William Rodríguez agacha la cabeza cuando ingresa al espacio gris, frío, en el sur de Manhattan, ese punto preciso del planeta que se tiñó de horror en la mañana soleada del 11 de septiembre de 2001, hace 20 años. Está agobiado, sus ojos asoman húmedos, se sobresalta con la sirena de una ambulancia que pasa por allí.
“Todavía siento que los espíritus de los que murieron aquel día están tratando de salir del fondo de los escombros”, murmura este hombre de 60 años, al que todavía esa sensación le provoca escalofríos.
Y se entiende: él mismo estuvo allí enterrado por más de tres horas bajo las ruinas de las Torres Gemelas, aguantando la respiración entre un agobiante polvo de espanto, pensando en su mamá, en su novia, en su perra, mientras el mundo veía por televisión a esos dos gigantes que habían colapsado luego de ser embestidos por dos aviones, en el peor atentado terrorista de la historia de los EE.UU.
William Rodríguez, con chaleco naranja, el día de la tragedia.
Se cree que William es la última persona que salió viva de las Torres Gemelas, un instante antes de que los edificios se desmoronaran y sepultaran a cerca de 3.000 personas.
Pero su historia no es solo la del último sobreviviente.
William, que era el encargado de limpiar los 110 pisos de escaleras de una de las torres, rescató personalmente a más de 15 personas y ayudó a salir a cientos que habían quedado atrapadas. Lo hizo con una llave maestra que abría todas las puertas del edificio, ese pequeño trozo de metal que hoy, 20 años después, acuna en sus manos como su máximo tesoro. La de William, que guió a los bomberos entre el humo y las llamas por decenas de pisos antes de terminar enterrado vivo, es también la historia de un héroe.
Este hombre alto, fornido, de cejas gruesas, cabello tupido y algo cano, nació en Puerto Rico y de pequeño descubrió que su gran pasión era ser mago. “Mi sueño era emigrar y llevar mi magia a todo el mundo”, cuenta en una extensa entrevista exclusiva con Clarín desde New Jersey, donde hoy vive, y en el Ground Zero de Manhattan, el lugar del atentado hoy convertido en memorial.
Con la idea de triunfar con la varita mágica, a los 20 años llegó a Nueva York y comenzó a buscar empleo. “Vi las Torres Gemelas y dije: quiero trabajar ahí”, relata, porque había visto a un famoso equilibrista cruzar caminando por un cable entre la Torre Norte y Sur.
Consiguió el empleo en el área de limpieza y al tiempo le asignaron un trabajo casi sobrehumano: trapear todos los días, solo, los 110 pisos de escaleras. Con el paso de los años, esas escaleras se convirtieron en su segundo hogar.
El día del infierno El 11 de septiembre de 2001 era una mañana soleada, tan bella que William quiso quedarse un rato más en su casa y llegó media hora tarde a trabajar, a las 8.30. Por esta demora no fue directamente al piso 110, donde solía desayunar en el restaurante Windows of the World –donde impactó el primer avión– con sus compañeros. Tenía 40 años y hacía 20 que trabajaba en el lugar.
Zona Cero. William en el Memorial que recuerda a las víctimas del atentado. Foto: Adriana Groisman
Apurado, fue entonces a la oficina del primer subsuelo de la Torre Norte para marcar tarjeta. Allí se encontró con su supervisor y 15 empleados que ese día comenzaban a trabajar. Eran las 8.46 de la mañana cuando el terror comenzó. “Estamos hablando y se oye ¡!PAMM!!! Era una explosión bien fuerte que nos levantó a todos en el aire. El piso comienza a temblar, las paredes se rompen, el techo se derrumba encima de nosotros, los rociadores contra incendios comienzan a tirar agua. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo”.
“De pronto –sigue William– en el pasillo veo un hombre que gritaba: ‘¡Explosión, explosión’, con las manos extendidas, temblando. “Tenía lo que parecía ser tela cubriéndole la punta de los dedos. Cuando comenzó a acercarse, ¡ay, Dios mío!, empezó a llorar y yo veo que lo que tenía colgando de las manos era su piel. Se le había arrancado toda la piel de debajo de las axilas hasta los dedos y estaba supurando sangre. Lo miro a los ojos y había pedazos de cara que le colgaban”.
Todos estaban paralizados del horror. William atinó a ponerse en la espalda al herido y dijo: “¡Síganme que yo conozco muy bien el edificio y sé por dónde salir!”. Así comenzó a conducir al grupo por una rampa de descargas que tenía una salida a una cuadra del lugar.
Cuando salieron y estaban a salvo, William escuchó por primera vez lo que estaba pasando: ¡Un avión impactó en la torre! “Toda la gente en la calle estaba mirando hacia arriba con la boca abierta. Yo también miro y veo el agujero por donde entró el avión. Veo el fuego en los últimos pisos. Veo escombros cayendo, pero después me entero de que era la gente que se estaba tirando”, relata.
En esos instantes que son decisivos en la vida, William pensó en sus compañeros con los que debía estar desayunando en el último piso y bramó: “¡Tengo que volver, mis amigos están atrapados!”. Su supervisor le decía que estaba loco, que no regresara al edificio. Pero el hombre que conocía como nadie las entrañas del World Trade Center, volvió al subsuelo por la misma rampa por la que se había salvado.
William corrió hacia una oficina de emergencias en la Torre Sur y en el camino se encontró con una mujer de seguridad que no quería escapar. “Soy nueva, no quiero que me despidan”, imploraba. El la sacó a la calle por la fuerza y volvió a entrar al edificio.
Credencial. Foto: Adriana Groisman
Allí se encontró con dos personas que estaban atrapadas en un ascensor que se llenaba de agua por los extintores de incendios. Gritaban y lloraban porque la muerte era inminente. Los rescató forzando la puerta con un caño.
William salía, pero volvía a entrar al edificio. “Para mí hubo una disociación automática de personalidad. Yo dejé de pensar en mí. Mis amigos se habían convertido en el motor que yo necesitaba para ir adelante”.
Un policía del lugar recordó que el hombre de la limpieza tenía una de las 5 llaves maestras que abrían las puertas de las escaleras y de las oficinas. Los otros cuatro portadores habían escapado. La llave de William era crucial porque -por el sistema antiincendios de los rascacielos- las puertas se trababan por tres pisos consecutivos. Y, en medio del horror, la gente no podía escapar ni los bomberos podían subir a rescatarlos.
“Cuando escucharon que tenía la llave maestra, los rescatistas vinieron conmigo. Me siguieron por la escalera y comencé a abrir las puertas y sacar gente”, cuenta.
William baja la voz cuando relata esos momentos que jamás olvidará. “Los pasillos estaban llenos de humo, olían a cartón mojado, se escuchaban sirenas, gritos. Vi a la gente que tenía vidrios incrustados en la cara, zapatos tirados, escuché gritos de personas que estaban atascadas quemándose dentro de los ascensores y los bomberos que me decían que no se podía hacer nada. Me desgarraba el alma. Pero intenté seguir adelante para seguir sacando gente”.
En algún momento del recorrido el otro avión secuestrado chocaba la Torre Sur.
Pero en la Torre Norte, la travesía de rescate continuaba escaleras arriba y William y los bomberos ya habían alcanzado el piso 27, donde sacaron en camilla a un hombre asmático que estaba en silla de ruedas.
William Rodríguez durante la entrevista con Paula Lugones, en el memorial. Foto: Adriana Groisman
En ese piso advirtió que los teléfonos aún funcionaban y le sobrevino como un destello urgente en su mente: Tenía que llamar a su mamá en Puerto Rico. “Le dije que estaba bien, que estaba en la Torre. Me rogó que saliera inmediatamente de allí. Y yo le dije que sí, pero le mentí”.
El ascenso por las escaleras seguía. Llegó hasta el piso 33 y vio a una señora rubia, con traje rojo, paralizada de miedo. “Me dijo que era nueva y que no sabía qué hacer. La levanté y la llevé a la escalera”.
William llegó hasta el piso 39 abriendo puertas y ayudando a salir a la gente. Ahí sintió una explosión enorme (supone que debe ser el derrumbe de la Torre Sur) y por radio le avisaron con tono dramático que los pisos superiores de la Torre Norte estaban colapsando. A pesar de que quería seguir subiendo, lo obligaron a bajar.
Al salir, el panorama era devastador. William se quiebra por primera vez. “¡Dios mío, he visto lo más horrible en mi vida!”, solloza. Por un momento se queda en silencio. “He visto los cuerpos de las personas que se tiraron, irreconocibles, el impacto era tan grande que era como que explotaban, solo se podía reconocer sangre, pelo. Empiezo a llorar y cuando bajo la mirada veo algo que me termina de matar en ese momento: la única persona que puedo reconocer es la señora del piso 33, vestida de rojo, que ayudé a escapar. Estaba partida por la mitad, quizás por un vidrio. Yo pensé que había salido y se había salvado”.
Pero la película del horror aún no había terminado. Cuando enfrentaba en la salida ese paisaje desgarrador, los bomberos le gritan que corra, que el edificio estaba colapsando. “Veo hacia arriba y veo que la torre se derrumbaba piso por piso. ‘Esto me va a matar’, pensé. Lo único que veo es un camión de bomberos estacionado frente al edificio y me tiré abajo. La torre empezaba a derrumbarse encima de mí”.
El camión iba quedando enterrado bajo los escombros, William estaba consciente y lo primero que pensó es en su mamá: “Dios mío, que mi madre no me vea en pedazos”. También pensaba en su novia colombiana y en su perrita Buffy. Apenas podía respirar por el polvo.
Pero la magia lo salvó. Un mago que había sido su maestro le había enseñado algunos trucos para administrar el oxígeno y lentificar el ritmo del corazón para sobrevivir en una pequeña burbuja de aire.
“Bajé el biorritmo de todo mi sistema, concentrándome. Me puse la camiseta arriba de la cara para filtrar el polvo y esperé una muerte muy lenta. Yo administraba el oxígeno, pero sentía que se me estaban reventando los pulmones”. Estuvo más de 3 horas bajo la autobomba hasta que escuchó el milagro de la voz de un bombero . Cuando lo rescataron, apenas tenía una herida en la rodilla y le suministraron algo de oxígeno para que se reanimara. Pero, como un mantra, él quería volver para rescatar a sus amigos. Entonces se puso un chaleco amarillo de los rescatistas y regresó a buscar más sobrevivientes .
William cuenta que debajo de un camión vio unas botas de bombero, que tiró de ellas y se quedó con una pierna en la mano. El bombero estaba aún vivo y entre varias personas lo sacaron de allí. Pese al esfuerzo, murió instantes después.
Al final de ese día fatal, William llegó a su departamento en New Jersey y se metió en la ducha: “Veo que desde mi cuerpo salía todo negro, negro. Todo sucio. Me tiré a llorar en la bañadera. Cuando salgo veo en la TV las imágenes del avión impactando en la Torre Sur. Me desplomé”.
Veinte años después, William aún se pregunta por qué salió con vida de ese infierno. “Creo que Dios me eligió para darme una segunda oportunidad. Mi llave se convirtió en la llave de la esperanza y hubo motivación, disposición y entusiasmo por hacer grandes cosas en momentos de adversidad. Yo creo que fue eso lo que me mantuvo vivo”.
¿Lo volvería a hacer? “Sí, con el mismo ímpetu y el mismo deseo, sabiendo incluso que puedo morir mañana. Tengo una hija, un hijo y yo lo hago. Lo hago igual. Vuelvo a entrar una y otra vez. Yo no me salgo”.
Fatiga crónica, asma y pesadillas, así es la vida después del horror
Limpiaba 110 pisos de escaleras por día y hoy apenas puede subir algunas sin agitarse. Después de lo que vivió en el atentado del 11 de septiembre de 2001, William Rodríguez se enfermó de asma por aquel humo tóxico que se enterró en sus pulmones y también sufre el síndrome de fatiga crónica, por el que a veces suele pasar dos o tres días sin dormir. El temor al cáncer –una enfermedad que han desarrollado muchos de los que estuvieron en el Ground Zero– siempre está al acecho.
Por mucho tiempo no pudo subir a un ascensor porque su mente escuchaba gritos desgarradores. Aún hoy el olor a cartón mojado le recuerda el infierno de llamas y alfombras quemadas que sentía cuando subía los pisos de la Torre Norte con los bomberos detrás. Veinte años después de aquel día del horror aún sufre pesadillas, aunque asegura que tiene la conciencia tranquila porque pudo ayudar a rescatar a algunas personas. Eso lo alivia un poco, apenas.
“Lo que más me duele fue no haber llegado donde estaban mis amigos”, cuenta a Clarín.
Tiempo después del atentado, William se reunió con algunas de las personas que rescató. Visitó en el hospital a Felipe David, el primer hombre que vio con casi todo su cuerpo en carne viva. Y luego se encontró con Salvatore Giambanco, uno de los que estaba atrapado en el ascensor. Se abrazaron largamente.
William pudo reconvertir su dolor ayudando a víctimas del atentado. Fundó el Grupo de Víctimas Hispanas del World Trade Center y promovió leyes de resarcimiento económico en la legislatura de Nueva York -pudo codearse con personalidades como Hillary Clinton- y contribuyó a la aprobación de becas de estudios y otro de perdón de impuestos para víctimas de actos terroristas.
Mientras tanto, él mismo no había recibido ningún tipo de subsidio o indemnización como sobreviviente ni tenía trabajo. Gastó en ese lapso todos sus ahorros y, cuando pidió ayuda, William afirma que tanto el Estado como las organizaciones de caridad le cerraron la puerta.
Cuatro años después del atentado, su vida volvió a sufrir un mazazo: ya no pudo pagar el alquiler, fue desalojado y terminó viviendo un mes y medio en su auto, debajo de un puente en New Jersey.
Emocionado. William fue olvidado después de haber sido considerado un héroe. Durmió debajo de un puente y fue rescatado por un periodista. Foto: Adriana Groisman
Precisamente en ese lugar, el Pulasky Skyway, William relata esas horas de angustia y depresión. Señala el sitio donde estacionaba su vehículo todas las noches y cuenta, entre cierta bronca y desazón: “Yo era la imagen que se utilizaba para todas las campañas de recaudación. Después de haber ayudado a juntar 122 millones de dólares para las víctimas no tomé ningún centavo y terminé como un indigente. Iba a los baños públicos a bañarme”.
Cuenta que fueron épocas duras. Pero un periodista lo reconoció y su historia salió en un programa de televisión con el título “De héroe nacional a Cero”. Luego, las autoridades lo ayudaron a alquilar una vivienda.
Meses después, William se dio cuenta de que podía comunicar su experiencia para que sirviera como mensaje de superación. Y la vida del mago devenido en barrendero y héroe dio otra voltereta. Comenzó a dar conferencias sobre el 11-S y ha viajado por el mundo disertando sobre la idea de vencer la adversidad. William recibió reconocimientos como el Premio Nacional del Orgullo Hispano, Héroe Nacional por el Senado de Puerto Rico y Bombero honorario en varios países.
Hoy vive en North Bergen, New Jersey, está casado con una periodista y tiene dos hijos: William (Willy), de 13 años, y Myellie, de 11.
La casa de William, un museo en carne viva
La casa de William Rodríguez, en North Bergen –una ciudad de clase media de New Jersey, frente a Manhattan– se ha convertido en un pequeño museo. El anfitrión invita a descender a un pequeño subsuelo donde atesora todos los objetos que lo aferran a aquel día de terror, hace 20 años.
“Son mis recuerdos más tristes porque significan todo lo que perdí el 11 de septiembre”, cuenta a esta corresponsal. “Son la memoria de un dolor, la memoria de una desgracia”.
Al descender llama inmediatamente la atención un cuadro en la pared que enmarca un chaleco amarillo con cintas refractarias que dice “Seguridad” y las siglas del Departamento de Bomberos de Nueva York. Se lo dieron porque su camisa se había desgarrado cuando estuvo bajo los escombros y es lo que le permitió moverse luego libremente entre las ruinas del Ground Zero.
De a poco, William va trayendo esas pequeñas piezas y las coloca sobre una mesa. Se emociona, se entristece. Cada una tiene una historia que lo traslada a esos momentos, a esas imágenes que lo perseguirán de por vida.
Primero muestra lo más valioso que tiene en su casa. Es el pequeño pedazo de metal con el que pudo salvar la vida de más de cien personas: la llave maestra con la que abrió puertas y oficinas de decenas de pisos en la Torre Norte y permitió salvar más de cien vidas.
La llave maestra. Foto: Adriana Groisman
William cuenta que pudo obtener esa llave porque años antes del 2001 se había resbalado y caído por las escaleras y, como las puertas estaban cerradas cada tres pisos por un protocolo anti-incendios, estuvo gritando por varias horas sin poder moverse y ni ser escuchado. Entonces inició una demanda laboral para pedir que le dieran una llave para abrir todas las puertas y una radio para poder pedir ayuda en caso de emergencia.
Ganó el juicio y, cómo él había trabajado por varios años en una oficina que el gobernador neoyorquino Mario Cuomo tenía en el edificio, le dieron la llave maestra porque ya le habían hecho los chequeos de seguridad para portar algo tan sensible.
William levanta luego un tupido manojo de llaves y cuenta que también lo llevaba encima ese día. La mayoría tiene grabada la leyenda: “World Trade Center, no duplicar”. Hay de todas las formas y tamaños. “Me llamaban The Key Master (El maestro de la llave). Yo tenía una para todo, además de la maestra”, cuenta y entre los metales asoma una chapita negra con forma de hueso con el nombre de “Buffy”, su perrita de entonces.
Muestra una credencial amarilla con su foto. Se lo ve más joven, cerca de los 40 años, el cabello renegrido y una sonrisa. “Esta es la identificación de acceso a las Torres y el OS (las dos letras mayúsculas que se destacan en el plástico) significa que yo tenía acceso total a los lugares restringidos”, explica. Le vencía el 31 de diciembre de 2003, un futuro que se desvaneció para el World Trade Center.
El chaleco que usó el día de la tragedia, en un cuadro. Foto: Adriana Groisman
Luego levanta una linterna de plástico roja. Cuenta que la usó cuando fue rescatado de entre los escombros y, tras unos primeros auxilios, decidió volver a buscar a más víctimas enterradas en las ruinas. Se la dieron los bomberos para que le facilitara la búsqueda. “Era de día, pero estaba todo oscuro por el polvo”, relata.
“Aquí está el silbato que teníamos habitualmente para situaciones de emergencia”, sigue William. “El 11 de septiembre yo lo usé en las escaleras para que la gente que no podía ver por el polvo o por el fuego supiese donde me encontraba. Y funcionó, esto fue muy efectivo”, agrega.
Luego saca a relucir un viejo estetoscopio celeste que le entregaron a los rescatistas aquel día en la Ground Zero: “Algunos me vieron en la televisión con esto y pensaban que era un enfermero o un médico, pero me lo dieron para buscar entre los escombros, para registrar si se escuchaban gritos”.
William continúa mostrando más objetos del World Trade Center: un pedazo de mármol del piso 44, la batería de la radio con la que se comunicaba, fotos de la autobomba que lo salvó de morir aplastado.
Silbato. Lo ayudó durante el caos. Foto: Adriana Groisman
Deja para el final algo que todavía tiene la huella viva de aquel día fatal. De una bolsa con cierre plástico saca con cuidado unos pantalones de trabajo azules. “Son los que tenía puestos el 11 de septiembre, con los que estuve enterrado. Todavía tiene el polvo de los escombros, está todo sucio”. Apenas los despliega y los vuelve a colocar con mucho cuidado en la bolsa, para sellarla inmediatamente después. “Esto todavía tiene elementos tóxicos, hay que tener cuidado”, advierte.
Acomoda luego los objetos en forma minuciosa. ¿Alguna vez pensó en donarlos a algún museo? William rechaza esa idea. “Esto es parte de la historia. Yo soy el que estuve desde el principio y en cada segundo de esa odisea. Esto es mi legado y esto es para mis hijos”.
Fuente Clarin