Los protagonistas de la fuga: Guillermo Patricio Kelly, Pedro Gomiz, José Espejo, Héctor J. Cámpora, Jorge Antonio y John W. Cooke.
El 16 de septiembre de 1955 comenzó la autodenominada Revolución Libertadora. Siete días después asumía su primer presidente, el general Eduardo Lonardi, afirmando que “no hay vencedores ni vencidos”. A partir de aquel momento, las cárceles se llenaron de ex funcionarios, dirigentes y militantes peronistas.
–Compañero, usted se entregó servido en bandeja –dijo, en voz muy baja, el ex diputado John William Cooke.
Su interlocutor, simplemente, se encogió de hombros. No era otro que el también ex diputado Héctor José Cámpora, quien había presidido la Cámara Alta hasta 1953.
Las palabras de Cooke tenían asidero. Porque Cámpora, angustiado por las denuncias de corrupción que la prensa le hacía, pensó con candor legalista que presentándose ante las nuevas autoridades podría “aclararlo todo”. Claro que no fue así. Eran los primeros días de noviembre, y ambos conversaban en el patio de la Penitenciaría Nacional, situada sobre la porteña avenida Las Heras.
A la semana hubo un golpe dentro del golpe. De modo que a Lonardi se lo reemplazó por el general Pedro Eugenio Aramburu, referente del ala liberal de la dictadura.
En enero de 1956, Cámpora fue trasladado con otros presos políticos al extremo sur del país. Pese a la baja temperatura, se los desembarcó con ropas veraniegas para así desalentar cualquier intento de fuga. Y terminaron en el viejo presidio de Ushuaia, reciclado como mazmorra de la Armada.
Juan Domingo Perón y John William Cooke.
Ya bajo el invierno austral, allí aún nada se sabía sobre las ejecuciones clandestinas de nueve civiles en los basurales de José León Suarez, durante la madrugada del 9 de junio, tras la frustrada rebelión del general peronista Juan José Valle. Pero sí hubo profusa información acerca de su fusilamiento, junto con otros 17 uniformados. Eso ocurrió a 72 horas de la primera masacre, en un paredón de la Penitenciaría.
Los reflejos paranoicos del régimen imaginaban un lazo operativo entre los conjurados y los prisioneros. Tanto es así que, finalmente, algunos fueron sacados de sus celdas y puestos de cara ante ese mismo muro. Entre ellos estaba Cooke. Pero, de pronto, se volteó hacia el capitán que comandaba el pelotón. Y con voz marcial, lo increpó con una pregunta:
–¿Tiene la orden por escrito?
Sus compañeros de infortunio no podían creer a lo que oían.
El oficial vaciló, y Cooke repitió la frase con tono aún más autoritario; el oficial, tras un pesado silencio, bramó a la tropa:
–¡Rompan filas!
Y se marchó a consultar semejante detalle
Al cabo de unos minutos, los prisioneros fueron devueltos a sus celdas. A fines de ese mes, algunos militares vinculados al gobierno depuesto fueron llevados a Ushuaia. Entre ellos también había un civil; era nada menos que Cooke.
Confinados en Ushuaia
El mítico penal de Ushuaia, donde fueron llevados en un primer momento.
Desde la mirilla de su celda, alguien advirtió la llegada del “Bebe”, así como todos apodaban Cooke. Se trataba de Jorge Antonio.
De origen sirio, aquel hombre de 38 años había sido el empresario más exitoso de la era peronista. No era un secreto su talante “cabulero” ni su apego al concepto de la predestinación. Tales características cuajaban como anillo al dedo con su fe musulmana. Pero al respecto tenía un problema: se encontraba alojado en la celda número 13.
Al igual que Cámpora, se había entregado en bandeja. “No tengo nada que ocultar ni que temer”, supo decir a los suyos cuando el golpe ya estaba en marcha. Días después, la dictadura intervino la automotriz Mercedes Benz –de la cual él era el representante en el país–, además de confiscar gran parte de su patrimonio, mientras una patota de comandos civiles incendiaba el chalet que poseía en Mar del Plata. A continuación, terminó tras las rejas.
Su esposa, Esmeralda Rubín –“Muñeca” para sus allegados–, había sido desalojada de la residencia familiar, situada sobre la Avenida del Libertador, y se estableció en el hotel Castelar, de Ushuaia, para estar cerca del marido. En otra suite del mismo piso estaba doña María Georgina Acevedo de Cámpora –también conocida como “Nené”– y su hijo mayor, Héctor Pedro, un estudiante secundario de apenas 16 años.
Antonio –al que hasta los carceleros llamaban el “Turco”– comenzaba a masticar la fantasía de la fuga.
Una mañana, en ocasión de tomar mate con un guardia que simpatizaba con el peronismo, le preguntó si alguna vez alguien se había escapado de allí. La respuesta fue demoledora:
–Sí. Cuatro anarquistas, hace más de 30 años. Pero murieron de frío a poco de salir.
El Turco maldijo para sus adentros.
A las pocas semanas, él mismo llegó a sufrir la dureza del clima al ser trasladado en avión a una base naval para declarar ante un juez. De esa excursión volvió congelado y casi inconsciente. Al advertir su piel amoratada, dos presos lo revivieron con un baño de agua hirviendo.
Héctor José Cámpora.
Uno de sus salvadores fue Cámpora. El otro, Guillermo Patricio Kelly, el famoso cabecilla de la Alianza Libertadora Nacionalista. Un muchacho con fama de impulsivo.
En tanto, Cooke pudo articular un sistema de mensajes con el exterior del presidio valiéndose de las visitas. Así se transformó en el gran articulador de la Resistencia Peronista. Su logro fue darle cierta organicidad; no mucha, pero la suficiente como para poner nerviosos a los personeros del régimen.
Era noviembre cuando alguien le trajo a hurtadillas una misiva enviada desde Caracas por el mismísimo Perón. Y se encerró con el sobre en su celda. Al leerla, el Bebe quedó aturdido, y por una razón de peso: el General lo convertía en su representante y heredero político. “Sus decisiones –puntualiza el remitente– tienen el mismo valor que las mías. En caso de fallecimiento, en él delego el mando”.
Al concluir la lectura, pensó: “Tengo que escaparme”.
Al mes, los carceleros anunciaron que toda la población penal será llevada a la unidad de Río Gallegos. La mudanza se efectuó a bordo de un DC-3. Por entonces, la capital de Santa Cruz era una urbe fantasmal, con un clima como el de Usuhaia, a no ser por un detalle que lo empeoraba: vientos permanentes de cien kilómetros por hora.
Cuando los presos llegaron a la Unidad XV, Cooke pensó nuevamente: “Tengo que escaparme”. En ese instante sintió que Antonio le clavaba la mirada.
La ceremonia del adiós
La Unidad XV de Río Gallegos, tal como se ve hoy.
Durante el primer anochecer en el nuevo sitio de detención, el sindicalista José Espejo –quien fuera secretario general de la CGT en 1947– lo abordó a Jorge Antonio con una ansiedad indisimulable.
–Vea, jefe, con 200 mil pesos se puede sobornar a los “candados”.
El empresario enarcó las cejas. Y exhibió cautela:
–¿De dónde sacó semejante disparate?
–Hay un guardia peronista. Promete hacerse cargo de todo.
–Veremos. Por ahora, ni una palabra a nadie, ¿entendido?
En vez de celdas individuales, como en Ushuaia, todos fueron ubicados en un enorme pabellón. Las cuchetas de Cámpora, Kelly, Cooke y del capitán Alfredo Francisco Renner (quien fuera el subsecretario de Informaciones del gobierno depuesto), además de la suya, estaban junto a una pared lateral. Así comenzó para ellos el nuevo año.
Cooke aún no había blanqueado su flamante posición en el Movimiento ni Antonio los preparativos para poner los pies en polvorosa. Pero ya consideraba al Bebe como una pieza indispensable del asunto.
Sin embargo, un sexto sentido lo mantenía en estado de prudencia, dado que la falta de privacidad del lugar dificultaba todo diálogo confidencial. En realidad, su cercanía con la cucheta del sindicalista petrolero Pedro Gómiz, a quien no le tenía confianza, acentuaba su mutismo.
La primicia del plan la tuvo Esmeralda y su hermana, María Luisa, que se habían alojado en una pensión de mala muerte, junto con Nené. Siguiendo sus directivas, ellas convocaron a Manuel Araujo, un hombre de su confianza, quedando así constituido el apoyo externo de la evasión. Araujo adquirió un terreno en Santa Cruz, simulando ser un empresario que pretendía construir un edificio. Era la cobertura necesaria para abocarse a la parte logística de esa epopeya.
Seguidamente, Antonio sumó a Cooke, Kelly, Espejo y Renner, quienes se mostraron muy entusiasmados. Lo cierto es que Cámpora no fue uno de los elegidos, ya que nadie apostaba por sus dotes para la acción. Renner se encargó de trazar un mapa con todas las rutas posibles para llegar a la ciudad chilena de Punta Arenas, en el extremo austral.
Las dos mujeres tomaron a su cargo la misión de introducir seis pistolas al penal, además de otros tantos uniformes blancos, idénticos a los que usaban los trabajadores del frigorífico que lindaba con los fondos del penal.
Los evadidos pensaban salir por allí. Contaban con la complicidad del guardiacárcel Juan de la Cruz Ocampo, sumado al grupo sin otra razón que la afinidad política. Araujo los esperaría en un Ford modelo 1956, que acababa de adquirir. La operación fue fijada para el 18 de marzo a las dos de la madrugada. Renner, en tanto, fue trasladado con urgencia a Buenos Aires.
La adrenalina ya flotaba en el pabellón. Tanto es así que, apenas tres días antes, Cámpora le soltó al Turco:
–Se está preparando algo grande, ¿no es cierto, don Jorge?
–No lo crea, Camporita –fue la respuesta.
Pero el otro, insistió.
–No se preocupe –dijo Antonio finalmente– cuando llegue el momento, usted será avisado.
El empresario cumplió. Gómiz también se coló a último momento.
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“Unidad XV – La Fuga”
Aquel lunes, gracias al llavero de Ocampo, el grupo ganó la calle a la hora establecida. Pero el vehículo con Araujo brillaba por su ausencia.
En medio del frío polar, Cámpora se permitió una humorada:
–¿Por qué no volvemos a la cárcel y dejamos la fuga para otro día?
Antonio lo miró con odio. Pero justo apareció el Ford con los focos apagados. Los seis evadidos, junto con Ocampo, se apretujaron en la cabina.
Araujo arrancó muy despacio, enfilando hacia la frontera chilena. Al pasar por la base aeronaval, todos amartillaron sus armas. Pero nadie los paró. El Ford siguió su marcha.
Luego, para eludir un control de la Gendarmería, tuvieron que empujar el auto a campo traviesa durante siete kilómetros, hasta llegar a Chile. Eso sucedió a las seis y media de la mañana. Ya estaban a salvo cuando, 45 minutos después, la fuga fue descubierta en Río Gallegos. Al mediodía, tras recorrer 250 kilómetros, llegaron a Punta Arenas.
La fuga conmocionó al continente. Aramburu, visiblemente humillado, pidió al gobierno trasandino la inmediata extradición de los prófugos. Su presidente, Carlos Ibañez del Campo, no accedió a la demanda.
Cabe destacar que el caso de Kelly quedó en suspenso, dado que se lo consideraba un delincuente común. Pero él se anticipó a los acontecimientos, dándose a la fuga disfrazado de mujer. (El episodio fue narrado en una crónica de Gabriel García Márquez).
Todos los protagonistas de esta historia sobrevivieron a la Revolución Libertadora.
Fuente Telam