Son parte de una receta clásica contra los desajustes de la economía. Falta conocer de qué manera se repartirán los costos del ajuste.
Analistas acostumbrados a asociar y que han pasado por todas recordaban estos días el temblor cambiario de mediados de octubre de 2020, animados por ciertas semejanzas con la turbulencia descontrolada que desató la amenaza de default al Fondo Monetario y puestos a imaginar, de seguido, alguna probable salida del tipo kirchnerista.
Aquello de 2020 fue un raid que levantó el dólar blue a $ 178, estiró la brecha con el oficial al 120% y forzó al Banco Central a vender reservas a pasto para frenar la corrida sin frenarla. El susto que entonces se pegó Cristina Kirchner engendró el súper cepo que bajó a $ 200 mensuales la venta de dólares ahorro, sacudió a impuestazos las compras con tarjeta de crédito en el exterior y trabó, hasta donde fue posible, la salida de divisas.
Se ignora qué papel tuvo Cristina ahora, además del de torear hasta último momento al FMI y a Estados Unidos, pero susto hubo y susto del grande en Alberto Fernández y el grupo que lo acompaña para asuntos como estos. Sobre todo, el ministro Martín Guzmán y el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa.
Con súper cepo incluido, el blue había escalado a $ 223 y avanzaba hacia los 250; la brecha llegaba al 113%, el nivel más alto en quince meses, y al BCRA le quedaban -le quedan- reservas netas, verdaderamente disponibles, por US$ 1.400 millones que ni siquiera cubren la tercera parte de un mes de importaciones digamos normales. Esto es, octubre de 2020 recargado.
Estamos hablando, ya, de un stock de reservas real tirando a negativo o directamente negativo, semejante al rojo que dejó el tándem Cristina Kirchner-Axel Kicillof en 2015. Y todo en una economía tan dependiente del dólar que por cada punto porcentual que el PBI crece las importaciones aumentan tres puntos o arriba de tres puntos.
Encima, la brecha cambiaria que frecuenta el terreno del 100% es una máquina de alentar maniobras especulativas. Tanto de los exportadores, que se demoran en liquidar ventas al dólar oficial de 103 pesos como de los importadores, que se apuran a comprarle dólares al Banco Central a ese precio para bienes o insumos que, al final del proceso, se regirán por el blue.
Se entiende, así sea más o menos, por qué descontados pagos de la deuda externa y otras operaciones que sumaron US$ 7.000 millones, el año pasado de un superávit comercial cercano a impresionantes US$ 15.000 millones al BCRA le quedaron muy módicos US$ 275 millones, según un informe de la consultora LCG. Casi no hace falta decirlo, hay gente que está ganando mucha plata.
Un dato agregado, en medio de tanto número, cuenta que el balance comercial energético ya entró en zona de déficit, otro clásico del kirchnerismo. Empujadas por el precio del gas licuado, las importaciones calculadas por especialistas corren este año al 70-80% y van camino de superar en unos US$ 4.000 millones a las de 2021.
El monto final rondaría US$ 9.800 millones que por cierto no será sencillo conseguir o que se conseguirán postergando otras necesidades. El costo de la escasez se llama, sencillamente, apagones y racionamiento en el invierno.
Dice la mayoría de los especialistas, con la lupa colocada en la dinámica de las cosas: “El acuerdo con el Fondo es más importante por lo que evita que por las mejoras que puede generar en la economía”.
Lo que evita es un shock explosivo color verde disparado a varias puntas y difícil de manejar. Ahí entra de todo, incluida la pérdida del poco crédito externo que le queda a la Argentina, como el barato de los organismos internacionales para obras públicas y programas sociales y los préstamos que financian importaciones y exportaciones. Sería algo parecido a descolgarse del mundo.
Hablar de las mejoras en la economía es hablar de la gestión oficial, o sea, de la inflación, del desempleo, de la pobreza y las desigualdades sociales, del Estado grande pero ineficiente por donde se mire y de una presión tributaria ya intolerable para quienes pagan religiosamente sus impuestos. La lista continúa con lo que cada cual quiera agregar.
Cantado, Guzmán se empeña en negar que el acuerdo implique alguna forma de ajuste, eso que según sus declaraciones previas “penalizaría la demanda cuando la economía se está recuperando”. Para el Presidente, una condicionalidad que vulneraría “el derecho a crecer como nosotros queremos crecer”.
Hay en cualquier caso y con independencia de cómo se lo quiera llamar, un saque al déficit fiscal que equivale a US$ 4.238 millones largos, entre 2022 y 2023. Es decir, en los dos años en que el kirchnerismo juega gran parte de su porvenir político y justo aquellos que pretendía dejar a salvo.
Martín Guzman explicó el acuerdo con el FMI el viernes, pero dejó muchas dudas. Foto Federico Lopez Claro
El saque sigue viaje hasta llegar al déficit cero, en 2025. La cuenta total dice entonces alrededor de US$ 13.000 millones en cuatro años y no en seis, como quería el Gobierno hasta unos días antes del arreglo.
Un dato de la misma especie, también con nombre a gusto del consumidor, revela que la emisión para financiar el desequilibrio fiscal bajará del 3,7% del PBI de 2021 al 0,6 en 2023 y se colará, así, otro obstáculo al libre uso de los recursos públicos en temporada de elecciones. Con el 0 o alrededor del 0 proyectado para 2024, estamos hablando ahora de US$ 12.700 millones pero en tres años.
Conocido el cariño que el kirchnerismo siente por la maquinita, esta pérdida puede ser asimilada a un ajuste de los endiablados neoliberales. De seguido, mandar el déficit y la emisión a cero en un plazo se diría corto coincide con la interpretación monetaria de la inflación, aunque Guzmán sostenga que esta vez el FMI ha aceptado la variante de la inflación multicausal.
Hay pues algo más que números en el acuerdo, solo que falta conocer nada menos que el cómo se repartirán los costos del guadañazo porque costos habrá, seguro. Hasta ahora el Gobierno ha mostrado los títulos.
Martín Guzman y Juan Manzur al entrar en la conferencia de prensa el viernes. Foto Federico Lopez Claro
Y si es cuestión de ajuste, tenemos uno a tiro y de esos que pegan, como acusarían los K de ocasión, sobre los sectores más vulnerables.
Ocurrió el año pasado, con el gasto público en jubilaciones y pensiones, en asignaciones familiares y en otras áreas de lo que los especialistas llaman prestaciones sociales. Frente a una inflación que orilló el 51% las partidas destinadas a esos fines crecieron 32,6% y perdieron por 18,4 puntos porcentuales.
Así, de un saque, el gobierno se ahorró $ 759.000 millones en un espacio en el que notoriamente hay que poner y no sacar. De paso, ¿de dónde salió eso de que las jubilaciones le ganaron a la inflación?
Finalmente si a nada de todo se le quiere llamar ajuste, una alternativa técnica diría que se trata de un ordenamiento de variables desajustadas. Y otra, crítica, hablaría de desajustes creados por el uso político, arbitrario y desaforadamente partidario de los instrumentos del Estado y por la impericia.
La Argentina no tiene un Estado precisamente chico, sino uno cuyos gastos representan el 42% del PBI, o sea, casi la mitad de la economía; un Estado que presta servicios de muy baja calidad cuando no escasos, que convive con una pobreza cercana al 50% y que todo el tiempo precisa retoques que aumenten los ingresos, como los 14 impuestos que se autorizaron y crearon entre 2020 y 2021.
Es una manera, entre otras, de ver el Estado presente modelo K.
Fuente Clarin