Ahora, en el relativo asueto antes de lo de la OTAN y del Orgullo, quiero hablar de ese otro Madrid que retrata García Llovet en ‘Sánchez’, ese Madrid barrial que existe y donde las gallinejas, pintadas a lo ‘kitsch’ en los cristales de los bares, le dan colorido a la calle. Mi compañero Aitor hizo de los bares varados en el tiempo un estupendo reportaje, pero esos bares aún existen en Madrid como fósiles vivos. No es nostalgia de la roña, sino la identidad que guarda la ciudad con los cubatas en vaso de tubo y alguien que prepara una pelea de gallos en un solarón, puede que por La China. Ese otro Madrid, yo que pienso mucho en esa entelequia de la gran novela madrileña, lo tengo tatuado en las cuatro esquinitas del alma. Es el Madrid de ese ‘pijoaparte’ más canalla aún que fue El Charolito de Montero Glez. El Madrid canalla no es peligroso necesariamente: es el que hay en la trasera de la Gran Vía, en esa zona de nadie donde huele a orines y quizá alguien te pegue la hebra con el ojo morado de no se sabe qué riña tabernaria. Ese Madrid no se me ha olvidado, y con un teleobjetivo se puede hasta divisar desde las altas terrazas donde la guapa gente ‘deja que la noche se disuelva’ en ese cuchillo disuelto (Alcántara) que es un ‘dry’ martini. Zona de Santo Domingo. Discotecas que huelen a humedad. Gentes que hacen la calle sin hacer, y dos que cierran negocios a espaldas de la Ley, con sed de mal en la cara y cicatrices que son heridas de guerra, ajustes de cuentas. Vivir peligrosamente al otro lado del charco. Madrid es castizo, y además canalla. Y también ahora, en esta década. Es una parte de su identidad. Sentirse uno en Viena todo el día entontece las entendederas. Por eso, mis respetos a este otro Madrid, que se traza en una servilleta y que es paralelo al de los funcionarios, al del cogollito de los actores, al de los rodríguez y al de los niños de Ponzano que dicen «me renta» con la melenita rubia y el jersey a la donostiarra a cuarenta grados. Madrid canalla, sí.
Fuente ABC