María Fiorentino: Nunca trabajé en la temática familiar y esta obra, sin ser “El loco y la camisa”, plantea una cena familiar y mientras Rissi, mi marido, está sólo interesado en los perros, empiezan a sonar perradas de las personas. Nunca hice una alcohólica que va al psiquiatra y se medica a sí misma. Intenté escapar del estereotipo del borracho y pensé en la mujer que toma para evadirse un poco de la realidad porque esta no es una chorra de pico. Hacer teatro siempre es un riesgo porque hay que seguir, en cine o TV se corta. También es un riesgo volver al teatro sin haber salido de la pandemia. Fue un tema que me preocupó porque el fantasma del covid siempre está.
Claudio Rissi: El mío es polémico porque habla y habla, y nunca dice nada importante. Hay un humor ácido, sobre todo al principio y trata sobre el lugar de confort en el cual uno, a pesar de no estar de acuerdo, se queda. Eso sucede muy a menudo, emerge un aburrimiento de estar en un lugar y no obstante se sostiene, no importa cómo. De ahí surgen disparates de réplicas geniales, hay chicanas con sutileza, no se apela a la grosería aunque a mi me conozcan por mis puteadas, no existe eso acá. La obra se pregunta qué se hace cuando uno queda embretado en esa maraña de cuestionamientos y no encuentra la salida.
P.: ¿Qué otros interrogantes aparecen?
M.F.: Los actores acudimos nuestra propia vida, no existe eso de meterse en la piel del personaje porque la única piel conocida es la propia. Ser uno mismo pero en los zapatos del otro. A mi edad avanzada, que ya no tengo 40 años, puedo preguntarme para el personaje si realmente esta es la vida que elegí. No podía haber sido otra cosa que actriz pero ¿hay algo que dejé de lado por lo que no peleé? La obra se pregunta si esto es lo que elegimos o si ser feliz era otra cosa. Si este hastío con el que me levanto a la mañana es porque dormí mal o porque debería estar otro lado viviendo otra vida. Hay algo del conformismo, como si fuera una imposición. Había que aguantar, decía mi abuela. Parece que estuviéramos encaprichados en no admitir que algo ya fue y hay que pasar a otra cosa. Quedar entrampado en una relación donde ya nadie se soporta y sin embargo se sigue conviviendo, haciendo cumpleaños, soplando velitas, pidiendo deseos y hablando de perros. Para llenar el silencio hay que hablar, que no es lo mismo que vivir.
P.: Como en varias obras de Valente, el malestar que crece dentro de un personaje se expande hacia los otros.
C.R.: Mi nuera es la que comienza con sus preguntas como gran disparador, y se cuestiona qué se hace frente a eso. Algunos quieren salir, pero no sabemos quién lo logrará. Las familias son pequeños sistemas dentro del gran sistema, y quienes no acuerdan o encajan son los emergentes de la familia. Los que rompen. Hay quienes no están dispuestos a seguir con eso, pero no es mi caso, que me vinculo más con los perros que con las personas. Mi personaje recorre su mudo perruno y no habla de sus afectos, el afecto está en los animales. Ahí deposita eso que es cuestionado constantemente.
P.: ¿Cómo ven la escena teatral?
C.R.: Hay más propuestas de humor e intuyo que la época requiere eso, la gente no tiene ganas de pensar o que le estén diciendo algo. El encierro empujó a la distracción porque ya hay preocupaciones de toda índole.
M.F.: En el comercial uno lee ´carcajadas garantizadas y se sacan chispas´. Siento nostalgia por el teatro que pude hacer, recuerdo ´Maratón´ de Ricardo Monti, o Villanueva Cosse en el Cervantes. Existe ese aliento en el independiente pero nadie puede vivir con una función por semana, ni si quiera te podes comer la pizza como hacíamos nosotros. Recuerdo la cooperativa con ´La cocina´ en la sala Planeta cuando Carlitos Rottemberg producía con 19 años y éramos 20 personas con funciones de martes a domingos. Vivíamos de eso. Estaremos en El picadero, siempre hay gente, pero serán 3 funciones semanales. ´Toc Toc´ fue un éxito que nunca imaginé y compartimos sobre el escenario una experiencia extraña.
P.: ¿En qué sentido?
M.F.: El público opinaba y se metía en la obra con nosotros. Silbaba como en la cancha, como en un partido de fútbol. Vino mucha gente con tocs, había una mujer que llevaba a su hija adolescente que tenia Tourette, había gritos como los de Dayub y eran personas con ese síndrome, vinieron muchos ciegos con sus perros amaestrados. Yo hacía el personaje del toc de chequeo y la obra ayudó a curármelo porque yo lo padecía en la vida real. Dejé la obra después de tres años y aún sigue. Cuando la vi me reí tanto que entendí su éxito. Sin ser un clásico del teatro, cumplió con la función del teatro: que el ser humano se vea vivir.