Maximiliano Barrientos: En la presentación de “Miles de ojos” en Buenos Aires, Mariana Enríquez hizo una reflexión muy interesante, dijo que las condiciones del realismo mágico en los años sesenta eran muy distintas de las que existen ahora porque había todo ese optimismo por la revolución, mientras que ahora este realismo weird, esta literatura de lo extraño, que también es delirante, surge de una generación donde ese optimismo se ha quedado. Ha comprendido que aceptar el presente como algo inevitable es algo ideológico- Ese vínculo me parece importante. Eso por un lado es cierto, pero por otro, este tipo de literatura de lo extraño es hospitalaria con lo heterogéneo, con la alteridad, cosa que un realismo tradicional no lo es; es más conformista con el estado de las cosas, ha sido domesticado. Lo interesante es que en ese interés por la alteridad hay una posibilidad de cambio que no necesariamente pasa por el optimismo.
P.: ¿Por qué ese tipo de relatos se desarrollan por lo general en un escenario posapocalíptico?
M.B.: El pesimismo de la generación no permite pensar el futuro sino como catástrofe, algo que no sucedía en cierta ciencia ficción anterior. Hay una frase famosa, que no recuerdo si es de Jameson, Mark Fisher o Zizek, que sostiene que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Esa idea tiene que ver con ese pesimismo, esa idea que hace que veamos el futuro desde la consigna de la destrucción, y que habla de ese cansancio de la imaginación que aparece como una marca generacional. En mi novela esa condición apocalíptica está entre paréntesis. Hay algo cíclico en “Miles de ojos”, esa destrucción es parte de algo mayor, un cierto eterno retorno nietzscheano. No es una novela particularmente apocalíptica. Toda la transformación que se da en la cuestión de la monstruosidad pasa en ese realismo metafísico que une inmanencia con trascendencia, algo que la filosofía contemporánea ha buscado superar.
P.: En “Miles de ojos” está lo religioso, lo demoníaco en un grupo de jóvenes rockeros.
M.B.: Lo demoníaco está ligado con la subcultura metalera, del Black Metal de los 80, que pienso en relación al disenso, el no pactar con lo establecido, y ese es el aspecto político y rebelde que me interesa retratar en “Miles de ojos”. La forma en que abordo a los grupos metaleros no es nostálgica sino que busca restituir el gesto político que tuvieron en un principio, vinculado con la destrucción, con no aceptar el sistema establecido es ese gesto rebelde que ya ahora se ha perdido, porque el rock se ha vuelto un género de música integrada al sistema, lo que no era en los 80 y 90, y muy especialmente en el Black Metal, la última vanguardia del rock, que era antisistema y llegó a quemar iglesias. Había una noción de radicalidad que me interesaba resaltar. Como el culto al auto, a la velocidad, que es religioso, una representación de lo divino desde un código completamente materialista. La velocidad en cuanto experiencia de la intensidad, de éxtasis, de una suerte de disolución del sujeto, que es algo enteramente religioso, pero tiene esto no trascendental sino puramente inmanente. El rito para acceder a esa experiencia son los autos. Por eso la relación de lo humano con el auto, la violencia, la velocidad, está en la novela narrada desde lo religioso.
P.: ¿Por qué se busca hacer aparecer ese dios monstruoso y despiadado?
M.B.: Si bien esa entidad, el sueño, viene a producir catastróficas fusiones de lo humano con el metal y lo vegetal desde la violencia, esa violencia trae una nueva belleza, y los personajes experimentan ese mundo violento con fascinación. Por eso luchan por el regreso de ese dios monstruoso. El evento que ocurre, desde un punto de vista antropocéntrico, resulta feroz, incomprensible, horroroso, pero no era desde una perspectiva humana lo que me interesaba trabajar. Pienso en “Miles de ojos” como una novela poshumanista.
P.: Es impresionante la velocidad que impone el relato a quien se sube a su novela.
M.B.: Busqué la coherencia del tema de la fascinación de la velocidad y el estilo, la simetría entre forma y tema. La velocidad es una deidad. El auto es el vehículo al culto de esa hermandad que reúne a jóvenes conductores para chocar el árbol de donde emanará ese terrible dios acuático y fusionarse con él. Nos relacionamos con lo sagrado, con la alteridad, lo absolutamente otro, bajo el código de la liberación o la catástrofe, pero siempre desde lo simbólico. La literatura weird es hospitalaria con desarticular ese orden simbólico, que es el orden que opera en el realismo.
P.: Al comienzo su novela lleva a pensar en “La carretera” de McCarthy, pero luego todo cambia y se entra en un mundo inédito ¿Cuáles son sus referentes?
M.B.: Tres escritores que me han influido en los últimos años: el ruso Vladímir Sorokin con su trilogía “El hielo”; los estadounidenses Jeff VanderMeer con la trilogía “Southerm Reach” y el terror filosófico del cuentista Thomas Ligotti con “Songs Of Dead Dreamer”. Obviamente en “Miles de ojos” están Ballard , Cronenberg y la película “Crash”, también Heidegger y claramente Lévi-Strauss en la última parte de la novela.