Barcelona es una ciudad de 1.636.732 habitantes con un club de fútbol homónimo en bancarrota que sirve al independentismo y cuyas alegrías se limitan a vencer al máximo rival -léase ‘Madrit’- y alegrarse de que el máximo rival -siempre ‘Madrit’- pierda o se quede sin Mbappé. En esta Barcelona nadie es de derechas, ni siquiera de centroderecha: el gobierno municipal -socialistas y comunes (comunistas)- no tiene suficiente oposición (Junts, PP, Ciudadanos y la voluntariosa Eva Parera). La alternativa (ERC) es un señor viejuno y malcarado que prefiere despotricar contra España -léase ‘Estat Espanyol’- que trabajar por la ciudad que su hermano hizo guapa. Ahora, también con su colaboración, se ha puesto (muy) fea. Estamos en la cuenta atrás para las municipales de 2023. Nunca como en esa cita electoral Barcelona se jugó su futuro al todo o nada. Llegaremos a los comicios con la ciudad empantanada entre tranvías inútiles, supermanzanas cutres, impunidad ciclogamberra y el aeropuerto colapsado por la negativa a su ampliación; y, lo peor de todo, una ciudadanía resignada a la condena a la mediocridad cuando podría ser la capital del Mediterráneo en lugar de capital del cannabis y los roba ‘pelucos’. La cuenta atrás se acelera para la destrucción del Eixample que Jordi Martí traduce, en manifiesta neolengua orwelliana, como la mayor transformación urbanística desde los Juegos Olímpicos. La asociación Salvem Barcelona de Jacinto Soler Padró y Francesc Granell ha enviado sendas cartas al presidente de la Generalidad Pere Aragonès y al ministro de Cultura Miquel Iceta. Les piden que promuevan ante la Unesco la candidatura del Eixample de Barcelona como patrimonio de la Humanidad. El Plan Cerdà, argumentan, «combina aspectos tan trascedentes como la salubridad, la edificación, el ocio, la movilidad, abriendo el Eixample al espacio metropolitano, y respetando los derechos del ciudadano en el entorno urbano». Equiparable al Plan Haussmann de París, los representantes de Salvem Barcelona concluyen que «preservar el legado histórico que hemos recibido de quienes nos han precedido, y que este legado sea reconocido mundialmente -como lo es ya Barcelona- es a la vez una obligación y una responsabilidad». Bajo por la calle Conde de Borrell hasta el mercado de Sant Antoni y observo el «modelo de éxito» -cual inmersión lingüística- de lo que serán las supermanzanas por encima de Gran Vía. Bancos dormitorio acribillados por excrementos de palomas; parterres de vegetación sembrados de colillas: papeleras naturales pasto de las ratas; mesas de hormigón con restos de comida: envases pringosos, latas y briks hacen de la calle improvisado merendero suburbial; al mirar al suelo para esquivar heces caninas, la horrorosa geometría amarilla que pintarrajea el asfalto (por si no hubiéramos padecido ese color en el infausto ‘procés’). Una brigada de limpieza se acerca. No es la costumbre, son las elecciones. Henry de Montherlant afirmó en su novela barcelonesa ‘La pequeña infanta de Castilla’, año 1925, que Barcelona era una ciudad de 650.000 almas y un solo urinario que a determinadas horas «está más que saturado». Cien años después seguimos sin vespasianas: los contenedores son aliviaderos diuréticos, los matorrales excitan el riego amarillo (todo aquí es de ese color): la prometida fragancia floral ahogada por la ácida ofensiva úrica. En su ‘Panfleto de Kronborg’ (Acantilado) Jesús del Campo recuerda que el PSOE tuvo un hijo que se llamó populismo (léase Podemos); en Barcelona, el PSC ha cedido todo el poder a los soviets. Collboni parece despertar del letargo que permitió a Colau imponer su ideología a la ciudad con solo diez concejales (nunca, como ahora, el abuso municipal fue tan flagrante). Volvamos al ‘Panfleto de Kronborg’ (no se lo pierdan) y conocerán a esos tribunos de la plebe con los que nos jugamos los cuartos: «Los políticos ágrafos, que pronto renuncian al esfuerzo del estudio para convertirse en profesionales de su oficio, perpetúan una variación perversa de la lucha de clases». De esta manera enmascaran su incompetencia: «Disfrazarse de progresistas les ayuda a camuflar ese fiasco, no suele acusarse de opresores a quienes alegan compartir espacio con los oprimidos. Fingir simpatía con los oprimidos puede ser la forma más rápida de seguir oprimiendo», apunta Del Campo. Ese maltrato, prosigue. «tiene su fundamento en el apego insano a las siglas que amparan al torpe». Las torpezas comuneras son cuento largo: tramitaciones torticeras (ZBE y «supermanzanas»), denuncia de la Fiscalía por delitos de contaminación (incineradora Tersa), cesión de una propiedad pública a los okupas en el barrio de Gràcia (preguntar por Eloi Badia). Cuenta atrás hacia la Nada. Con su sonrisa postiza Colau se proclama víctima de la patronal y las élites económicas. El sermón populista -sea de extrema derecha o extrema izquierda- es así de previsible. Lo triste es que los votantes que le regalaron diez concejales no se hayan enterado todavía de qué va la demagogia. Las revoluciones ajan las cosas, sentenció Pla.
Fuente ABC