El fracaso de los paquetes de estímulo fiscal a lo largo de la pandemia pone en jaque una teoría comúnmente respaldada por la clase política. La evidencia sugiere que las políticas de oferta son prioritarias por sobre los estímulos a la demanda.
La reacción adversa a la política económica encabezada por Liz Truss en Reino Unido funcionó como el puntapié inicial para arremeter contra las llamadas “políticas de oferta”, y en consecuencia revitalizar las viejas políticas con enfoque en la demanda típicas del siglo pasado.
Sin embargo, resulta innecesario buscar ejemplos en el siglo XX cuando en plena pandemia volvió a quedar en evidencia el fracaso de los programas de estímulo fiscal, del mismo modo en que ocurrió durante la última Gran Recesión global en el año 2008.
Como indican los famosos economistas Robert Barro y John B. Taylor, los masivos programas de asistencia fiscal lanzados en todo el mundo en 2020 solamente provocaron inflación, pero no afectaron satisfactoriamente al consumo real (y por lo tanto al PBI) ya que los cheques fueron mayormente ahorrados, como sugiere la hipótesis del ingreso permanente del premio Nobel Milton Friedman.
Las políticas keynesianas para subir el gasto público como una manera para “contrariar al ciclo económico” fracasaron irremediablemente. Los agentes económicos prefieren suavizar su consumo en el tiempo de manera racional, y no reaccionan como lo supondría la función de consumo típicamente keynesiana.
Pero en contraposición de las políticas para incentivar el gasto agregado, la economía de la oferta propone que el crecimiento económico es liderado por los incentivos a la producción de bienes y servicios. Los mercados se vacían y encuentran el equilibrio como lo sugiere la economía clásica.
Las políticas de oferta no solo contemplan la reducción de los márgenes impositivos, sino también la desregulación, la apertura al comercio internacional y la libre movilidad de factores, entre muchas otras decisiones que amplían los incentivos para la oferta de bienes y servicios.
El Premio Nobel de economía de 1995, Robert Lucas, publicó un análisis empírico en 2003 sobre la historia de Estados Unidos, y concluyó que el impacto de las políticas del lado de la oferta fueron holgadamente superiores a cualquier estímulo artificial a la demanda.
“Las ganancias potenciales de las políticas de estabilización discrecionales (por el lado de la demanda) son del orden de centésimas de un punto porcentual del consumo, quizás dos veces menores en comparación a los beneficios potenciales de las reformas fiscales del lado de la oferta”, afirma Lucas en su trabajo “Prioridades Macroeconómicas” en 2003.
Con una tesitura similar el Premio Nobel de economía de 2018, Paul Romer, contribuyó con sus aportes sobre los “modelos de crecimiento endógeno”, que sustentan la hipótesis de la economía de la oferta y sus efectos positivos para el crecimiento de la riqueza de las naciones a largo plazo.
El economista Bruce Bartlett llegó a concluir lo siguiente hacia el año 2007: “Hoy en día, casi ningún economista cree lo que creían los keynesianos en la década de 1970 y la mayoría acepta las ideas básicas de la economía del lado de la oferta: que los incentivos importan, que las tasas impositivas altas son malas para el crecimiento y que la inflación es fundamentalmente un fenómeno monetario”.
Pero entonces ¿Qué salió mal con el programa de Truss?
A diferencia de los programas enunciados por Ronald Reagan, Margaret Thatcher, George W. Bush o Donald Trump, el problema con el plan de Liz Truss fue la credibilidad. Las políticas de oferta no implican necesariamente el abandono de la responsabilidad fiscal, pero incluso para hacerlo, resulta indispensable la confianza en el programa.
Tras los fuertes desequilibrios fiscales heredados por los estímulos de 2020 y dado el gran stock de deuda, el Reino Unido (así como muchos otros países) ya no tiene margen para permitir una política fiscal laxa que permita un mayor déficit si se quiere arribar a la estabilización de la inflación.
El programa de Truss suponía un gran aumento del gasto público vía subsidios a la energía (para financiar topes a las facturas residenciales), y al mismo tiempo disminuir los impuestos. Aún con efectos laffer implícitos en las expectativas, los mercados descontaron un incremento del déficit fiscal hacia el futuro.
Como indican los economistas Thomas Sargent y Neil Wallace en lo que denominan la “desagradable aritmética monetarista”, la combinación entre políticas fiscales laxas y políticas monetarias estrictas no es factible para reducir la inflación, sino todo lo contrario.
Los mercados se anticiparon al efecto sugerido por Sargent y Wallace, y configuraron una corrida contra la libra esterlina y los bonos del Gobierno británico. Pero este hecho, lejos de significar un problema para las políticas de oferta, simplemente constituye un error de praxis por la descoordinación entre política fiscal y monetaria.
Fuente Derecha a Diario