Periodista: ¿Cómo trabajó a partir de la pintura de El Bosco?
Rafael Spregelburd: Cuando llegó este pedido del teatro de Bregenz yo ya había trabajado con su pintura en varias ocasiones. De hecho, las siete piezas sobre los pecados capitales que componen mi heptalogía y que están inspiradas en la los Pecados Capitales tienen principios constructivos basados en asuntos plásticos y conceptuales de mi análisis del Bosco. Justo cuando ocurrió el pedido el Vaticano informó algo desopilante: que el infierno no existía más, o al menos que no era un sitio real en el que atormentar a los pecadores, sino una metáfora. Una forma de decir. Esta idea me pareció fabulosa, así que decidí entrar por allí en este laberinto.
P.: ¿Cómo habla la trama de eso infernal?
R.S.: En mi argumento hay un cronista que despierta alcoholizado después de un presunto viaje a Santiago de Chile y es arrancado de la cama por dos catequistas que se ofrecen a enseñarle las llaves que lo sacarán del infierno: las siete virtudes. La obra cuenta, en siete escenas como círculos concéntricos, el descenso hacia un laberinto armado como cajas chinas. De a poco se hace claro que las virtudes son, como el infierno, palabras tramposas y que no será fácil ejercitarlas. El protagonista debe ayudar a un escritor acusado de plagio y así la obra despliega cada vez más peripecias, porque los personajes de la novela no saben que están siendo escritos y manipulados. Esa historia es la de un profesor de matemáticas, secuestrado y torturado por la dictadura y que entrega al azar nombres de personas a las que apenas conoce. No quise contentarme con un infierno abstracto; me pareció que si unos austríacos le preguntaran a un argentino dónde queda el infierno más cercano no habría motivos para no decir: queda en la ESMA. Así que la obra tiene la forma de una pesadilla, de una comedia, de un laberinto de horror vacui y de un tratado de lingüística, todo al mismo tiempo.
P.: ¿Cómo le sirvió esta obra para volver a hablar de temas que lo obsesionan?
R.S.: El diseño del caos se impuso por su naturaleza narrativa: contar una historia dentro de otra, que a su vez contiene otra más, hace perder los bordes de lo real. El espectador se sumerge en esa pérdida de significado que es muy parecida a la que ocurre en las pesadillas. Sabemos que los actos tienen consecuencias, pero éstas se comportan de manera extraña. La no linealidad y el atentado al principio de causa-efecto (la catástrofe pura) son dos asuntos siempre presentes en mis obras. También vuelvo sobre la copia de la copia, algo muy teatral para pensar el mundo con una perspectiva lúdica y bastante inesperada.
P.: ¿Cómo se resignificó el texto en el proceso creativo con el equipo?
R.S.: No sabía cómo montaría esta obra que mandé a Austria y no sé bien qué hicieron con ella. Luego de cinco años decidí empezar a pensar y las primeras decisiones vinieron del aporte de mi escenógrafo e iluminador, Santiago Badillo, que propuso que la obra se contara apelando al horror vacui, la aversión al espacio vacío. La escenografía es una parafernalia de muebles, cosas, texturas y materiales superpuestos donde, como en los cuadros del Bosco, se hace difícil saber dónde mirar. Luego sumamos al músico en vivo, Nicolás Varchausky, que trabajó lo electroacústico de un modo muy performático: hace música con electricidad, interferencias, acoples, transistores y otras rarezas. El vestuario de Lara Sol Gaudini también es una parafernalia de disfraces, necesarios para travestir a los cuatro actores en casi veinte personajes; ella se inspiró en el Bosco pero además tuvo que resolver los cambios de vestuario en escena, a veces a la vista del público. También flota como un smog el espíritu de Marcos López: la fotografía es muy importante en el argumento de la pieza, ya que se habla de unas fotos que servirán de prueba para gestar un pequeño crimen, y me interesó que Marcos pinta sobre las fotos ya sacadas.
P.: Es su primera obra en el circuito comercial, ¿cómo la enmarca en el Astros?
R.S.: Claudio Gelemur y Andrea Stivel, con su productora Blueteam, reabrieron un teatro mítico y le dieron un perfil que estaba faltando: obras nacionales de calidad que no sean simplemente la copia de los teatros comerciales de otras capitales. He visto obras mías en grandes teatros “comerciales” de Francia, España, Bélgica o Italia, y siempre me pareció raro que en Buenos Aires, donde vive lo que podríamos llamar mi público, estos espacios no existieran.
P.: ¿Qué puede decir de los tres circuitos?
R.F.: Esta es una obra muy grande como para entrar en las queridas pero pequeñas salas del circuito independiente, a las que estoy acostumbrado. En cuanto al circuito oficial, nunca lo entiendo del todo. Es muy ecléctico y busca repartir entre todos una porción cada vez más pequeña. Es usual que después de lograr estrenar en una sala pública haya que esperar cinco años hasta que acepten otro proyecto. Cuando estrenamos “La terquedad” en el Cervantes demostramos que una obra compleja podía admitir sin ningún problema 700 espectadores por función y que la noción de qué es más comercial o qué es más artístico es un prejuicio. Lo mismo con obras de colegas que admiro, como “La traducción”, de Matías Feldman, Piel de Lava con “Petróleo” en la calle Corrientes o “Pundonor” de Andrea Garrote que no modificó una coma para estar en el Metroplitan.