Muchos recuerdan la célebre escena de la película Casablanca en la que el corrupto capitán Renault dice para justificar el cierre del local impuesto por parte de los nazis: «¡Que escándalo, he descubierto que aquí se juega!». Esta cita del cine se aplica a las situaciones de falso escándalo, o mejor de gran hipocresía, cuando algunos pretenden estar muy afectados ante una actitud francamente negativa, cuando en realidad se trataba de algo que todos conocían y a menudo toleraban. Parece que ha llegado el momento tan aplazado para la Iglesia Católica de rendir cuentas en España por los episodios de abusos sexuales a menores en su historia reciente, en un periodo de al menos cincuenta años. Pienso que es extraño que el tema no se abordara antes, como se ha hecho en otros países europeos y del Norte de América. Junto a España, Italia es la otra excepción. Se trata probablemente de una anomalía que tiene que ver con la propia historia, mentalidad y papel de esa Iglesia en nuestro país; o quizás tenga que ver con una sensibilidad moral diferente, o con cuestiones de oportunidad política o de tendencias culturales. He estudiado desde hace años el tema, y he publicado algunos artículos y he editado junto a un sociólogo americano un libro colectivo que se propone analizar las causas que llevaron a ese desastre, no sólo para la Iglesia, sino para la sociedad (A. Blasi, L. Oviedo, The Abuse of Minors in the Catholic Church, Routledge 2021). Me ha preocupado desde el inicio de las revelaciones qué pudo fallar para que ocurriera todo eso, y para que no se corrigiera a tiempo o no se tomaran medidas oportunas. Nuestra impresión es que intervinieron un conjunto de factores para provocar esa especie de «tormenta perfecta» que acabó por hundir el barco de la Iglesia. De hecho se conjugaron una cierta cultura tolerante con esos abusos, o al menos que trataba de disimularlos – no sólo en la Iglesia – y una mentalidad clerical equivocada, que protegía a los sacerdotes de forma a veces absurda. La sensibilidad moral ha cambiado mucho a ese respecto, y ahora estamos horrorizados ante aquellos hechos. Creo que es positivo y necesario emprender una comisión de investigación independiente y profesional sobre este asunto, es decir, no vinculada a intereses partidistas. A la misma Iglesia le conviene que se establezca esta especie de «comisión de la verdad» que aclare de una vez por siempre los hechos –hasta donde pueda aclararlos– y que se cierre este triste capítulo de la historia reciente de la Iglesia Católica. Sus autoridades o pastores deberán asumir los resultados, como han hecho de forma valiente y ejemplar en otros países, pedir públicamente perdón por el daño cometido, y –donde lo establezca la ley– reparar ese daño con las medidas oportunas, sin olvidar el propósito de enmienda. Esta era una sana costumbre en el sacramento de la penitencia: la intención de que no se repitan nunca estos abusos. El asunto debería ayudarnos a todos a reflexionar sobre algunos temas implicados. El primero afecta claramente a la Iglesia como institución, que se descubre menos perfecta e infalible de lo que creía. De hecho, la primera lección que aprende de todo esto es que se trata de una institución falible, y que está llamada a reconocer sus propios fallos como una condición para mejorar y superarlos, para servir mejor a quienes más lo necesitan. Un segundo tema tiene que ver con la evolución de la sensibilidad moral que revelan estos hechos y sus efectos. En nuestro estudio hemos demostrado con abundante documentación que en los años 70 del siglo pasado hubo una tendencia a defender la legitimidad de las actitudes pedófilas, se llego a hablar de paedo chic para referirse a esa moda pasajera y que no tuvo demasiado alcance, a pesar de las versiones de la novela Lolita y otros síntomas en la cultura popular. Todo eso ha cambiado para bien. Del mismo modo que en los años 70 y 80 nos obligaban a respirar los humos tóxicos de los fumadores en locales cerrados o en el transporte público, y hoy nos parece una barbaridad, así también hemos afinado mucho mejor nuestro sentido moral, y gracias a esos escándalos ahora somos más conscientes de los riesgos e intentamos prevenirlos y corregirlos. El tercer tema concierne a la desproporcionada culpabilidad de la Iglesia. Muchos sabemos que el problema del abuso de menores afecta a muchas más instituciones, centros docentes, sociedades deportivas y recreativas, pero la Iglesia Católica aparece como la principal encausada. No olvidemos que en los Estados Unidos, donde empezó todo esto, muchos abogados se han enriquecido con esos casos, cuya identificación se convirtió en toda una industria legal. El motivo es simple: a la Iglesia se le podía sacar mucho dinero, mientras que a los Scouts y otros grupos no se podía sacar casi nada, y no merecía la pena perseguirlos. La cuestión es que todo este problema nos ha servido para revisar un pasado siempre imperfecto y para tratar de mejorar las cosas en el presente. El problema de fondo, como reza el título de un par de libros en inglés, es si la Iglesia hace más daño que bien en su pasado y en el presente. Estoy convencido de que si desapareciera la Iglesia se generaría mucho más sufrimiento y quedarían muchas más heridas sin curar.
Fuente ABC