Por Joaquín Morales Solá
Habrá importantes aumentos en el precio de las tarifas de gas y electricidad para una sociedad empobrecida. ¿Suficiente? No, para peor, al enorme atraso preexistente en el valor de las tarifas se le sumó la guerra de Rusia contra Ucrania, que aumentó exponencialmente los precios del petróleo y el gas; la Argentina importa esos productos, sobre todo gas. Los que esperaban que el Fondo Monetario llevara al Gobierno a un ajuste en serio del gasto público se sienten defraudados. Los que imaginaban que el Fondo haría una autocrítica implícita del crédito otorgado a Mauricio Macri y le facilitaría al actual gobierno seguir con la práctica del gasto público discrecional (que le permitió al kirchnerismo gobernar durante doce años) están también decepcionados. El acuerdo no es más que una serie de moderadas exigencias para tender un puente hacia 2023, cuando todos suponen, incluidos el oficialismo y el propio Fondo, que gobernarán los que ahora están en la oposición. No obstante, los ajustes tarifarios caerán sobre una sociedad que perdió capacidad de consumo, que convive a duras penas con una ingobernable inflación y que viene desde hace diez años sufriendo el estancamiento de la economía o la recesión. El frágil margen de tolerancia social será puesto a prueba, una vez más.
Al Gobierno le gusta más ser oposición de la oposición que gobernar. La ley que Alberto Fernández hizo aprobar en 2020 para que el Congreso autorizara los acuerdos con el Fondo, por primera vez en la historia, correspondió a la estrategia de tirarle a la oposición la obligación de compartir el costo político de ese acuerdo imprescindible. Esa treta de política barrial se convirtió en una soga que ahora aprieta el cuello del Gobierno. El primer problema que tiene no es con la oposición; es con la desbandada del cristinismo más puro en el Congreso. Los seguidores de Cristina Kirchner quieren salir impolutos e intocados del acuerdo con el organismo multinacional. El Gobierno no son ellos, sino Alberto Fernández, aunque delegados de La Cámpora controlan el 70 por ciento del presupuesto nacional, según una afirmación del senador y economista Martín Lousteau. El PAMI, la Anses, Aerolíneas Argentinas y parte de la AFIP están en manos de los amigos de Máximo Kirchner. El conflicto moral por el acuerdo con el Fondo tiene un límite para el hijísimo: los recursos del Estado no se entregan.
Si los bloques peronistas del Senado y de Diputados tuvieran una sola opinión sobre el acuerdo con el Fondo, el debate sobre qué hará la oposición tendría menos importancia. Grietas profundas dividen, en cambio, el campo oficialista. Diplomáticos argentinos en Nueva York debieron advertirle al Gobierno que cruzaría una línea roja con el gobierno de Estados Unidos si se abstenía en la condena de las Naciones Unidas a Rusia por su criminal invasión a Ucrania. La estrategia de Joe Biden era mostrarle a Vladimir Putin el aislamiento internacional en que se metió. Lo logró: 141 países votaron contra Rusia en la Asamblea de la ONU (incluida la Argentina) y solo cinco votaron a favor de Putin. Un psicópata no se detiene ante semejante adversidad, pero Occidente confía en que el establishment ruso perciba que con el déspota camina hacia la miseria y la oscuridad.
Solo aquella advertencia de última hora cambió la decisión argentina de abstenerse en la votación de la ONU. Tal notificación explica también la contradicción del gobierno argentino, que en la OEA se abstuvo de condenar a Putin y en las Naciones Unidas lo condenó. En la OEA se justificó con el argumento de que la guerra descerrajada en Ucrania no era una cuestión de ese organismo. ¿El continente americano pertenece a otro planeta? Es el mundo el que está en guerra, porque de las guerras solo se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo terminan. Lo cierto es que un día después de la votación en las Naciones Unidas, Alberto Fernández pudo anunciar el acuerdo definitivo con el Fondo. A cambio, debió resignarse a desatar la furia de Cristina Kirchner por la condena argentina a Putin en la ONU.
Pocas veces en los últimos años el país vivió un instante como el actual, cuando vacila entre la mediocridad y la ruina. Una crisis latente podría arrasar con la dirigencia política y someterla a la sociedad a nuevos y más altos niveles de padecimiento. Cuidado. De esas crisis solo sobreviven los extremos. ¿Cristina Kirchner y Javier Milei? El período de sesgados balances y arbitrarias culpas ha concluido. El Gobierno está empecinado en conseguir que la oposición de Juntos por el Cambio reconozca que el conflicto económico actual es su responsabilidad. ¿Por qué lo haría? De los últimos 18 años, 14 fueron gobernados por las distintas variantes del kirchnerismo. Alberto Fernández no se detiene ni siquiera en el primer compromiso de un gobernante: respetar la continuidad del Estado. ¿Qué habría sucedido si Macri en 2016 le hubiera exigido al kirchnerismo que votara los aumentos de las tarifas de servicios públicos, porque fueron Cristina Kirchner y su marido quienes las atrasaron y comenzaron el largo período de subsidios, ya ahora desbocado? Nunca hubiera existido la actualización de tarifas. Ningún gobierno en el mundo actúa mirando obsesivamente los reflejos del pasado.
Frente al desbarajuste en el oficialismo, la oposición de Juntos por el Cambio debe caminar por una finísima cornisa entre dos abismos. No puede ser socia del oficialismo en un eventual default, pero tampoco puede ser socia de la política económica del Gobierno. Máximo Kirchner y Oscar Parrilli, diputado y senador, los dos hombres más cercanos a Cristina Kirchner, no asistieron a la sesión para escuchar al Presidente. ¿Mala señal? Tal vez. En el bloque de senadores peronistas se revuelven contra el acuerdo firmado por Alberto Fernández, dicen los que escuchan esas furiosas conversaciones. Esos senadores carecen de la facultad de decidir. La que decide es Cristina Kirchner, para una importante porción del bloque oficialista en el Senado al menos. La posición de la vicepresidenta no se conocerá por sus mohines, sino por el voto de los senadores que le responden. Ella no vota. A pesar de semejante debilidad entre los propios, el Presidente no se privó de cargar contra Macri en los considerandos del proyecto que envió al Congreso para que le aprueben el acuerdo con el Fondo.
De hecho, el Gobierno estaba eufórico el martes porque Alberto Fernández había logrado dividir a la oposición; fue cuando los legisladores de Pro se retiraron del recinto. De nuevo: le fascina más ser opositor de sus opositores que gobernar. Debió reparar en las ausencias del hijo de los Kirchner, de Parrilli y de diez gobernadores peronistas que prefirieron quedarse en sus provincias antes que escucharlo. ¿Hicieron bien aquellos legisladores de Pro? O se retiraba todo Juntos por el Cambio o se quedaba toda esa coalición. Faltó organización y liderazgo, porque es imposible mover unánimemente a 140 legisladores, entre diputados y senadores cambiemitas, solo porque alguien levantó el dedo. Le hicieron un favor a Alberto Fernández; le permitieron a este esconder sus ausencias y destacar la división opositora.
La mayoría de Juntos por el Cambio le huye al default. Es cierto que la herencia del gobierno que asuma en 2023 será mucho peor que el ya abrumador legado que dejó Cristina Kirchner en 2015. Según varios economistas, Alberto Fernández le agregó unos 30.000 millones de dólares más por año a la deuda pública argentina. Pero esa herencia estará en 2023 y, encima, un default con el Fondo si el acuerdo naufragara en el Congreso. Se juega, además, la reputación de la oposición ante el Fondo y ante Estados Unidos, si fuera Juntos por el Cambio el responsable de un fracaso parlamentario. Los opositores deberán recurrir a todas las artimañas parlamentarias (dar quorum, abstenciones, quedarse o retirarse) para caminar por esa estrecha cornisa entre el default y la complicidad con un gobierno que solo piensa en cómo perjudicar a sus opositores. Ayudar al que ofende. Solo una monumental crisis justifica ese acto humanamente improbable.
Fuente La Nacion