LA HABANA, Cuba.- Una de las figuras que ya inunda La Habana son los coleros, “coleros de nuevo tipo”, una “cólera de nuevo tipo” y no de buen pronóstico. Los coleros podrían resultar, al menos en algo, un poquitín más sofisticados que sus semejantes de otros tiempos, en esa eterna cola a la que el discurso oficial diera el nombre de revolución. Ellos, las coleras y los coleros, no son muy sofisticados, más bien son de sencilla apariencia, y podríamos encontrarlos en cualquier barrio habanero, pero sobre todo en esos espacios de ventas en los que los capitalinos nos procuramos la sobrevida.
Y esa figura que la “revolución” pariera luce ahora renovada y muestra sus destrezas en sus intentos para establecer la comunicación con sus “víctimas”. Realmente los coleros de hoy son más sofisticados que los de otras épocas, aun cuando las causas, y el final pretendido, sean los mismiticos de antaño. Estos coleros, entre los que hay “hombres nuevos” y “mujeres nuevas”, todos a la cubana, son un poco más hábiles que sus predecesores, y quizá sean las circunstancias las que provocaran los cambios.
Sus discursos, sus persuasiones, tienen hasta cierta gracia, incluso algunos tintes de altruismo, aunque para algunos sólo sea puro discurso para embaucar a sus presas, que la mayoría de las veces son sus vecinos, aun cuando operen en sitios alejados de sus residencias.
Y esta figura del colero podría dejarnos la impresión de que son un tín más atildados. Todos, hombres y mujeres, visten con discreción, con una reservada elegancia para no llamar mucho la atención, sobre todo cuando tocan a las puertas de sus vecinos, las posibles “víctimas”, y sonríen antes de dar los buenos días, las buenas tardes o lo que sea; y todo eso después de que hicieran minuciosos “estudios de mercado”. Los coleros son de tan pundonorosa apariencia que muchos podrían suponer que son frailes o monjas sin hábitos, porque a fin de cuentas la comunión, la devoción y la contemplación no necesitan siempre de esos hábitos que conocemos desde hace siglos.
Pero estas personas de las que escribo no son monjas ni sacerdotes, y podrían aparecer en la puerta de tu casa cuando abres después de la insistencia de unos fuertes toques. Y sonríen con una candidez que obnubila, y con tal “pureza” que hasta te podría hacer rezar un Padre Nuestro y muchos Ave María. Luego vendrá el gran momento, ese instante en el que te ofrecen sus servicios con voz queda y con una mirada tan tierna que te desbarata, tan distante de la ojeada torva que siempre te dedica la tendera. Tan dulces son las miradas de quienes se dedican a hacer colas, y no por altruismo, que hasta sería probable que te pusieras a llorar por la emoción y la candidez de quien “vino a salvarte”.
Y ya sabemos que todo lo que brilla no es oro, y que estos “devotos” no son tan fervorosos, aunque se ofrezcan a hacer las colas por ti, para que no tengas que levantarte en la madrugada ni pasar toda la noche en los alrededores de la tienda en compañía de extraños y del posible acecho de la policía. Los coleros están dispuestos a trabajar para todos, aunque prefieren acercarse a quienes peinan canas, sobre todo a quien vive con ciertos desahogos. Esa recua de esquilmadores, escogen bien a sus esquilmados, que podrían tener cualquier nombre o filiación política o religiosa, pero lo más importante es que ponen toda su atención en quienes estén llenos de carencias, y buscan a sus víctimas entre los adultos mayores de poca salud que no se resistirán a los ofrecimientos.
Con probada astucia tocan a las puertas para ofrecer sus servicios. Esas señoras y señores, entre los que hay quienes recibieron altos estudios, son muy sutiles y convincentes, y de fluidos discursos, y con apariencia de infelices mujercitas maltratadas por la vida y las escaseces, de hombrecillos enfermos y a quienes no les alcanza el retirito, aunque, y tengo muchas certezas, en ese ejército ya existen graduados universitarios, federadas, cederistas, y hasta militantes del Partido que se empeñan en hacer notar, como si hiciera falta, la carestía de la vida. Y es así que convencen de lo provechoso que puede resultar no ir por la tienda en tiempos de tantas enfermedades contagiosas.
Las verbigracias de estas figuras bondadosas son conmovedoras, y también sus historias: una madre encamada que espera la muerte, hijos pequeños y con padecimientos crónicos, maridos infieles, casas en ruinas y a punto de caer al suelo, y hasta son capaces de manejar la eucaristía. Y es que en Cuba no son pocos los que se atreven a esgrimir que en una bolsa de pollo está el cuerpo y la sangre de Cristo, y hasta su pasión, su muerte y su resurrección. La Cuba de ahora mismo es así de grotesca, mucho más que una vergüenza.
Y esa vieja figura de los coleros es, en algo, diferente a quienes la antecedieron, como si antes les asistiera cierto empeño de renovación, y hasta propicia la tranquilidad de ciertos hogares, aunque a precios muy altos. Ellas, ellos, exigen quinientos pesos por hacer la cola y comprar el pollo, el picadillo, los cigarros, y se quedan, por mutuo acuerdo con el cliente esquilmado, con un paquete de pollo, de entre esos tres que toca a cada núcleo familiar una vez al mes, y también se embolsan un picadillo, y salchichas, y tres cajetillas de cigarros, que luego venden a otros a muy altos precios, tanto que hace que el negocio sea tan conveniente, y provechoso, rentabilísimo.
Los coleros-compradores, son una figura de la miseria cubana. Ellas y ellos hacen las tareas más tristes y sobresalientes de estos días cubanos: llevar la comida hasta los hogares a precios delirantes, abusivos.
Y tienen hasta la apariencia de los “videntes”, esos que con solo una mirada de soslayo pueden reconocer la verdad del mundo y del tiempo, y siguen una pasión, pero una pasión insana y egoísta, una pasión ambiciosa y cruel. ¿Y son realmente culpables? Yo creo que no, los verdaderos culpables son esos tipejos del poder que se creen diferentes a nosotros. La culpa es de quienes se suponen héroes, de los que se creen dioses irreductibles e inmunes a la furia del pueblo.
La figura del colero tiene la apariencia de ser infalible, por su gran astucia, pero también son, y de muchas formas, instrumentos del poder, sirven al poder y mortifican tanto como los “enérgicos comunistas”. El colero trae el pollo hasta la puerta de la casa. Y por eso para la mayoría resultan héroes y heroínas que viven en un contexto muy injusto, y nos hacen notar que arriesgan sus libertades, que pueden ser descubiertas y cumplir largas prisiones. Y el colero no es el que protesta, es el que se queda quietito para hacer colas cada día, y esquilmar.
La mayoría hace notar discretamente sus enojos ante la situación del país. Y hasta puede culpar al imperialismo grosero, a sus injusticias, tanto que hasta existen quienes suponen heroicidades en sus comportamientos. El colero es una figura salvadora que hace notar que su enemigo es el mismo de todos, y después de reconocer la filiación política de sus víctimas, repudia, o no, al gobierno. Ellos están dispuestos a enfrentar los más infames peligros, solo que esos enfrentamientos solo ocurren en discursos, en sus estrategias para convencer a las víctimas.
Sin dudas todo es una cuestión de ética, todo es cuestión de desentrañar los medios que usan esas figuras, esquilmadoras, para asfixiar a los esquilmados. Y sin dudas habrá que atender a sus verdaderos impulsos, que sin dudas no es una cuestión ética, de esa ética de la que tenemos noticias desde tiempos de Platón, el griego, no del platón en el que adobamos el pollo antes de cocinarlo. Sin dudas la justicia que nos falta es propiciadora de esos males.
La injusticia es la base de todo lo malo que nos sucede. Si algo ha propiciado el comunismo cubano, y todos los comunismos, es el aislamiento y la propensión egoísta a buscar a cualquier precio lo que no se tiene, y que caiga quien caiga. Siempre que recuerdo aquella certeza de Santo Tomás, quien suponía que Dios era el último fin humano, pienso que los cubanos buscan más al pollo que al mismísimo Dios.
Parece que la bondad y el amor no son la finalidad y la felicidad de los cubanos. Los cubanos nos interesamos más en la cola del pollo, en el pollo mismo. En esas filas, en esas moloteras, están las cubanas y los cubanos; pero como la “revolución” es más de machos, la cola del pollo, casi siempre, es para las mujeres. Los machos celebran los sabores, el sacrificio de su mujer en la cola. Los machos “son” mejores saboreando el pollo, ofreciendo una nalgada a su mujer y asegurando que le quedó muy rico el pollo. Y para probarlo le regalan un eructo. Así de groseros somos.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org