
Pero vayamos a su trama: Ibsen llamó a esta, como ya se dijo, última obra (1899), “Epílogo Dramático en Tres Actos”. Los personajes son el famoso escultor Rubek, su esposa Maia, quienes comparten una aburrida temporada de verano en su balneario cercano a los fiordos; una mujer misteriosa, Irene, aparentemente algo extraviada, a quien sigue como una sombra una hermana de la caridad, y un cazador de osos, Ulfheim, quien –a primera vista– estaría un escalón por debajo del Yeti en la escala zoológica. Sin embargo, según él, sus métodos para trabajar tendones y sangre de osos muertos no difieren mucho de los de Rubek con el mármol.
El tedio que carcome al matrimonio Rubek no tarda en dejar lugar a la atracción primero, y excitación de inmediato, entre el cazador y Maia, mientras que el vínculo entre el artista y la enigmática mujer (que anticipa la propia Maia), se confirma pronto: en su juventud, Irene fue modelo de Rubek: pero no una modelo cualquiera sino la mujer que le dio mucho más que su desnudez para que la expusiera ante el mundo entero: la mujer que le entregó su alma, y después quedó vacía. Muerta. La escultura, que justamente se llama la “Resurrección”, es considerada por ella como un hijo. Un hijo que ya no posee, que le enajenaron como si se lo hubieran arrancado del vientre y desfigurado, porque Rubek, poco a poco, fue transformando su “obra maestra” (la suya propia, no la de ellos), en otra cosa.
Uno de los señalamientos críticos más lúcidos que hace Joyce de esta obra (en la que no deja de advertir su carácter prevanguardista, su anuncio de las dramaturgias del siglo XX y, en consecuencia, su afinidad con las filosofías nihilistas) es que los personajes dicen una cosa mientras el drama parece transcurrir por otro lado. Como si nunca se estuviera hablando de lo que se habla (a diferencia del Ibsen más contundente y menos ambiguo de sus obras más populares). Con excepción, claro está, de que cuando se dice lo que se piensa, ya es demasiado tarde. “Cuando nosotros, los muertos, despertamos”, dice Irene a Rubek, cuando éste le propone empezar de nuevo. “¿Y qué es lo que veremos entonces?”, quiere saber el artista. “Que nunca hemos vivido”.
Ibsen vivió hasta los 77 años, 7 más que cuando publicó esta obra, pero nunca más quiso volver a escribir otra (pese a su rutina rigurosa de un estreno bianual). Algunos de sus biógrafos cuentan que es la obra con mayor componentes autobiográficos. De hecho, igual que Rubek, él regresaba de cuatro años fuera del país, y encontró muy decepcionante a su patria. Otros van más allá: lo que ya no toleraba era el nuevo siglo.
Horacio Peña compone un protagónico excepcional, y el resto del elenco también reviste condiciones notables como Maia (Verónica Pelaccini), Irene (Claudia Cantero) y Ulfheim (José Mehrez). A destacar muy especialmente la escenografía de Jorge Ferrari y la iluminación de Gonzalo Córdova (han trabajado con tules que atenúan ex profeso la nitidez, como en algunas óperas o ballets), cuyo efecto final coincide el estremecedor grito final de la diaconisa, o hermana de la caridad (Andrea Jaet).
“Cuando nosotros los muertos despertamos”, de H. Ibsen. Dir.: R. Szuchmacher. Int.: H. Peña, V. Pelaccini, C. Cantero. (Teatro Nacional Cervantes).