Por Joaquín Morales Solá
Distribuir dinero, aunque provenga de una emisión descontrolada de pesos espurios, es el único punto en común que tiene Alberto Fernández con su poderosa vicepresidenta
Está en marcha lo que enseña el primer tomo de lecciones para una campaña electoral, sobre todo si esta fue perdidosa y si quienes perdieron controlan el Estado. Distribuir dinero, aunque el dinero provenga de una emisión descontrolada de pesos espurios. Cada aparición del Presidente desde el domingo ingrato fue para anunciar la entrega de dinero a distintos sectores sociales. Es también el único punto en común que tiene con su poderosa vicepresidenta. Todo el resto es discordia, competencia y ajustes de cuentas. El desacuerdo fundamental entre ellos refiere al momento en que será oportuno cambiar al gabinete de Alberto Fernández. Cristina Kirchner quisiera no ver cerca suyo nunca más al jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, ni al ministro de Economía, Martín Guzmán. También le reserva varios reproches al propio Presidente. Cristina cree que la economía y la indiscreta foto de la fiesta en Olivos son las razones de la derrota. Lo son, pero no las únicas. Cafiero no le gusta porque es una creación política del Presidente, aunque tiene poco y nada que ver con victorias y fracasos del oficialismo. A Guzmán lo ve demasiado seducido por un acuerdo rápido con el Fondo Monetario, con el que ella quiere un acuerdo, pero no rápido ni fácil.
La vicepresidenta empuja una renovación inmediata del gabinete para no repetir el 14 de noviembre el papelón electoral del último domingo. “¿Renunciará el gabinete de Kicillof?”, pregunta, travieso, un albertista. El gobernador también perdió en su distrito. Sin embargo, Alberto Fernández sabe que se agotó parte de su equipo gobernante, pero no cree que este sea el momento de grandes cambios. ¿Y si noviembre no fuera más que una reedición del domingo que pasó? ¿Qué margen de cambios tendría el Presidente, entonces, cuando le quedarán todavía dos años de gobierno por delante? ¿Por qué desgastar ahora a figuras nuevas que podría presentar en su momento como una nueva oferta a la sociedad? En el fondo, también influye el temor de que Cristina termine interviniendo el Poder Ejecutivo. “Los enemigos son los nuestros”, grafica, irónico, un destacado miembro del gobierno que milita en el debilitado albertismo.
Cerca del Presidente aseguran que una radicalización de la economía resultará peor. La radicalización puede ser retórica o, como dijo un agudo observador, una “radicalización administrativa”. ¿Estricto congelamiento de precios? Puede ser. Eso no necesita más que la firma de la secretaria de Comercio, Paula Español, una eufórica cristinista. ¿Desarmar cualquier programa de aumento de las tarifas de servicios públicos? También necesita solo la resolución de la administración. ¿Emitir más dinero? ¿Ampliar el plan de pagos en cuotas? No tendrán problemas. Esas cosas no requieren más que la aprobación de quien firma la resolución. La impotencia oficial se vería claramente si el Gobierno quisiera avanzar en una radicalización que incluyera la aprobación del Congreso (las expropiaciones, por ejemplo), porque el oficialismo se quedó sin Congreso antes de tiempo. Los legisladores ajenos que necesitaba para alcanzar la mayoría en la Cámara de Diputados se fugaron en la noche del mismo domingo. La derrota no tiene padres ni hijos.
El albertismo (el Presidente es otra cosa: va y viene entre Cristina y los propios) está seguro de que la radicalización administrativa terminará por agravar los números de la derrota. La emisión, para poner un caso, acelera la inflación y esta espolea la voracidad por el dólar. El país ya conoce el principio y el final de ese teatro. Lo observó -y participó- vivió varias veces desde fines de los años 60. Esta es una de las pocas veces que el peronismo debe administrar la penuria sin dólares y sin viento a favor. Sin talento, también. Debe aceptarse que a las políticas equivocadas se le suma la ineptitud para administrar las cuestiones básicas del Estado. El Presidente anunció el lunes un “compre argentino” para beneficiar a la industria nacional. Atrasa cincuenta años. Una remake del compre nacional del exministro Aldo Ferrer en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado. La decisión conlleva dos contradicciones, además de una confusión entre las prioridades. Una: la prioridad argentina es vender al exterior para abastecerse de dólares, no comprar. La otra: la matriz industrial argentina necesita de la importación de insumos, que se pagan con dólares. El país no tiene dólares. ¿Cómo incentivar la producción industrial sin dólares? La respuesta está en un arcano sin luz.
El peronismo amaneció el lunes sin certezas y sin candidatos presidenciales. Gobernadores e intendentes comenzaron ya un debate interno para alejarse de las viejas certidumbres y empezar a acuñar nuevas caras con la mirada puesta en 2023. La doctrina del peronismo es, al fin y al cabo, el poder. Venga de Menem, de Néstor o de Cristina Kirchner, nadie discute el poder cuando el poder electoral existe. Ahora, perdieron Cristina, Alberto Fernández, Máximo Kirchner, Axel Kicillof y Sergio Massa, seriamente vapuleado en su viejo corral, Tigre. Ellas eran las figuras que se disputaban la candidatura presidencial del peronismo para dentro de dos años. Estatuas destruidas, si los resultados de noviembre fueran los mismos de hace tres días. La crítica más severa de los peronistas es contra La Cámpora y su líder y creador, Máximo Kirchner. El camporismo vivió en los últimos dos años su mayor momento de esplendor político. La caída que se anuncia podría ser muy rápida. Intendentes bonaerenses recuerdan que fue la lapicera de Máximo Kirchner la que llenó las listas de candidatos a legisladores nacionales y a diputados y senadores provinciales. Solo esa lapicera influyó y sirvió. El único peronista que le hizo frente fue el intendente de Esteban Echeverría, Fernando Gray, que logró demorar el desembarco en la presidencia del Partido Justicialista bonaerense del poderoso heredero de la familia Kirchner. Gray lo desafío y lo llevó a la Justicia y, aunque perdió, amenaza con llegar a la Corte. Máximo Kirchner nunca averiguó si las personas de esas listas de legisladores eran conocidas, si tenían experiencia en la administración pública o el suficiente conocimiento como para dirigir el Estado. Solo se interesó por la lealtad de cada candidato al camporismo. El camporismo es el heredero de Cristina Kirchner. En noviembre habrá que preguntar si el heredero sigue con vida o si ha muerto políticamente.
Por ahora, el objetivo que se plantea el Gobierno es revertir en noviembre los resultados de la provincia de Buenos Aires y de La Pampa, esta última porque elige senadores nacionales, sobre todo. Ya en 2017 el peronismo perdió las primarias en La Pampa y ganó en las generales. Pero la diferencia con la oposición era mucho menor que los 10 puntos que lo separaron el domingo de sus opositores. En 2017 estaba, además, Carlos Verna como gobernador. Verna es una figura polémica y discutida, pero tiene una estatura política mucho más grande que la de su sucesor, Sergio Ziliotto, que se abrazó a las peores decisiones nacionales contra el campo en una provincia ganadera. No hay mejor manera de expulsar a los electores.
Buenos Aires es otra cosa. Hay conviven trabajadores industriales y rurales, empresarios grandes y pequeños, industriales y agropecuarios, desocupados y cuentapropistas, y la mayor densidad poblacional de pobres del país. “Lo que sufrió la gente en estos dos años es muy grave. La hirieron en las cuestiones más esenciales de cualquier ser humano. Tan grave que no se perdona ni se olvida”, dice un analista que estudia el estado de la sociedad. Según todos los analistas consultados, la reversión de los resultados será una tarea enorme, ardua, difícil. Nadie imagina por qué la gente común debería cambiar la opinión sobre el Gobierno. ¿Por qué distribuye más dinero? Sabe que lo hacen con fines electorales. ¿Por qué vacunó? La vacuna tuvo un efecto positivo para el Gobierno en los primeros tramos de la inmunización. Luego, la opinión sobre la administración fue la misma entre vacunados y no vacunados. El Gobierno debe convertir en simpatizantes a los que están ofendidos. Posible, pero improbable.
Al oficialismo solo le queda confiar en eventuales errores de la oposición. No los cometió hasta ahora, aunque tampoco hizo una campaña deslumbrante. A la oposición le bastaba con existir, con perdurar unida, como opción a un oficialismo muy rechazado. Pero también es hora de que terminen las internas, porque la interna, que son las primarias, ya terminó. La oposición no está compitiendo contra un partido ni contra una coalición; su competencia es con el Estado en manos del kirchnerismo. No es poco. Gerardo Morales debería ocuparse más de sus opositores que de sus aliados. El gobernador jujeño es el verso suelto de Juntos por el Cambio. Si sigue así, criticando a sus socios más que a sus adversarios, se confirmará la versión de que es más amigo del peronismo que de la oposición a este. Morales ganó en su provincia como ganaron muchos otros. Es un mérito, no una hazaña.
Fuente La Nacion