Este proceso, que conocemos como envejecimiento o senescencia, supone la pérdida progresiva de la integridad de innumerables componentes del organismo, lo que afecta a sus funciones y va incrementando, con el tiempo, el riesgo de morir. Así, detrás de multitud de dolencias como los trastornos cardiovasculares, el cáncer, la diabetes tipo II o las enfermedades neurodegenerativas hay un culpable principal: la edad.
Sin embargo, una investigación de la revista Muy Interesante realizó una investigación que llama a la atención y el análisis: ¿estamos condenados a tener una vida donde el envejecimiento sea inevitable? ¿No hay excepciones para este desenlace final? Lo cierto es que este destino no está marcado a fuego para todos los seres vivos. Existen contados organismos como la medusa Turritopsis dohrnii que son biológicamente inmortales. Es decir, no envejecen y podrían vivir, en teoría, eternamente si ninguna amenaza externa pusiera fin a su vida.
Desafortunadamente, no es nuestro caso. El organismo humano no tiene la capacidad para evitar el envejecimiento y regenerarse a sí mismo indefinidamente. Llega un momento en el que la acumulación de daños a distintos niveles: en moléculas (como el ADN), en células, en tejidos y en órganos/sistemas termina poniendo fin a la vida.
Estos daños, que aparecen por el mero hecho de vivir, son por ahora inevitables y están provocados por diferentes mecanismos. Entre ellos destaca el estrés oxidativo, en el que especies reactivas de oxígeno causan alteraciones en diversas moléculas biológicas. Por otro lado, el acortamiento progresivo de los extremos protectores de los cromosomas, los llamados telómeros, marcan también la fecha de «caducidad» de las células. Otros factores involucrados son la alteración en la función de las mitocondrias o de la comunicación entre las células, el agotamiento de las células madre, trastornos en la activación y desactivación de los genes o en la funcionalidad de las proteínas.
Todo lo anterior lleva a cada vez más problemas en la renovación de tejidos por parte de nuevas células con el paso del tiempo, lo que desencadena su lento deterioro. En ese sentido, las arrugas son un ejemplo muy visible de cómo la piel envejece, pues se altera progresivamente su estructura debido a cambios en las proteínas que la forman. Aunque la senescencia sea un proceso inherente al funcionamiento del cuerpo humano, numerosos factores en los estilos de vida pueden acelerar aún más este proceso: consumo de alcohol, tabaco y otras drogas, sedentarismo, estrés, exposición solar excesiva, dietas insanas, contaminación ambiental… El envejecimiento es un proceso extremadamente complejo en el que están involucrados multitud de mecanismos que están íntimamente interrelacionados entre sí. Ahora bien, ¿podría la ciencia, algún día, ser capaz de acabar con el envejecimiento y garantizar la regeneración indefinida del organismo humano? Por ahora, no lo sabemos, pero sí que hemos tenido gran éxito en alargar la vida de la población mundial hasta extremos nunca antes vistos.
El camino hacia la inmortalidad humana
¿Podríamos conseguir en humanos los logros que se han alcanzado en los citados animales? Varios multimillonarios están apostando, con su gran fortuna, a que sí. Es el caso de Peter Thiel (cofundador de Paypal), Jeff Bezos(fundador de Amazon). Todos ellos están invirtiendo grandes cantidades en investigaciones que quizás permitan, en un futuro, extender la vida de las personas.
A pesar de este gran impulso financiero, la ciencia sigue estando en pañales. Que en las últimas décadas los científicos hayan aprendido mejor los complejos procesos moleculares que hay detrás del envejecimiento y hayan conseguido, además, extender la vida de diversos animales no implica, en absoluto, que este conocimiento pueda ser ya útil en humanos. Existen varios obstáculos que dificultan que la ciencia básica contra el envejecimiento pueda dar sus frutos en ensayos clínicos.
Por un lado, el funcionamiento de nuestro organismo es bastante diferente del de gusanos, moscas y ratas. Esto implica que, muy a menudo, tratamientos que son efectivos en ellos no lo sean en seres humanos. En particular, nuestra longevidad ya es de por sí muy superior a estos animales (los ratones, por ejemplo, tan solo viven alrededor de dos años) y quizás el margen de maniobra que tenemos para expandirla aún más es pequeño.
Otro factor que complica que la ciencia del envejecimiento se aplique en las personas es el carácter experimental de diversos tratamientos, que podrían poner en peligro la salud. Además, las terapias que se apliquen con el fin de que vivan más deberían ser muy seguras porque no estarían destinadas, en un principio, a personas enfermas con un riesgo patente de morir, sino a sanas. Los efectos adversos que generasen estos potenciales tratamientos antiedad, aunque fueran moderados, podrían hacer que su uso no estuviera justificado, por aportar más riesgo que beneficio.
Algunos tratamientos como las modificaciones genéticas para activar o silenciar genes específicos o extender los telómeros no son una opción para los humanos. Ningún comité de ética aprobaría su uso en ensayos clínicos para extender la vida porque el riesgo de que causaran efectos adversos graves es grande.
Otra razón que complica conocer si existen terapias efectivas para aumentar nuestra longevidad radica en… nuestra relativamente larga vida. Es muy fácil y rápido comprobar si un determinado tratamiento consigue alargar la vida de ratones, por su corta esperanza de vida. Pero ¿qué ocurre cuando queremos valorar sus efectos en un organismo como el ser humano, que puede vivir, de media, más de 80 años en un país desarrollado? O nos armamos de paciencia para hacer un seguimiento a las personas durante varias décadas para comprobar los efectos antienvejecimiento o tenemos que confiar en marcadores biológicos que nos indiquen si existen en plazo de tiempo más corto.
Fuente Ambito