margen del texto de la Carta Magna. Fernández se arrogó, lisa y llanamente, el derecho a decidir qué norma correspondía aplicarse, y cuál descartar; quién debía cumplir con qué, y quién podía hacer caso omiso de lo ordenado. Subráyese, hasta el cansancio: numerosos miembros del Congreso de la Nación así se lo permitieron.
El sólo argumento de buscar deslindar su responsabilidad penal tras haber quebrantado el confinamiento, declamando que ‘no hubo contagiados’ tras la fiesta, es la demostración más cabal y contundente del distanciamiento que existe entre el Presidente y la Constitución, entre el gobierno y la sociedad.
Con toda probabilidad, dentro de unas pocas semanas, las urnas hablarán, haciéndole sentir a Fernández -no por las buenas ni por las malas, sino a través del sufragio- su manifiesta falta de idoneidad.