Por Massot-Monteverde
Es sabido desde siempre que, al menos entre nosotros, los grandes empresarios no son gente de armas llevar. En parte, por el poder que acredita un Estado tan ineficiente como intimidante y, en parte, por su forma de ser, los capitanes de la industria, el comercio y los servicios son proverbialmente mansos a la hora de tratar con los gobernantes de turno. Es en virtud de ello que, convocados a una audiencia o un almuerzo en la Casa Rosada, acuden a la cita sin levantar objeciones.
Son, en general, personas educadas que conocen de memoria las reglas protocolares y actúan, llegado el momento, conforme a las mismas. Era de esperar que los invitados a compartir manteles, la semana pasada, junto a Alberto Fernández, Wado de Pedro, Sergio Massa y Máximo Kirchner, acudieran presurosos a la cita donde —para variar— se hablarían generalidades y —por necesidad lógica— también se escucharían generalidades. En realidad, son eventos para sacarse una foto sonrientes, dando la impresión de que se hallan en el mejor de los mundos. Luego, algunos de los comensales dejaran trascender pormenores de la tenida con el propósito de llevar calma a los mercados. Nada que no hayamos visto antes. Pasó en todas las administraciones anteriores y es seguro que —más tarde o más temprano— un cónclave de similares características se repetirá.
Tampoco trajo novedades de bulto la convocatoria anual de IDEA, que se llevó a cabo con posterioridad a la comida ofrecida en Balcarce 50. Como su mecánica es la misma año tras año y nadie en la Argentina es proclive a hablar más de la cuenta en público, los funcionarios, políticos de la oposición, periodistas y empresarios allí reunidos aprovechan la oportunidad para hacer miniturismo y charlar a destajo, en petit comité, sobre las cuestiones que los ocupan y preocupan. Las ponencias abiertas resultan —en cambio— vaguedades resabidas, salvo honrosas excepciones.
Las cosas verdaderamente importantes marchan por carriles diferentes. Si los pocos y escogidos capitalistas que se tomaron el trabajo de departir con el presidente y sus colaboradores en la Casa de Gobierno, y los asistentes al coloquio antes mencionado se dieron cuenta de que Alberto Fernández les estaba tomando el pelo, resulta asunto abierto a debate. Pero lo cierto es que, mientras aquel ponía cara de honesto componedor y repetía la cantilena de “cerrar la grieta”, estaba en marcha el operativo que habría de anunciar el flamante secretario de Comercio, Roberto Feletti, y su mano derecha en la materia, Débora Giorgi, concerniente a un estricto control de precios seguido de la amenaza, extendida al mundo de la producción, de que se anduviese con cuidado porque no les temblaría la mano si debían desempolvar la ley de Abastecimiento.
Es probable que en otras latitudes, frente a semejante amenaza por parte de un gobierno que no termina de asimilar su derrota en las PASO, los empresarios hubiesen reaccionado sin medias tintas. Seguramente hubieran redoblado la apuesta y elevado la dimensión del conflicto. Aquí eso no ocurre. Por supuesto, se levantaron distintas voces criticas y los damnificados dejaron trascender su malestar y anunciaron que podrían recurrir a la Justicia. Nada más… Desde la Secretaria de Comercio llegó la réplica de inmediato. La lista de 1250 productos iniciales pasó ahora a 1650 con precios congelados, retroactivos al 1º de octubre. Por supuesto que la medida terminará —como de costumbre— en un fracaso sonoro. Pero al elenco gubernamental parece tenerlo sin cuidado.
Por su lado, hacia los Estados Unidos marcharon el jefe de gabinete y el titular de la cartera de Hacienda para tratar de explicar, en el consulado de nuestro país en Washington, a los inversores allí sentados a la mesa, que la economía argentina es sustentable y que existe unanimidad en el gobierno y la oposición respecto de la conveniencia de llegar a un acuerdo con el FMI. Otra cosa no podían decir. Los nenes que los escuchaban, de Morgan Stanley, JP Morgan, Black Rock, Goldman Sachs Asset Management y tantos otros, no es la primera vez que le ponen la cara a Martín Guzmán y a sus acompañantes habituales. A esta altura, mucho no les creen. De zonzos, que se sepa, no tienen un pelo.
De todas maneras, la sorpresa en esta ocasión fue la presencia de Juan Manzur, un personaje que de economía sabe poco y nada y cuyas virtudes oratorias son desconocidas. Expresar —como lo hizo— que el gobierno en pleno está encolumnado detrás del presidente y que Cristina Fernández es una convencida acerca de las virtudes de firmar con el Fondo, resultó para muchos de los presentes una fantasía. No se equivocan.
Los miembros del citado organismo de crédito internacional no le encuentran la vuelta al problema argentino. Sucede que entre diciembre y el primer trimestre del año próximo tenemos vencimientos con el Fondo por U$ 5.900 MM —y otros U$ 4.100 MM en el segundo— que ni por asomo estamos en condiciones de pagar. Al mismo tiempo, Kristalina Georgieva —que pasa su peor momento en la presidencia de la institución— al igual que sus laderos no perciben claridad ni coherencia en las autoridades de nuestro país. La mala fama de ser incumplidores seriales en la materia nos juega en contra. Aunque, por un lado, los burócratas del Fondo desean que la Argentina no se precipite al tan temido default, por el otro reaparece el fantasma de un país que se caracteriza por no honrar sus compromisos.
A diferencia de lo que aconteció durante la presidencia de Raúl Alfonsín, contemporánea al estallido de la crisis financiera de varios países latinoamericanos, hoy la Argentina se halla sola en el continente con una deuda a cuestas contraída, no con los principales bancos norteamericanos —como fue en l983— sino con el Fondo Monetario. Se encuentra, pues, en una posición mucho más débil que la de entonces, entre otras razones por la falta de interés de la primera potencia mundial en el tema. Basta leer el excelente libro de Juan Carlos Torre que acaba de publicarse —Diario de una temporada en el quinto piso— para tomar conciencia del grado de involucramiento del gobierno de Washington en la cuestión de la deuda soberana de la Argentina de aquellos años.
Hoy, inversamente, qué le puede importar a la administración demócrata un default más del díscolo país del Plata. Nada. No hay un estancamiento de las negociaciones con el Fondo, pero no existe ningún avance de consideración al respecto. La notoria falta de autoridad del presidente de la Nación, unida a la desconfianza que suscita la debilidad de Martín Guzmán y a la incertidumbre que genera el carácter de Cristina Kirchner, son otros tantos motivos para que en el Norte hayan decidido desensillar hasta que aclare. Ello no significa que —finalizadas las elecciones— cuanto actualmente está en stand by vaya a revitalizarse como por arte de magia.
La desconfianza en el kirchnerismo es generalizada y no son pocos, tanto en los Estados Unidos como en otras partes del mundo, los que piensan que, en caso de resultar derrotado en las urnas, el populismo criollo abrazará una política radicalizada. En apenas cuatro meses —de diciembre a marzo del año próximo— nuestro país deberá hacer frente a pagos por un total de U$ 9.600 MM, principalmente con el Fondo Monetario y con el Club de París. Un acuerdo de facilidades extendidas —que es lo que pretende conseguir Martín Guzmán— requerirá que la administración K realice un ajuste de proporciones. Nadie sabe —ni siquiera los propios kirchneristas, por raro que parezca— si el gobierno estará dispuesta a llevarlo adelante; o si podrá hacerlo, luego de perder girones enteros de su integridad en los comicios legislativos por venir.
Pero aun, si en el primer trimestre del año que viene las negociaciones llegasen a buen puerto, los problemas de la economía argentina serían exactamente los mismos. La buena sintonía con el FMI es una condición necesaria para salir del pozo. Claro que si a esa sintonía no se la complementase con reformas de carácter estructural, resultaría harto insuficiente. Al fin y al cabo, ¿qué tanto cambió la economía luego de fumar la pipa de la Paz con los tenedores de deuda privados? Absolutamente nada.