ANTIBES, Francia. – Nacido en una familia de pedagogos en Matanzas, el cineasta y escritor Humberto López y Guerra ha vivido 52 años en Suecia, unos más como estudiante de cine en Alemania y, en total, casi seis décadas fuera de Cuba. Desde muy joven frecuentó el círculo de escritores de su ciudad natal, trabajó para el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), fue testigo visual de los combates en Bahía de Cochinos, conoció la Alemania comunista de los años duros y decidió, a pesar de su juventud y gracias a su perspicacia, ponerse a salvo de todo aquello.
En Estocolmo, trabajó intensamente para la televisión y el cine suecos ganando importantes premios que le hicieron recorrer el mundo con su trabajo. Hoy, cuando se prepara para cumplir 80 años, vive una jubilación apacible, como editor y autor de novelas, entre Antibes (Riviera Francesa) y la capital sueca. Y, contrariamente a lo que solían hacer los vacacionistas de la Belle Époque, pasa sus inviernos a orillas del Báltico y los veranos en su residencia azureña con vista al Mediterráneo.
Viajo hasta Antibes y me recibe su perra Habana, una bichón habanera, valga la redundancia. Humberto es gran conversador y tiene anécdotas deliciosas que, como buen escritor, va dosificando de manera teatral para que el público no pierda el interés, secundado siempre por su esposa sueca, Nina, quien, con una memoria de elefante y un español perfecto, es solicitada con frecuencia para precisar fechas o nombres.
―Como con todos los entrevistados de esta serie me interesa mucho conocer tus orígenes. Siempre he pensado que somos producto de circunstancias anteriores a nuestra llegada al mundo y, por eso, no haré excepción contigo…
―Nací en Matanzas en 1942, en la clínica Villar y durante el tiempo que viví allí lo hice siempre en la casa familiar de la calle San Rafael No. 42, en el barrio de Pueblo Nuevo, hasta que me fui para La Habana con 15 años. Mi padre era hijo de un canario que había trabajado de ingeniero en la construcción del canal de Panamá, como empleado de la United Fruit Company, razón por la cual mi padre nació en Macabí, un pueblo de la bahía de Banes, en donde los americanos habían construido el central Boston del que mi abuelo era jefe de maquinarias. Mi madre era matancera y descendía de españoles de ascendencia flamenca por parte de su madre, por lo que a su padre le llamaban erróneamente “El Inglesito”, y por su padre venía de una familia cubana que tenía una finca llamada San Armando.
En Matanzas, mis padres fundaron una escuela llamada Academia López Guerra en donde mi madre era la profesora de inglés, taquigrafía y otras asignaturas, y mi padre se ocupaba del resto. Pero para evitar conflictos de intereses me enviaron al colegio presbiteriano Irene Toland, un colegio episcopal norteamericano que, junto a La Progresiva de Cárdenas, eran los mejores de la provincia. Luego, estudié la secundaria en la escuela pública.
―¿Qué recuerdos tienes de aquellos primeros 15 años en tu ciudad natal?
―La enseñanza en el colegio era fantástica. El plantel era muy moderno y con una infraestructura increíble para la época, excelentes clases de deportes y hasta de artes escénicas. Por supuesto, como era un colegio norteamericano celebrábamos incluso Halloween. Para mis padres la escuela era un sacerdocio, así que no puedo decir que fui de aquellos niños que pasaba los fines de semana en Varadero. Yo era medio pupilo, como llamaban entonces a los seminternados.
Por otra parte, a la academia de mis padres venían alumnos a estudiar en los cursos nocturnos. Recuerdo en particular que había un mulato apellidado Montalvo, semianalfabeto y marino mercante, que se había inscrito en esos cursos. Entonces me contaba sobre sus viajes a Japón, Indonesia y países lejanos. Mi primer intento literario fue justo a raíz de los relatos de Montalvo, pues escribí una novelita que titulé Mi viaje alrededor del mundo y que, por supuesto, nunca publiqué ni sé dónde está.
―¿Cuándo y cómo entras realmente en contacto con el mundo cultural?
―En aquella época Matanzas hacía realmente honor a su apelativo de “La Atenas de Cuba”. Matriculé en la escuela de artes plásticas de la ciudad y allí entré en contacto con el grupo de teatro “Atenas” del que Carilda Oliver Labra, poetisa matancera y vecina nuestra, era una especie de mecenas. Montamos piezas muy vanguardistas para la época, como La ramera respetuosa de Jean-Paul Sartre en la que yo hacía el papel del policía. En Matanzas había dos emisoras de radio locales: Radio Matanzas y Radio Menocal y, en esta última, teníamos un espacio dominical de dos horas, dirigido por el escritor Roberto Cazorla, para hacer teatro radial.
Independientemente de esto yo había abandonado la secundaria para irme a La Habana buscando mejor desenvolvimiento en lo que me interesaba más: la fotografía de cine. Cuando llegué a la capital cubana en 1957, entré en contacto con un primo de mi padre que se llamaba Armando López y que bajo el nombre de “Armand” se había convertido en el fotógrafo de las estrellas y tenía su estudio en la calle Línea. Gracias a que él conocía a toda la farándula, me introdujo en la CMQ para que trabajara de extra en el “Cabaret Regalías”, uno de sus programas, de modo que, como colegiado de la CMQ, pudiera ganar algún dinero para pagar la casa de huéspedes de la calle Infanta en donde vivía. Yo seguía con mis ansias de convertirme en actor y fue entonces que Vicente Morín, director del grupo y sala de teatro Prometeo, empezó a darme clases de arte dramático en aquel oasis de buen teatro. Pero aquellos años eran muy turbios, había mucha inestabilidad política y mi madre no paraba de reclamar que regresara a Matanzas. Entonces, regresé.
―Triunfa la Revolución en la que, como muchos jóvenes de entonces, te implicas. Cuéntanos de ese momento y de tu entrada en el universo del cine.
―Desde mis primeras relaciones con el grupo Atenas y Carilda Oliver Labra formaba parte de los jóvenes que coqueteaban con el Partido Socialista Popular. Era evidente que estábamos casi todos en contra del gobierno de Fulgencio Batista. La insurrección había estallado en muchas partes y no tardó en triunfar ni yo en incorporarme al Ejército Rebelde, en marzo de 1959. Por supuesto, con 18 años aquella incorporación no pasaba de ponerme el uniforme, el brazalete y hacer guardias para proteger ciertos sitios considerados vulnerables como el Instituto en el que había estudiado. Nos dirigían Alfredo Ballester Parra y Eugenio Teruel, quienes habían estado en el Segundo Frente Oriental con Raúl Castro y venían de la vieja guardia del Partido Comunista.
En ese amago de Ejército citadino me ocupaba de la parte cultural. Fue entonces cuando, recién fundado el ICAIC, Julio García Espinosa emprende un recorrido por las provincias buscando jóvenes talentos para su Instituto. Yo fui el seleccionado de Matanzas durante una selección de la que recuerdo a la futura actriz Eslinda Núñez y a su esposo, Manuel Herrera, también seleccionados, pero por Santa Clara.
―Comienzas entonces tus años de formación en el ICAIC. ¿Cómo logras entrar sin previa formación para ello?
―Justamente el objetivo era formarnos en el camino. Mi entrada en ese lugar estuvo llena de zozobras. Recuerdo que en ese entonces el edificio Atlantic, en la calle 23 y 12, en donde se había establecido, estaba ocupado por consultas de dentistas. Al principio, el ICAIC ocupaba solo el segundo y el quinto pisos. Yo me aparezco allí con mi uniforme y el fusil y llegan enseguida dos policías para detenerme porque según ellos yo era un fugado del Distrito Militar. Perplejo, me dirijo a la estandardista que se llamaba “Caíta” Villalón y le pido que avise a Alfredo Guevara de lo que estaba sucediendo. Así lo hizo y Guevara salió inmediatamente y desde ese mismo puesto llamó personalmente a Raúl Castro para sacarme del apuro. Los dos militares que me habían venido a buscar se pusieron blancos como un papel. Cuento esta anécdota para que quede claro el grado de intimidad que había entre Alfredo Guevara y Raúl Castro, así como el inmenso poder de este último.
Fue así que llegué, al fin, hasta la oficina de Santiago Álvarez quien inmediatamente me incorporó a su equipo del “Noticiero Latinoamericano” en donde comencé a aprender los gajes del oficio durante las filmaciones de los primeros noticieros en junio de 1960.
―Tu primera verdadera producción fue el documental “Muerte al invasor”, filmado durante los sucesos de Bahía de Cochinos, en abril de 1961. ¿Cómo sucedió todo? ¿Qué recuerdos tiene de ese hecho capital en la historia contemporánea cubana?
―Cuando sucedieron estos acontecimientos ya era un productor establecido en el ICAIC. Vivía muy cerca de las oficinas, pues tenía un tío que era cantinero en una casa de huéspedes en las calles 17 y 6 del Vedado y me había facilitado un cuarto allí. Mi trabajo era grabar todos los discursos de Fidel Castro, pero la noche del 17 de abril, cuando se produce la invasión, el productor que estaba de guardia, Idelfonso Ramos, desapareció. Entonces Pablo Martínez, Julio Simoneau e Iván Nápoles, que eran los fotógrafos, me llamaron a mí pues era el que vivía, como ya dije, más cerca.
Ese mismo día llegamos a Playa Larga, en donde más se había combatido, en un momento muy trágico porque vimos cuando un par de aviones bombardeaban los autobuses Leyland que transportaban a los cadetes de la escuela de milicias de Matanzas. Como habíamos llegado tarde tuvimos que buscar en Colón un hotelucho donde pasar la noche y comer algo (recuerdo que unos huevos a la ranchera). Al día siguiente nos encaminamos al central Australia y fue allí que vimos los primeros muertos de la Brigada 2506. Estábamos en la oficina del central cuando llegó Fidel, quien nos conocía ya pues, como dije, filmábamos desde hacía un tiempo sus discursos. Fue entonces que Pablo Martínez empezó a filmarlo cuando hablaba desde la centralita del ingenio y la persona que aparece a su derecha soy yo. Creo que hablaba con el gallego Fernández, quien realmente era el único con verdadera formación militar entre los dirigentes de la Revolución porque había sido miembro del Ejército Republicano durante el gobierno de Batista, antes de pasarse al Rebelde.
En ese mismo momento vamos para Playa Larga, en donde vimos que el pelotón liderado por Ameijeiras había sufrido muchas bajas. Luego seguimos para Playa Girón, a donde había ido Fidel con la idea de hundir el barco Hudson. Fue ahí donde Pablo Martínez y yo hicimos el fotograma del que sacaron la foto que todo el mundo conoce y en la que aparece Fidel saltando de un tanque T34 ruso. La hicimos con una cámara de cuerda Eyemo de la Segunda Guerra Mundial. En realidad, el barco ya estaba hundido, como me dijo en ese momento el general Rafael del Pino, que fue quien los bombardeó desde el avión que pilotaba. Ya no había mucho por hacer. Como decimos en cubano lo que hacía Fidel era “joder la pita”, es decir, excitarse corriendo de un lado para otro como si estuviera jugando a la guerra.
Lo que sí puedo afirmar, porque lo vi con mis propios ojos, es que pasaron varias veces sobre nuestras cabezas varios aviones norteamericanos que ni intervinieron ni se dieron por aludidos. A buen entendedor… Al tercer día, cuando ya no había combates y había terminado aquella escaramuza civil entre cubanos, empezaron a llegar, como a un safari, los restantes del ICAIC, es decir, Tomás Gutiérrez-Alea y compañía. Santiago Álvarez, que aparece también como director de Muerte al invasor, ni siquiera estuvo en Girón. Ninguno de los dos dirigió absolutamente nada.
―¿Este documental fue la razón por la que te eligieron para estudiar cine en la antigua República Democrática Alemana (RDA)?
―En lo absoluto. Me enviaron porque era joven y ellos estaban preparando a sus funcionarios. Lo menos que se imaginaban era que me perderían para siempre. Pero antes, participé en otros documentales en los que estuve como productor. Uno de ellos fue Colina Lenin, sobre una colina del pueblo habanero de Regla que los comunistas habían bautizado así en la década de 1930. El director era Alberto Román, un hombre muy afrancesado, quien después de irse de Cuba trabajó en Radio Martí. Luego hice Pueblo de estrellas bajas, con Manolito Pérez, sobre Caimanera; seguido de Cinco Picos, la historia de un brigadista al que para convertirse en alfabetizador le exigieron escalar el Pico Turquino, algo que todos los del documental tuvimos que hacer. También Nicaro Nickel Co, otra baba política sobre las minas de níquel de Moa. Por último, como asistente de cámara, hice, gracias a Livio Delgado, que era el camarógrafo del filme, En un barrio viejo, un free cinema sobre los negros marginados, de Nicolás Guillén Landrián, quien ya por esa época empezaba a dar muestras de querer hacer un cine que no fuera propagandístico. Finalmente, antes de partir a la RDA, trabajé en El retrato, un filme de Humberto Solás y Oscar Valdés que me permitió conocer a Antonia Eiriz, gran artista, que era quien hacía todos los bocetos de la película y pintaba sobre cristales. El director de fotografía era Tucho Rodríguez.
―Y llega el viaje a la Alemania comunista…
―Yo estaba preparando ya mi viaje cuando fallece Benny Moré. Como Santiago Álvarez estaba muy ocupado filmando discursos de Fidel en no sé dónde, me pidió que junto a otros camarógrafos filmara el cortejo fúnebre y el sepelio. Fueron casi 12 horas de trabajo sin parar y a mí se me ocurrió que el documental no debería tener voces en off sino solo la música del Bárbaro del Ritmo.
En realidad, Araceli Herrero, la secretaria de Alfredo Guevara, me llamó un día para decirme que Alfredo me daba a escoger entre Praga, Moscú y Berlín para estudiar cine. Yo siempre había sido un admirador del expresionismo alemán, conocía todos los clásicos de esa filmografía, así que no lo pensé dos veces: Berlín.
Partí entonces en 1963 hacia la RDA, a bordo del barco Grusia, que era uno de los que llevaba a los estudiantes cubanos a Europa del Este. El barco nos dejó en Polonia y de allí, a cada alumno, lo enviaron en tren hacia el país del Este en donde iba a estudiar. Pero antes de estudiar cine tuve que hacer todo el bachillerato en alemán en el Herder Institut de Leipzig. Allí empecé a darme cuenta de la enorme ideologización de las personas bajo ese sistema. Las clases principales eran Estética Marxista o Historia del Cine Soviético, por ejemplo. Como era joven siempre pensaba que Cuba iba a ser diferente.
Fue luego de todo esto que ingresé en la Escuela Superior de Arte Cinematográfico HFK de Babelsberg, en Potsdam, que como se sabe queda en la frontera entre Berlín Oeste y la RDA.
―¿Qué impresiones tuviste?
―Ahí fue donde empecé a ver de verdad lo que era el comunismo. Vivíamos en casonas semiderruidas y recibíamos los cursos en una llamada Villa Stalin. Los albergues quedaban a apenas un kilómetro del puente Glienicke, que se le conoce como “Puente de los Espías” porque era en donde se hacían los intercambios de espías entre el Este y el Oeste. Ese puente es el mismo que el de la película de Steven Spielberg y como atraviesa el río Havel los desertores intentaban pasarlo a nado. Durante mis estudios perdí la cuenta de las ráfagas que oí durante la noche cuando los guardafronteras del Este tiraban contra los fugitivos que querían huir hacia Berlín Oeste.
―¿Durante el tiempo que estudiaban en Europa del Este tenían derecho a volver a Cuba? ¿Los vigilaban?
―Sí, cada dos años podíamos volver. A mí me tocó regresar en 1965 y, de vuelta a Europa, lo hice en el mismo Grusia, que me dejó esta vez en Varna (Bulgaria). La travesía de los países del Este era bastante engorrosa y recuerdo que a muchos estudiantes cubanos les robaron las maletas en la estación de trenes de Bucarest (Rumanía). La comida en Bulgaria era espantosa: ají relleno de no sé qué.
Por supuesto que nos vigilaban. Había un funcionario de la embajada cubana designado como responsable de todos. El que me tocó a mí era un gordito que empezó a ensañarse conmigo y a lanzar burlitas porque a mí me gustaba usar sandalias. A cada rato soltaba una bromita en público como queriendo decir que yo era homosexual, cosa que en realidad no era cierto. El tipo me jodía constantemente hasta que un día, aprovechando que conocía a Héctor Rodríguez Llompart, el embajador cubano en la RDA, le comenté lo del gordo verdugo que nos habían puesto y parece que se lo hizo saber a alguien del círculo de Alfredo Guevara. El caso fue que lo llamaron a contar y nunca más se metió conmigo. Me salvó el hecho de que Guevara era homosexual y andaba siempre con un mignon de turno, que en aquella época era Antonio Briones Montoto, a quien mataron luego en una de las operaciones de Fidel Castro en Venezuela. También porque había pertenecido al Ejército Rebelde y estaba estudiando por el ICAIC, y no por otro organismo.
―¿Cuándo regresas definitivamente a Cuba?
―De definitivamente nada. Yo terminé mis estudios en la RDA en 1967 y regresé casado con Leni, una alemana judía, cuyo padre era el jefe de la Junta Central de Planificación en épocas de Ulbricht. A mi regreso ya sabía que era imposible vivir en Cuba y no podía adaptarme a aquella situación. En la Isla me decían que el paraíso socialista estaba en Europa del Este y una vez allí, al ver lo que era, me decía que entonces debía estar en Cuba. El caso era que yo no hallaba el paraíso por ningún lado.
Para salir de Cuba se me presentó la ocasión ideal pues Leni enfermó de un problema renal y la intervención quirúrgica había que hacerla en Berlín. Entonces le pedí el permiso a Alfredo Guevara quien al final accedió a que viajara acompañándola. Los padres de ella nos pagaron el viaje y en unos meses estaba de vuelta a Alemania. Por cierto, antes de salir, filmé en Cuba, exactamente en la Isla de Pinos, una película titulada Juventud 67 que, como nunca regresé, la censuraron y escondieron.
―¿Cómo logras pasar a Occidente? ¿Qué experiencias tuviste durante tus últimos meses de vida del otro lado de la cortina de hierro?
―Cuando llegué con Leni de vuelta, y temporalmente, a la RDA, ella se operó. Como tenía que restablecerse me puse a trabajar de asistente de dirección en una película titulada Niebla nocturna, una especie de policíaco, gracias a Hans Malich, jefe de producciones del Círculo Rojo de la DEFA, que eran los estudios cinematográficos de la antigua UFA, en los que todavía podíamos ver los decorados de Metrópolis y otras películas alemanas clásicas famosas. La película se filmaba cerca de la frontera con Checoslovaquia, en un sitio llamado Pirna, en una región que se le conoce por el nombre de Suiza Sajona. Una noche en que dormíamos empezó lo que creíamos era un terremoto y cuando salimos a ver qué pasaba vimos decenas de tanques en dirección de la frontera checa. Cuando les preguntamos a los tanquistas qué pasaba nos dijeron que la RFA estaba invadiendo a los países del Pacto de Varsovia, o sea, lo contrario de lo que realmente estaba sucediendo.
Era la invasión soviética a Praga de 1968. Entonces regresamos a Berlín y yo me dirigí a la Embajada de Cuba para informarme de la posición de La Habana al respecto. Estando allí llegó el télex de Castro anunciando que él se ponía de parte de Moscú. Y para colmo, me anuncian que Santiago Álvarez estaba preguntando por mí y pedía que regresara. El cuento chino cubano ya me lo sabía de memoria. Y como el ICAIC no paraba de reclamar mi regreso empecé a hacerme el sueco pretextando que todavía Leni estaba recuperándose.
Fue entonces que empecé a planificar con ella nuestra huida. La única solución era montarnos en un barco con escala en un puerto de Alemania Federal para poder bajarnos y pedir asilo. La cosa no era tan fácil como te la cuento ahora, porque como era lógico no podías preguntarle a la naviera en dónde haría escala ya que la Stasi sería informada inmediatamente y ahí terminarían todas tus esperanzas. Así que se me ocurrió hacerme pasar por un estudiante mexicano que tenía que recoger un auto en Hamburgo y sabía que uno de los barcos en dirección a Veracruz, que era el mismo que terminaba siempre en La Habana, paraba en ese puerto de la RFA. Así fue, gracias a ese ardid, que la secretaria de la naviera me informó qué el Erfurt era el único que haría escala. De modo que los padres de Leni, que no sabían nada de nuestros planes, nos sacaron el pasaje en ese viaje.
―¿Y en la práctica cómo logran bajarse, pues tengo entendido que en esos barcos te quitaban el pasaporte y te vigilaban para que no pudieras pedir asilo?
―Una auténtica pesadilla. Menos mal que tanto yo como Leni éramos de sangre fría porque, en efecto, el comisario político retiraba todos los pasaportes y los guardaba bajo llave en una caja fuerte. El caso fue que, llegando de madrugada a Hamburgo, en donde el barco pasaría unas cuantas horas, el capitán, algunos subalternos y el práctico del puerto occidental se pusieron a tomar tragos. Yo me di cuenta de que, al parecer, era una costumbre entre ellos y esperé a que estuvieran bien bebidos para acercarme al comisario y decirle que tanto Leni como yo queríamos bajar a dar una vuelta por Hamburgo para estirar las piernas y que, para eso, necesitábamos nuestros pasaportes. Yo mismo no me lo creía cuando vi que el tipo abrió la caja y al entregárnoslos nos dijo: “No se vayan muy lejos”.
Las piernas nos temblaban. Ya Leni y yo nos habíamos puesto varias mudas de ropas superpuestas y así, en un muelle que era como una boca de lobo, caminamos hasta un sitio en que vimos que un minibús iba a recoger a unas personas para llevarlas al centro de Hamburgo. Como teníamos unos pocos dólares, en pocos minutos estábamos ya alojados en un hotelito frente a la Estación de Trenes Central de la ciudad. A esa hora de la noche nos dirigimos al puesto de policía para pedir asilo, pero cuando llegamos vimos que solo había un viejito, al parecer el guardián, que nos dijo que allí no había nadie y que regresáramos al día siguiente.
Así hicimos y a las 8:00 de la mañana éramos los primeros en aquel puesto. Nos recibieron muy amablemente y hasta desayuno nos dieron. Vino un oficial que nos dijo que no había ningún problema porque Leni era alemana y para ellos un alemán del Este no tenía que pedir asilo, ni yo tampoco por ser su esposo. Solo había que notificarlo en Inmigración. Fue entonces que le dijimos al oficial que el problema era que no teníamos en dónde vivir ni con qué; entonces nos envió a una dependencia en donde fuimos atendidos y en la que nos enteramos, por la misma persona que nos recibió, que el maquinista de nuestro barco también se había quedado.
―¿Qué haces en la RFA y por qué en pocos meses te instalas definitivamente en Suecia?
―Viví unos meses en la RFA y empecé a trabajar para Objective Films, una productora de comerciales de televisión en Hamburgo como camarógrafo. Ganaba bien y tenía que hacer unos comerciales de la línea de ferry TT que viajaba por el Báltico y comunicaba a Suecia con la RFA. En el país escandinavo tenía a un amigo español, José Manuel Fernández, que trabajaba para la radio sueca. Fue él quien me dijo que estaban buscando un productor y me presenté como candidato. Al poco tiempo, estando trabajando en Hamburgo, me llamaron para decirme que mi candidatura había sido aceptada.
Ya mi relación con Leni andaba mal pues ella quería regresar a la RDA en donde habían tronado a sus padres después de nuestra fuga. Además, Suecia pagaba mejor y yo adoraba el cine de ese país y a sus directores. Así fue como llegué a Estocolmo, me convertí con el tiempo en fijo de la radio y la televisión y empecé ese mismo año (1969) a trabajar en una película producida por Indra Films sobre desertores de la guerra de Vietnam que vivían en Suecia y que se titulaba Busca a tu héroe. Realmente había entrado por la puerta grande y lo mío con Estocolmo fue amor a primera vista. De hecho, allí fue donde me naturalicé, me casé con mi segunda y actual esposa (Nina), tuve a mi hijo y me retiré felizmente dos décadas y media después.
―¿Y Cuba? ¿Y el ICAIC?
―Yo quise olvidar aquella pesadilla, pero aquella pesadilla no se olvidó de mí. Imagínate que con Busca a tu héroe fui invitado al Festival de Documentales de Pesaro, en Italia, uno de los más importantes de aquel entonces. Los organizadores estaban entusiasmadísimos con la película, pero cuando llegué me di cuenta de que no me habían programado para concursar. Entonces empiezo a averiguar qué había pasado y me entero de que una delegación del ICAIC se encontraba en ese momento mismo en Pesaro con una muestra de la cinematografía cubana de 1959 hasta la fecha. En la delegación estaban los pejes gordos de Alfredo, es decir, Pastor Vega, Julio García Espinosa, Manuel Octavio Gómez, entre otros. Todos me conocían muy bien, pero cuando me los encontré y los saludé ninguno me devolvió el saludo, e incluso Pastor Vega me lo negó a pesar de que me debía grandes favores que no contaré aquí.
Así que estando otro día en un café, se me acercó uno de los organizadores y, en tono confidencial, me explicó que cuando los cubanos se habían enterado de que mi película sueca estaría allí exigieron que me retiraran y los chantajearon con retirarse ellos, en caso de que no aceptaran, con toda la muestra que habían traído. Y como Pesaro era un festival ocupado por la izquierda sesentona europea me sacrificaron en la pira de los condenados. La película la pusieron en una sala secundaria, pero aun así me vengué porque un gran crítico sueco pudo verla y escribió artículos muy elogiosos en la prensa libre. Como ves, la mano larga del castrismo hacía y deshacía entonces en el mundo de la cultura europea occidental.
―En Suecia hiciste documentales muy exitosos sobre Fernando Arrabal y Federico García Lorca. ¿Puedes contarnos algo sobre estos?
―Le propuse al director de programas culturales de la televisión sueca un documental sobre Federico García Lorca. El franquismo había terminado y las condiciones estaban dadas para ir a España y filmar los lugares relacionados con la vida del poeta. Como quería a un camarógrafo con el que tuviera afinidades culturales, pedí que aceptaran a Ramoncito Suárez, quien vivía en París. El documental comenzaba en Nerja con una entrevista a Paco, el hermano de Lorca. Era la primera entrevista que daba. Tanto él como los restantes familiares aceptaron porque el documental no era español. Pocas semanas después, Paco murió de un infarto, con lo cual es la única entrevista de él que existe. Unos 20 países compraron el documental que se titula Federico García Lorca: Asesinato en Granada (1976). Incluso el canal 1 de TVE lo puso en su programa de más audiencia de entonces llamado “La Clave”.
Tras él éxito de Lorca propuse entonces otro sobre Fernando Arrabal, cuya filmación comenzó en París, en donde el escritor había vivido todo su exilio. Para este también seleccioné a Ramoncito Suárez y viajamos con Arrabal a Melilla, ya que su padre había sido militar y por eso Arrabal había vivido de niño en esa ciudad africana con él. También fuimos a Ciudad Rodrigo, lugar de su nacimiento, y a muchos sitios más. Arrabal se terminó en 1978 y obtuvo el Premio de Italia.
También hice Los años malos, una película sobre la novela autobiográfica de un escritor sueco nacido en el seno de una familia nazi con el que ganamos el premio de Norvision, en 1987; a la vez que unas cuantas series.
―Estuviste bastante activo en el tema político cubano en los años 1980-1990 y creo que incluso fuiste parte de una plataforma al respecto. ¿Qué vínculos guardas con los tópicos relativos a Cuba en ese periodo?
―Cuando Huber Matos cumplió su larga condena y le permitieron llegar al exilio pedí a la TV sueca hacer un documental sobre su vida. Fue así que, en 1980, filmé La larga condena, con entrevistas a Matos en Miami y no pocas revelaciones. También para una productora privada hice una serie de tres capítulos titulada Castro’s Cuba que abordaba la historia reciente del castrismo desde 1959 hasta la larga guerra de Angola, y para la que le hice largas entrevistas al historiador británico Hugh Thomas. También entrevisté para esa misma película a Guillermo Cabrera Infante, Carlos Franqui, la Dra. Martha Frayde, el general Rafael del Pino (fue la primera entrevista que dio tras su rocambolesca salida de Cuba pilotando un avión Cessna 40 con su familia a bordo), Juan Benemelis, José Pardo Llada, Carmelo Mesa Lago, entre muchos cubanos más.
En esos años, tras la caída del muro de Berlín, pensábamos que Cuba iba a cambiar y decidimos preparar el terreno. Como mis ideas eran liberales creamos una Plataforma en 1993 y por invitación de Carlos Alberto Montaner me mudé un año con mi familia a Miami para ocuparme de la Secretaría General de la Unión Liberal Cubana. Montaner estaba pensando en crear una plataforma de todos los partidos políticos cubanos en el exilio y entonces acepté. A través de la ULC nos encontramos incluso con Boris Yeltsin, quien nos recibió en el Kremlin. Pero terminé desilusionándome pronto porque en realidad era poco lo que podíamos hacer y lo de Cuba parecía un callejón sin salida. Recuerdo que en Miami lo que más hice entonces fue trabajar con productoras suecas para hacer comerciales televisivos en las Bahamas, así que, llegado el momento, recogimos nuestras pertenencias y nos regresamos los tres: mi esposa, mi hijo pequeño y yo, a Estocolmo.
―¿Has vuelto a Cuba?
―En 2005 preparé con mi esposa el único viaje que he hecho a Cuba desde mi salida. Quería ver el espacio de una novela que tenía en mente, ocuparme de la tumba de mi madre en Matanzas y recorrer dos o tres sitios que recordaba vagamente. Leí en un periódico que estaban flexibilizando el regreso de los exiliados y así fue como decidí volver por 15 días. Por supuesto, lo de la flexibilización era cuento porque me exigieron sacar un pasaporte cubano que ni siquiera tenía ya. La primera noche nos quedamos en el Hotel Inglaterra y me da hasta pena confesar la impresión que me dio cuando, al amanecer, abrí el ventanal de la habitación y vi el sórdido espectáculo de una ciudad sucia que me pareció Burundi. El Payret estaba en ruinas y la gente mal vestida. Fui a Matanzas y no reconocí a nadie. No entendía el español que estaba hablando la gente en la calle. Al cementerio donde está enterrada mi madre parecía que le habían lanzado bombas, los osarios estaban a flor de piedra, las tarjas borrosas o dislocadas. Lo veía todo mustio y encogido. Alquilamos un coche para ir a Topes de Collantes, Viñales, Cienfuegos. Imagínate que, hasta Topes, tan bonito antes, era un lodazal. Cuando pasé por el ICAIC me encontré a la misma gente como detenida en el tiempo, marcados, incluso andrajosos. Allí vi a Manolito Pérez, a José Massip y a otros, pero nadie me habló de política. Me chocó mucho que personas de la calidad intelectual de ellos se encontraran en estado tan calamitoso.
Y el Gobierno seguía hablando de una eventual invasión y yo me decía: ¿Pero a qué país le puede interesar invadir esta porquería? Para Nina, mi esposa, el país sobre el que yo le había hablado y el que se encontró en ese viaje eran dos lugares completamente diferentes. Lo encontró todo tan anodino, tan subdesarrollado, que lo único que deseábamos ambos era que pasaran lo más rápidamente posible las dos semanas para regresar a nuestra añorada Estocolmo. Y hasta el último minuto tuve la sensación de que no me iban a dejar salir. Sudaba frío y aquella pesadilla recurrente de que me veía atrapado en Cuba la tuve en la realidad durante el tiempo que estuve en el aeropuerto de Rancho Boyeros anhelando que el avión despegara.
―¿Qué hace Humberto López Guerra hoy?
―Desde que me retiré he escrito dos novelas policíacas largas en español: El traidor de Praga y Triángulo de espías, publicadas por la editorial Verbum, en Madrid, así como dos en sueco. He fundado una pequeña casa editorial en sueco y español llamada Saturn. Paso los inviernos en Suecia y los veranos aquí, en la Riviera Francesa, con esta fabulosa vista del cabo de Antibes y la dársena de este hermoso pueblo del Mediterráneo francés. Mi hijo, mi nuera y mi nieto vienen a pasar alguna que otra temporada estival con nosotros. Y a Habana la paseo todos los días. Cuando la miro corretear no dejo de pensar en la suerte que hemos tenido todos por encontrarnos en este lado del mundo.
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Fuente Cubanet.org