
Apenas pasadas las 21, los eternos 10 minutos de Hallogallo, de los alemanes NEU, terminaron y la sala se cubrió de oscuridad. Una base de batería antecedió al emblemático punteo de Dancing with myself, abofeteando de entrada a un público que agotó cada recoveco del estadio.
Enfundado en su tapado de cuero, melena dorada resplandeciente y una sonrisa que bailaba entre sus arrugas, Billy Idol saltó al frente como un héroe cyberpunk para domar a una multitud frenética.
Craddle of Love y Flesh for Fantasy cerraron una tríada arrolladora y ochentosa, con un Idol que de entrada no dejó dudas: su caudal de voz y su manejo de la escena están intactas.
“Hoy vamos a tocar clásicos del pasado y clásicos del presente”, dice Idol con un halo picaresco, antes de presentar Cage, su nuevo simple lanzado hace semanas nada más. La banda suena eléctrica y poderosa, compacta. Va del punk al glam, siempre con una cuota pop que convierte a la música de Billy en una pieza tan especial.
Luego fue el turno de la noventosa Speed y de Bitter Taste, reciente canción folk con la que el artista recuerda el accidente en moto que casi le cuesta la vida.
“Hello, goodbye, there’s a millions ways to die”, canta Billy, haciendo uso de su registro más bajo que, ya entrado en años, le sienta a la perfección. Para esta altura, su ladero y héroe de la guitarra, Steve Stevens, empieza a copar la parada.
Lo confirma en la previa de Eyes without a face, donde lanza algunos yeites flamengos mientras Billy se pone a punto, para luego sí completar con un solo de guitarra acústica donde alterna entre la música española y las zeppelineras Over the hills y Stairway to heaven.
Idol vuelve a escena escoltado por una escenografía de ciudad nocturna y distópica, en la que sobresalen carteles de neón con la firma del músico. Su interacción con el público es sobria y cálida. Con poco le basta para encender a todos. Mony Mony y Running’ from the ghost vuelven a sacudir al Luna.
“¿Hay algunos punk rockers esta noche?”, pregunta el cantante antes de tocar One hundred Punks, de Generation X, su banda nacida entre un grupo de amigos que seguía a los Sex Pistols en sus aventuras por el Reino Unido.
La velada se diluye con la poderosa y no menos nostálgica Blue Highway, con zapada incluida y el himno de Top Gun infiltrado -cortesía de Stevens-, paso previo a la “canción favorita de Idol” y, por como reacciona, también de buena parte del público: Rebell Yell. Para entonces, el Luna Park ya osciló entre una disco, un antro del downtown londinense y una distopía con la estampa Blade Runner.
La banda se despide. “Ya volvemos”, aclara Billy, mientras el “olé olé olé, Billy, Billy” lo hace corear con la gente. El primer bis es Born to lose, del fallecido Johnny Thunders. Acto seguido, Billy agradece a los argentinos por una vida maravillosa y también a Stevens, a quien le pide “mostrar cómo suena un hit”. Y Stevens cumple: suena White Wedding.
El cierre, poco ortodoxo, se pierde entre la confusión. Billy presenta a la banda y los seis músicos desaparecen de la escena. Enseguida gana los parlantes Suffragette City de David Bowie y las luces se encienden, desnudando a un público donde abundan punks, metaleros y también muchos canosos.
Hay algo en común entre ellos: todos sonríen.
Billy Idol se despide. Fueron 16 canciones, una escuela de hits eléctricos y cambiantes, en pleno movimiento. Así, el británico cerró un derrotero de más de 30 años sin tocar en la Argentina, con varios amagues de por medio. Deuda saldada y con creces. Hasta la vuelta.