Mientras los comandantes talibanes cambian sus armas por las riendas del poder, unos 38 millones de afganos no pueden hacer más que contener la respiración y esperar a ver cómo gobernarán sus últimos conquistadores.
Esa incertidumbre, también palpable en las capitales extranjeras, desde Washington a Pekín, se ve agravada por la profunda contradicción entre el historial de extremismo y brutalidad del grupo durante su anterior reinado, de 1996 a 2001, y sus promesas de moderación en la actualidad.
Los insurgentes que toman el poder tienden a ser autoritarios pero pragmáticos. Foto Jim Huylebroek/The New York Times.
La historia puede ofrecer algunas pistas.
Los talibanes son, dependiendo de cómo se cuente, algo así como el sexto o séptimo grupo rebelde que toma el control de un país en la era moderna.
Y aunque no hay dos exactamente iguales, han surgido ciertos patrones en la forma de gobernar de los rebeldes.
Algunos aprenden a gobernar con eficacia, incluso a modernizarse, mientras que otros se hunden en el caos o en una nueva guerra.
Algunos se vuelven más crueles en el poder, arremetiendo contra sus súbditos con miedo e inseguridad.
Otros se moderan, aunque sobre todo en busca de legitimidad y ayuda exterior.
Pero todos parecen compartir algunos rasgos:
Un autoritarismo fuertemente burocrático, aunque a veces se permita cierto grado de apertura política.
Un enfoque centrado en controlar o coaccionar a los elementos de la sociedad que se consideran vinculados al viejo orden, a veces mediante una violencia asombrosa.
Y una búsqueda de apoyo y reconocimiento en el extranjero, mientras se esfuerzan por superar el status de paria que suele recibir a los militantes que se abren paso a tiros hasta el poder.
Estos hábitos tienen un objetivo común: consolidar la autoridad.
Es casi siempre la principal preocupación de los gobernantes rebeldes, que suelen entender que tomar un edificio gubernamental no es lo mismo que convertirse en gobierno.
Ese proceso, que dura años, según ha escrito el experto en guerras civiles Terrence Lyons, está determinado tanto por la necesidad de los vencedores de “legitimidad y consolidación del poder en la posguerra” como por “la naturaleza de los grupos insurgentes victoriosos”:
endurecidos, disciplinados e ideológicos.
Gobierno rebelde
Los insurgentes que toman el poder tienden a convertirse rápidamente en un tipo de gobierno muy específico:
el autoritarismo basado en el partido.
Pensemos en el Partido Comunista de China, una rebelión que tomó el poder en 1949.
Está fuertemente unificado, con rígidas jerarquías internas y una práctica en la organización burocrática, pero con poca tolerancia a la disidencia.
Los rebeldes eligen este modelo por la sencilla razón de que es como ya están organizados.
“Un grupo rebelde de éxito es simultáneamente un partido político, una organización militar y una empresa”, escribió Lyons en un estudio sobre cómo gobiernan los rebeldes.
En el poder, la disciplina y la cohesión de los grupos rebeldes suelen hacer que sus gobiernos sean más estables y pragmáticos que otros tipos de autoritarismo, e incluso más duraderos.
Tienden a expresar “ambivalencia, si no hostilidad, hacia la democracia”, según Lyons, incluso cuando afirman representar la liberación popular.
Y su experiencia en las competiciones de suma cero de la guerra puede llevarles a ver la competencia en tiempos de paz -elecciones, protestas, disidencia- como una amenaza.
Tras tomar el poder en China, Mao Zedong invitó a intelectuales, periodistas y otros a criticar al nuevo gobierno.
Pero, aparentemente sorprendido, encarceló o mató a muchos de los que aceptaron su oferta.
Sin embargo, aunque la capacidad de violencia de los gobiernos rebeldes puede ser enorme, los años de esconderse en aldeas y puertos de montaña los hace muy conscientes del valor de cultivar el apoyo popular.
Muchos continúan con esta práctica en el poder, especialmente los que representan a un grupo étnico o religioso concreto, como los talibanes, y pueden desear que los demás estén tranquilos.
Los rebeldes que tomaron Uganda en 1986 ofrecieron una amnistía a los partidarios del antiguo orden.
Los militantes etíopes que tomaron el poder en 1991 organizaron “comités de paz y estabilidad” en todo el país, en un intento de demostrar que pretendían representar a todos.
En 1994, cuando las milicias de etnia tutsi tomaron el control de Ruanda en medio de un genocidio de sus parientes, prometieron la reconciliación y un gobierno de unidad panétnica.
Los tres celebraron elecciones, aunque en su mayoría fueron un espectáculo, y permitieron cierto grado de libertad política, dentro de unos límites muy controlados.
Pero no nos equivoquemos: los insurgentes, por regla general, se aferran a sus cargos con el férreo control de un autoritario, vigilantes y quizás paranoicos ante la posibilidad de perder el poder que tanto les costó conseguir.
Purgas y éxodo masivo
Los gobiernos rebeldes tienden a organizar gran parte de sus primeros años de gobierno en torno al miedo a ser rechazados por el público, socavados por los restos del gobierno anterior, o incluso enfrentados a una rebelión propia.
Como respuesta, a menudo intentan controlar, coaccionar e incluso purgar violentamente a clases sociales enteras consideradas afines al antiguo orden, que pueden seguir dominando la cultura, la economía y la burocracia gubernamental.
Uno de los primeros actos de Mao fue la purga de los terratenientes rurales, un grupo económicamente poderoso considerado de derechas.
Sus fuerzas acorralaron a miles de personas y animaron a los aldeanos locales a eliminar a los que quedaban.
Muchos fueron enviados a campos de trabajos forzados o golpeados hasta la muerte en el acto.
Mao estimó el número de muertos en 2 millones, aunque algunos historiadores sitúan la cifra en 200.000.
La violencia de la campaña de Mao es inusual, pero la escala no lo es.
Al tomar el poder en 1959, los revolucionarios cubanos dejaron claro que veían a las clases media y alta, que habían apoyado en gran medida al antiguo gobierno, como enemigos.
Unas 250.000 personas huyeron.
Su éxodo alteró permanentemente la sociedad cubana.
Los talibanes han dicho que desean evitar esto en Afganistán, advirtiendo de una “fuga de cerebros” si su clase media educada huye.
El grupo no se interpuso en la evacuación de decenas de miles de personas en las últimas dos semanas, pero ha dicho que desea trabajar con los que se quedan.
Desde los extremos de la Guerra Fría, cuando los insurgentes se ganaban fácilmente la bendición de las superpotencias para cometer asesinatos en masa, los rebeldes han aprendido a satisfacer las expectativas de la comunidad internacional.
Uganda ha hecho una demostración de moderación e inclusión que, aunque superficial, ha evitado los peores temores de la recriminación de posguerra.
Búsqueda de reconocimiento
La búsqueda de legitimidad, para persuadir a los súbditos en el país y a los gobiernos en el extranjero de que traten a los insurgentes como un gobierno legítimo, suele implicar la búsqueda del reconocimiento público de los líderes sociales y religiosos, incluso de los perdedores de la guerra.
Los relatos sobre el avance de los talibanes hacia Kabul han incluido escenas de este tipo:
líderes locales u hombres fuertes saludando al grupo en una muestra de aceptación.
Pero gran parte de la atención de los rebeldes suele estar en el extranjero.
El reconocimiento de las potencias extranjeras puede aportar legitimidad y ayuda -esencial para la reconstrucción tras una guerra civil- y alejar la amenaza del aislamiento.
Los líderes rebeldes ruandeses y ugandeses se sentaron con diplomáticos occidentales incluso cuando sus fuerzas seguían luchando por el control, prometiendo hacer lo que se les dijera.
El acercamiento diplomático de los talibanes ha sido casi obsequioso, elogiando incluso a gobiernos hostiles desde hace tiempo, como el de la India.
Para el grupo que albergó a Al Qaeda, es poco probable que la aceptación internacional sea fácil.
Otros se han enfrentado a recepciones más frías.
El gobierno de Mao tardó 22 años en conseguir el reconocimiento de las Naciones Unidas y varios más en ganarse a Estados Unidos.
El episodio es instructivo.
Aunque Mao dirigía una potencia mundial, las debilidades inherentes al gobierno rebelde crearon una necesidad de reconocimiento lo suficientemente profunda como para alterar radicalmente su política exterior para conseguirlo.
Denostados internacionalmente y enfrentados a una crisis económica potencialmente devastadora, la necesidad de los talibanes puede ser aún mayor.
Barnett R. Rubin, estudioso de Afganistán, escribió esta primavera que la “búsqueda del grupo por el reconocimiento y la eventual elegibilidad para la ayuda proporciona parte de la más importante influencia que otros actores tienen sobre ellos”.
Sin embargo, el gobierno de China sólo cambió en la medida en que el mundo lo exigió.
Cuando el presidente Richard Nixon aterrizó en Pekín en 1972, sus anfitriones estaban supervisando una de las purgas políticas más largas de la historia moderna.
Las inclinaciones y hábitos de sus orígenes rebeldes seguían vigentes.
c.2021 The New York Times Company
Fuente Clarin