El fin de semana, como concepto en la ciudad tabernaria, pasa por una promesa de musas, museos y amoríos. En la Capital, ya, se disfruta de una primavera inopinada con los árboles despeluchados por Filomena y algunos soles. En Madrid hay plan siempre, pero es en el fin de semana, que empieza en el atardecielo de jueves, cuando se puede uno plantear qué hacer en la ciudad que nunca duerme. Ciñámonos al sábado y creamos -por creer en algo- en la máxima de la mente sana en el cuerpo sano: salir no muy temprano con la bicicleta hacia El Escorial, de El Escorial a San Lorenzo y de ahí al mítico puerto de Abantos. En el Cercanías da tiempo a leer el periódico, y ahora que templan las mañanas, entre los editoriales y las columnas, se levanta la vista y hasta aparecen corzos saludando al vagón machadiano de tercera. La subida a Abantos, al Puerto de Malagón, es la excusa para ir viendo el Monasterio de El Escorial desde las alturas. Joya telúrica que se esconde y vuelve a aparecer en las umbrías de una repoblación, la de Abantos, que se hizo de aquella manera. Uno, que se ha congelado y se ha achicharrado por aquellas cresterías, recomienda llegar a la linde provincial con Ávila, cruzar de provincia, usar el periódico ya leído como lo usaban Perico o el Tarangu y bajar sin pausa para tomar un algo rápido en San Lorenzo y en esas tascas, algunas, que parecen sacadas de alguna escena de ‘Curro Jiménez’ (El Corcho, Plaza de la Constitución). Menos con un café, a la hora que sea dan los buenos ‘gurriatos’ algo al ciclista, que toma, ya en la estación de El Escorial, el penúltimo tren entre montañeros fatigados y la juventud que va a la ciudad a trasnochar y volverse de amanecida. De Madrid a la ducha, y de la ducha a las calles cachondas de Argüelles. Se puede empezar la remontada de la paliza ciclista en el Jimmy (Hilarión Eslava, 5) y unas albóndigas, cortesía de la casa, que resucitan a un muerto y dejan al usuario con esa capita estomacal preparada para la fiesta y hasta para el garrafón presunto y previsible de después. Justo al lado del Jimmy, una placa recuerda que por allí vivió y murió Galdós, lo que le da empaque cultural al trasnoche. Una fiesta que sigue en los bajos de Argüelles: en el Yedra, que, contra lo que cantan los tunos y los tunantes, puso de moda aquella bebida que Millán Astray se inventó con Perico Chicote y en homenaje a la Gámez: la leche de pantera, brebaje que por los ochenta causaba furor. El que esto escribe toma una y va a dormir, pero es una opción de señor provecto. La siguiente opción es erradicar la bicicleta mañanera y cambiar el Calvario de Abantos por el Mercado de Vallehermoso a mediodía, apretarse unas espinacas con queso en ‘El 2 de Vallehermoso’ (lo de Javi), y hacer lo posible por evitar la siesta: café torero o café a secas. Sabemos aquí que anda de moda Ponzano, y que algo tiene el Santo cuando tanto lo bendicen. Pero es tan previsible… O directamente -casi es lo mejor- podemos tirar por la vía de enmedio, irnos al Lago de la Casa de Campo y dejar que el olor a leña de los mesones llame al estómago cuando nos hartemos de ver patos y niños. En la variedad está el gusto, y eso de la ternera avileña o el waygu, a elección, da la temperatura de cómo la zona se ha tuneado desde que veíamos jeringuillas en el suelo y preservativos en las ramas. El sábado tiene también su centro, que nos conocemos hasta olfativamente. Alguna caña soleada con tosta en Los Majaderitos, en la Calle de Cádiz, trasera de Sol, y revivir así un Madrid demasiado visto. Y si no, subirse a una franquicia en la propia Puerta del Sol a ver la jauría humana y manifestaciones de todo pelaje por lo que da un refresco que iremos rellenando a perpetuidad. He citado brevemente la noche, que va volviendo después del secuestro civil y de las derivadas del maldito bicho: quien esto suscribe, a veces, se va con Santiago Molina y con su Tito Miguel a La Cueva del Gallo (Fernando el Católico esquina a Gaztambide) a pedir algo de flamenco junto a la muchachada que pide reguetón mientras Rai, cubano y flamencólogo, les pone algo de Mairena para «educar a los jóvenes» y a nosotros nos da por recitar a Lorca. Así acaba un sábado cualquiera, una jornada particular, que también puede ser distinta si juega en casa el Real Madrid y, dependiendo de la hora, vayamos a Casa Puebla (Gutiérrez Solana, 4) a acordarnos de Butragueño o de Juanito entre alguna fritura andaluza. Se verá que planes hay muchos, a pesar de que hace dos semanas cerró el Finisterre (Benito Gutiérrez, 3) y los planes que decimos y el propio Madrid hayan cambiado. Para mal. De todo el menú sabatino se puede elegir, combinar. Todo según la vitalidad de cada uno y no tanto dependiendo del bolsillo, que en el fondo hay que defender el Madrid barato porque es nuestro Madrid. Ya el domingo, Madrid comulga con sus fantasmas. Anda por ahí La Latina, con su Bar Maratón (Calatrava, 26) y sus gambas de cortesía. Y antes toda esa teoría de tascas del Rastro sin entrar al Rastro, que se quedó sin gangas. Al segundo día el madrileño descansó, y existe la posibilidad de ir de museos (lo recomendable es ir de museos en verano, cuando aprieta ‘la calor’) o pasarse al Retiro a dormitar en el césped con algún ensayo plúmbeo para que la cabezada llegue pronto. Madrid, secarral por lo demás, ofrece parques más o menos londinenses, especialmente en su flanco Oeste para el domingo hacer un ‘dolce far niente’ en toda regla. Aunque lo más recomendable es cenar, pronto, en un japonés de ese Tokyo mínimo que es la calle de San Bernardo. Y después, claro, planchar la oreja en el sueño de los justos.
Fuente ABC