LA HABANA, Cuba. – Cada día es menos frecuente el sonido del pito que anuncia la llegada del afilador, nombre por el que se conoce en Cuba a la persona que se encarga de amolar cuchillos y tijeras.
A sus 50 años, Idomar Fernández Proenza es de los pocos afiladores que mantiene una tradición que también le ha servido para llevar comida a su familia por más de 20 años.
Cuando cuenta su inicio como afilador, primero habla de las carencias que lo llevaron a aprender el oficio y, luego, comienza a narrar su historia como “indocumentado” en la capital de la Isla.
“La necesidad me trajo para La Habana; vine sin autorización de residencia”, recuerda.
A los 28 años, Idomar salió de Granma, su provincia natal. Tenía un sueño: encontrar un trabajo que le permitiera cierta prosperidad económica.
“Ahora se ve menos, pero antes te perseguían y te deportaban para tu provincia si estabas sin permiso en la capital. Así que, no podía trabajar en ninguna empresa porque no tenía la dirección de aquí”, cuenta.
En esa época, conoció a un anciano al que llamaban Cundo y que, según dice, fue el primero en adaptar la bicicleta para el oficio de afilador.
“Cuando lo conocí [a Cundo] casi no podía sostener la rueda antigua con la que andaban los afiladores. Ayudándolo aprendí el oficio y las mañas para sacar puntas o filos. Como el viejo no tenía fuerzas, pero necesitaba trabajar, los hijos le adaptaron la piedra de afilar a una bicicleta china. Nosotros copiamos el modelo y hasta mejoramos el invento”, dice.
Sin permiso de trabajo ni residencia temporal o transitoria, Idomar aprendió a escurrirse para evitar ser detenido y deportado. “La jugada estaba apretada, igual que ahora”, apunta.
También narra con orgullo que, desde su primer día en la calle como amolador, anunció su paso con el sonido del chiflo, el instrumento de viento que identifica a los afiladores.
“Yo nunca he gritado ‘¡afilador!’. Cuando sueno el pito, eso basta para que salga de su casa algún cliente”, explica.
Pero esto también entrañaba riesgos: “El sonido del pito lo mismo atraía a clientes que a quienes me podían delatar (…). Trabajé así durante varios años para mantener a mis hijos y ayudar a la familia”.
Al filo de la ley
A medida que el afilador se las ingeniaba para salir de la ilegalidad, el oficio, casi extinto en el mundo, se volvía atractivo para los turistas extranjeros que visitaban la Isla.
Este fue uno de los principales motivos por los que la Oficina del Historiador de La Habana y La Casa Obra Pía lo contactaron como parte de un plan de rescate patrimonial.
El salto a la legalidad sucedió gracias a una carta firmada por Eusebio Leal en la que se le autorizaba a ejercer el oficio en las calles. Después del reconocimiento llegaron las regulaciones del trabajo por cuenta propia y, con ellas, los nuevos desafíos para sostenerse económicamente.
“Nos dijeron que formábamos parte de una tradición. Primero trabajamos con una carta de Eusebio Leal y al cabo de algún tiempo nos dieron patentes (…). Era una manera de tener un sustento de vida. Bueno, un trabajo”, apunta.
Sin embargo, la legalidad laboral y el estatus de residente en La Habana no garantizaron la prosperidad ni un salario que pusiera fin a la “lucha” diaria por sobrevivir.
Idomar paga un mínimo de 40 pesos mensuales de tributo al Estado por ejercer la actividad de amolador. “Nosotros no tenemos que hacer declaración jurada porque nos dejaron como prestadores de servicio. Este año estamos esperando que con los nuevos impuestos suban el de los amoladores”, lamenta.
El precio de afilar una tijera comienza en 20 pesos, pero puede superar los 50 dependiendo el tamaño y el grado de deterioro.
Idomar afila lo mismo cuchillos y alicates para cortar cutículas que todo lo que necesite filo. “Los precios varían desde el cuchillo hasta la pinza de cejas. Lo que cobramos es algo que no nos gusta divulgar porque en cuanto ganas un poquito más te suben los impuestos”, asegura.
Además, la situación de los afiladores empeora por la escasez de materias primas para mantener el oficio. La industria nacional dejó de producir las piedras de asperón (piedras abrasivas) usadas por los amoladores. La escasez disparó sus precios en el mercado negro, donde ahora alcanzan los 2 000 pesos.
“La goma de bicicleta también cuesta 2 000 pesos; las cámaras 250. Todo está tan caro que aun trabajando todos los días y con buena clientela es difícil salir adelante porque se te va todo en piezas y comida”, explica.
“La jugada está escasa, pero seguimos pa’lante”, dice, tratando de mantener la esperanza por la que salió de su provincia natal hace más de 20 años.
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Fuente Cubanet.org