Dr. Jorge Corrado*
“Los guerreros victoriosos ganan primero y luego van a la guerra, mientras que los guerreros derrotados van primero a la guerra y luego tratan de ganar.”
Sun Tzu. Siglo V A.C.
Siguiendo el pensamiento de Raymond Aron, tomado de Clausewitz, que dice “la guerra es un camaleón”, afirmamos que la misma se encuentra en constante evolución y modificación. Mutando su naturaleza, contenidos, procedimientos y alcance. Y cuando creemos que se ha agotado en sus manifestaciones, se revela con mayor fuerza en otros aspectos, muchos más agresivos, morbosos e imprevistos.
La pregunta estratégica por definición no es aquella que se refiere al “qué hacer”, sino la que pregunta “de qué se trata”, cual es el eje del problema, lo medular, lo sustancial, lo conceptual. Si no se tiene el concepto de lo que ocurre, no se puede operar sobre la realidad. La misma se torna caótica, ingobernable.
Lo que es verdaderamente relevante, desde el punto de vista estratégico, es lo nuevo, no lo que se repite. El cambio y el conflicto derivado, no la continuidad y la estabilidad. La novedad, en el caso de la Guerra Fría, fue la ausencia de la derrota militar clásica, en batalla. Hubo un colapso estratégico, no militar, en el ámbito de esta confrontación mundial nuclear.
En efecto, durante el primer decenio la “posguerra fría” (1991/2001) se registraron 108 conflictos armados, en 73 lugares diferentes del planeta, cubriendo todas las gradaciones de intensidad:
- menores, en los cuales el número de bajas registradas durante su transcurso es superior a 25, pero menor a 1000;
- intermedios, con más de 1000 bajas durante su transcurso pero, en cualquiera de los años considerados, menos de esa cantidad y más de 25; y
- mayores (o literalmente guerras “de la primera especie”), con más de 1000 bajas fatales en cualquiera de sus años de desarrollo.
De los mencionados 108 conflictos, 92 de ellos fueron intraestatales, sin intervención de terceras partes externas; otros 9 fueron intraestatales, aunque con algún tipo de participación extranjera; finalmente, los 7 restantes fueron interestatales.
La guerra fría se caracterizó por la determinación y la identificación concreta de los adversarios en disputa. A través de la disuasión nuclear, se materializó la “pax nuclear”, los únicos 40 años de paz consecutivos en Europa, desde hace cinco siglos. La crisis actual es la repentina irrupción de lo novedoso, que cambia los datos del problema y provoca como efecto la obsolescencia de las categorías conocidas para resolver el conflicto. Estos, en vez de constituir hechos excepcionales, tienden a transformarse en acontecimientos permanentes.
Surge la percepción de una extraordinaria incertidumbre en regiones deprimidas, ante los cambios cualitativos que no pueden ser incorporados. Las categorías del pensamiento, propio de épocas pasadas, no están en condiciones de abarcar y conceptualizar lo que está pasando hoy. La clave del presente, ante lo expuesto es: limitar la incertidumbre, reconociendo el carácter inexorable del avance tecnológico, y al mismo tiempo estar en condiciones de dar una respuesta, siempre tentativa, a la pregunta crucial: ¿Qué tenemos frente a nuestros ojos?, ¿Por qué ocurre?; y transformar esa incertidumbre en riesgo, a través del planeamiento. Acotar la irrupción de lo nuevo, sus condiciones y características: sus esencias. La tarea clave es ver lo que los ojos no ven, evitar bucear en la dualidad. Abarcar y focalizar lo nuevo, para concentrar las energías.
Dada la irrupción de lo nuevo, la tarea fundamental está en el campo de la Inteligencia Estratégica. Pero por encima de la Inteligencia Estratégica está la Sabiduría Política, que consiste en dirigir los esfuerzos institucionales según la naturaleza del conflicto que tenemos por delante.
Ante un conflicto nuevo, que emerge, la responsabilidad de la seguridad estratégica del Estado, consiste en nunca dar por seguro lo peor, como decía Churchill. Pero, como complemento de esta afirmación, la responsabilidad político-estratégica–militar, consiste siempre en prever la peor hipótesis. Decía De Gaulle: “el Ejército es una Institución que de nada sirve, salvo cuando todo depende de ella”.
La confluencia entre el pensamiento estratégico y el político-diplomático, que nunca da por seguro lo peor, debe enfrentar hoy a los novísimos conflictos post-Guerra Fría. En éste mundo en constante cambio, de acelerado ritmo, las crisis constantes así lo exigen.
Hoy toda organización política estatal que no sea estructuralmente flexible y capaz de adaptarse dinámicamente al medio, a través del acceso directo e instantáneo a la información procesada, de alcance mundial, estará buscando inconscientemente su propia inmolación.
En nuestra opinión la versión contemporánea de la guerra civil está asociada a la ruptura del Estado. Podríamos conceptualizarla de la siguiente forma: “Una parte de la comunidad rechaza los procedimientos establecidos para la resolución de conflictos y opta por recurrir a la fuerza armada para imponer sus criterios sobre la organización política, económica o territorial de la colectividad. Si la violencia entre los dos bandos se extiende en términos temporales y alcanza un cierto umbral de intensidad medido en pérdidas humanas y materiales, se puede hablar de guerra civil. Durante el enfrentamiento, los rebeldes construyen un aparato paraestatal alternativo que oponen a la administración oficial. Durante un cierto tiempo, dos o más autoridades se enfrentan hasta que una destruye a la otra y monopoliza el control sobre población y territorio. Bajo esta definición se pueden englobar muchos de los enfrentamientos domésticos en el área Sur durante la última Guerra Mundial, comúnmente llamada “Guerra Fría”.
A principios de los ’90, Martín Van Cleveld, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su obra “La Transformación de la Guerra” anunciaba importantes cambios en los motivos por los que se hace la guerra, los actores que participan en ella, las finalidades que persigue y los modos que emplea. Su análisis parte de una premisa básica: “El paradigma que ha presidido la guerra moderna, en la que los Estados se ven abocados al conflicto bélico por razones de estado, empleando organizaciones militares permanentes para enfrentarse a otras parecidas, donde sus actores adquieren el carácter de combatientes, con las poblaciones apoyándolas pero separadas de ellos, en definitiva, lo que se conoce como la “trinidad clausewitziana” de pueblo, ejército y gobierno, ha sido históricamente, una excepción.”
A lo largo de los tiempos, la guerra ha sido practicada por familias, clanes, tribus, ciudades, órdenes religiosas e incluso por empresas, como la Compañía de Indias Orientales británica. Los motivos por los que se iba a la guerra también han sido diversos: tierras de cultivo, mujeres, botín, esclavos, pureza de la raza. Normalmente se ha empleando a la población, en forma de milicia, como instrumento para hacer la guerra. La razón de estado como causa de guerra y las grandes burocracias militares como medio para llevarla a cabo son rasgos de la modernidad, que se han desarrollado paralelamente con el auge del Estado-Nación moderno.
La conversión de los individuos a una determinada creencia o conciencia, ha sido uno de los objetivos clave de la guerra. Paralelamente, rasgos étnicos, culturales, sociales o ideológicos identifican a miembros de otra comunidad como adversarios, al margen de que empuñen o no un arma. La consecuencia inevitable es que, en estos casos, guerra y política dejan de ser la continuación una de la otra, para fusionarse en una única actividad.
El papel clave del Estado, como única fuente legitima de empleo de la fuerza, se fragmenta en esos casos en una serie de grupos facciosos que se arrogan ese derecho, sobre un palmo de territorio y población. Desde luego, es propio de los conflictos domésticos un cierto grado de caos y los combatientes de las “guerras de tercera clase” no son ejércitos bien organizados, atados al derecho de la guerra, sino bandas o grupos irregulares coordinados de una forma más o menos vaga, operando fuera de toda “convención”.
Sin embargo las nuevas guerras internas, en la posguerra fría, van más allá: desarrollan enfrentamientos entre un número indefinido de núcleos de poder independientes que actuando en red y con agenda propia de intereses, poseen recursos militares y económicos suficientes para impulsar desafíos hasta hoy desconocidos. La multiplicación de las bandas criminales organizadas provoca una multiplicidad de delitos que agravian la supervivencia del Estado, impulsan al delito común e inducen a los ciudadanos a asumir la responsabilidad por su propia seguridad y perseguir sus objetivos por el único medio posible, en ese clima social, el uso de las armas.
Es este escenario, de generalización conflictiva, lo que se puede definirse como “expansión y descentralización de la violencia”. Un proceso cuya fase final parece conducir a un retorno al estado de naturaleza, en el sentido “hobbesiano” del término. La descentralización y expansión de la violencia implica necesariamente una fusión de la violencia política y el delito común.
En lo que a Latinoamérica respecta, desde el comienzo de la Guerra Fría en 1947, conjuntamente con algunas regiones de África y del sudeste asiático, ha sido el espacio de confrontación indirecta de ambos bloques imperiales, con consecuencias catastróficas para la Región. La violencia revolucionaria se montó sobre la hereditaria debilidad de los Estados regionales y sobre los odios sociales. Su resultado fue la malversación de las Instituciones, el consiguiente debilitamiento de las estructuras de poder, la transculturación y su consecuente “discordia social”. El caldo de cultivo ideal para transformarse en asiento natural del Crimen Organizado Transnacional y el germen propicio para las guerras civiles fraticidas.
Una de las principales debilidades de nuestro Sistema de Defensa y de Inteligencia derivado, consiste en que durante largos períodos se desarrollaron capacidades, identificación de amenazas y previsión de operaciones, sin considerar el tiempo real como factor decisivo. Mantener dicha categoría de pensamiento en la actualidad, es suicida. Hoy el enemigo puede ser anónimo, puede emplear capacidades no convencionales, tales como ataques electromagnéticos o electrónicos contra comunicaciones esenciales y nodos informáticos y puede hacerlo de la noche a la mañana, sin advertencia previa.
Para las comunidades de Defensa y de Inteligencia Estratégica, el mayor desafío del siglo XXI es el factor “Tiempo Real”. Al tratar con la crisis y el “caos”, como el que a diario nos toca vivir, en medio de la incertidumbre, sin Planeamiento Estratégico, sin conceptualización y sin acotamiento de riesgos, los conflictos sangrientos surgen “espontáneamente” y siempre de manera “imprevista”.
La habilidad para crear en la contingencia, “justo a tiempo”; para responder de manera decisiva, va a ser el único camino crítico de una Política de Defensa y de una Inteligencia Estratégica exitosa en el siglo XXI.
Todos estos parámetros, exponentes de la forma de hacer riqueza en la era de la información y el conocimiento, son también propios de la forma de desarrollar su modo de guerrear específico, que va a tener sus propias características diferenciadoras con la actividad bélica de épocas precedentes. En las guerras actuales se presentan conceptos bélicos que combinan los modos y formas desarrollados por civilizaciones anteriores.
Entre las características que definen a las guerras de la “civilización del conocimiento”, podemos citar:
- El frente no define el lugar donde se desarrolla el combate principal, porque éste se ha extendido, se ha expandido en todas sus dimensiones: naturaleza, distancia, altura y tiempo. Se encuentra tanto en la vanguardia como en la retaguardia y ésta es mucho más profunda. En ésta se incluyen los centros de mando, control y comunicaciones del enemigo, su cadena de apoyo logístico y su sistema de defensa aérea.
- El conocimiento es el recurso crucial de la capacidad de destrucción.
- La iniciativa, la información, la preparación y la motivación en los soldados es más importante que su puro número.
- Los daños serán selectivos, disminuyendo los colaterales.
- Las armas inteligentes van a requerir soldados inteligentes.
- Los nuevos sistemas bélicos necesitan menos dotación de personal y disponen de mucha más potencia de fuego.
- La gran complejidad militar necesita de la integración de los sistemas.
- Las operaciones se llevarán a cabo con extraordinaria velocidad y aceleración.
- Los combates se desarrollarán tanto en los campos de batalla como en los medios de comunicación.
- Las políticas y estrategias relativas a la manipulación de los medios de comunicación constituyen un elemento esencial para el logro del objetivo propuesto.
- Las nuevas operaciones deberán ser capaces de proyectar potencia y fuerzas a gran distancia y a través de operaciones conjuntas y combinadas, así como la realización de ataques simultáneos sincronizados y controlados, en tiempo real.
La guerra se compone de dos elementos básicos, la lucha de voluntades y la prueba de fuerza. La primera es de naturaleza psicológica. El objetivo ideal es conquistar sin combatir. El enfrentamiento puede ser directo o mediante la disuasión: la amenaza entendida en su conjunto como “diplomacia de la violencia”. Las voluntades pueden ser minadas indirectamente, a través de la destrucción parcial de la fuerza. La segunda es propiamente el combate. Aún así, existe una dialéctica entre ambas. Cada ataque es, a la vez, una amenaza de ataque sucesivo y, al mismo tiempo, un gesto implícito que invita a la negociación.
No puede haber previsión estratégica sin la debida reflexión, sin el manejo conceptual y esencial de la realidad sobre la que debemos actuar, pero tampoco sin el respaldo del instrumento militar necesario. Sin la “adecuada” fuerza militar y su voluntad política de empleo, la prevención será una utopía. El problema Latinoamericano es que ningún Estado-Nación posee esa fuerza adecuada a éste tiempo y circunstancia. Carecemos de voluntad política para lograr un Acuerdo de Seguridad Común, ante los hechos estratégicos en curso en la región. No hemos sido capaces de contener, “en conjunto”, el mayor y más antiguo conflicto de la región, el colombiano.
Frente a la nueva modalidad de los conflictos presentes en América del Sur, entre los cuales el narcoterrorismo es su máxima expresión, se pone de manifiesto dramáticamente la incapacidad de los Estados, actuando por separado, para poder adoptar medidas eficaces.
Ante el alto grado de vulnerabilidad y de disfuncionalidad en que se encuentran los sistemas de Defensa de los países miembros del MERCOSUR, considerando las particularidades descriptas, es indispensable encontrar un camino hacia un sistema de Seguridad Estratégica Regional, que preserve un futuro político en Paz, frente a los actuales, nuevos y poderosos riesgos y amenazas internacionales en presencia. Salvaguardar al Estado, como instrumento de Seguridad, Justicia y Equidad Social, es el desafío estratégico primordial en el Siglo XXI.
Esta exigencia conduce indefectiblemente al MERCOSUR POLÍTICO y éste tendrá entidad cuando se logre una Política de Defensa Común, a través de un Acuerdo de Seguridad Colectivo. La naturaleza de los principales hechos y amenazas estratégicas del continente, el narcotráfico y el terrorismo, operando sobre sociedades empobrecidas y Estados Nacionales débiles, con sus instituciones malversadas y sus sistemas políticos no consolidados, no ha encontrado una respuesta combinada y unificada, que tenga en cuenta las características internacionalizadas y flexibles de una agresión estratégica diluida, no militar. Allí encontramos el verdadero desafío que debemos afrontar.
*Director del Instituto de Estudios Estratégicos de Buenos Aires. Profesor de la Universidad Católica de la Plata.