LA HABANA, Cuba. – Desde niño escuché decir a mis mayores, sobre todo a mis maestros, que los niños eran la esperanza del mundo, y para agregar consideración a lo que decían, para añadir más crédito al enunciado, terminaban asegurando que la frase era de José Martí y que podría encontrarse en las páginas de La Edad de Oro. Martí creía que eran esos niños a quienes dedicó su revista los que más y mejor sabían querer, y sin dudas tenía muchísima razón. Los niños no fingen el querer, no mienten al querer.
Martí creía en la importancia de decir a los niños la verdad, y aseguraba: “Cuando no se ha cuidado del corazón y la mente en los años jóvenes, bien se puede temer que la ancianidad sea desolada y triste”. Quizá por eso me pregunto con tanta frecuencia cómo serán las ancianidades de los que ya peinan canas o de los que no tienen nada que peinar, sobre todo si esta parte de la vida, esa antesala de la vejez, es ya tan desolada y triste, y si, como parece, lo será mucho más con lo que está por llegar a este país, repleto de ancianos afligidos que cargan con la certeza de que en los tiempos por llegar las cosas estarán peor, mucho peor.
Escribo estas líneas con crecido desaliento y mirando ancianos por todas partes. Parado, ¿varado?, en el balcón miro la calle oscura, la calle silenciosa, la calle triste y sin las bocinas que arrebatan con la estridencia de una música espantosa y de altos decibeles. La cuadra, antaño bullanguera, anocheció en silencio, mucho más silenciosa que ayer, y mucho más que anteayer, y ya no me extrañaré si mañana compruebo que el silencio se torna aterrador, casi absoluto, como quizá lo estuve deseando en medio del bullicio bullanguero.
Y escribo estas líneas después de saber que seis jóvenes del barrio iniciaron hoy la misma travesía que emprendieron otros el día anterior; y confieso que hasta me enredo en mi empeño de hacer el recuento de todas las escapadas que, solo en mi barrio, en la semana han sido. Son muchas y, en casi su totalidad, son jóvenes, muy jóvenes, quienes emprenden el largo camino que los lleva al norte, donde suponen que está la libertad real.
Y si muy triste es suponerse ajeno a la libertad y no procurarla, mucho más triste es salir a buscarla lejos. ¿Cuántos se fueron ayer? ¿Cuántos se fueron hoy? ¿Cuántos se irán mañana? Y pareciera que son muy claras las respuestas; se fueron muchos, y se irán más, pero difícilmente se precisarán las cifras. Y es que ya no hay manera de hacer las cuentas claras en este país. Ya no hay manera de saber cuántos somos, cuántos se van y cuántos se quedarán un tiempo más esperando la muerte o la posibilidad de escapar y conquistar los horizontes añorados, alejados de esa podredumbre que nos ha estado martirizando durante más de 60 años.
Al parecer, el porvenir será más triste. Será muy triste mirar al país lleno de ancianos desconsolados por todas partes, salvo los de ese viejo sector que conforman nuestra muy dilatada gerontocracia; vieja sí, pero nada triste, y plena en malvados fervores. Y crecerá esa gerontocracia suponiendo que podrían llenar el vacío que dejaran los que se van en cada uno de los días cubanos. Se van jóvenes, se van niños, esos niños a los que Martí invitara a ser buenos porque, según él creía, “el ser bueno da gusto y lo hace a uno fuerte y feliz”.
Y sin dudas hemos estado muy lejos de Martí, y lo estaremos más, porque cada vez nacen menos niños en Cuba, y nacen más niños de padres cubanos en otras geografías, en sitios donde no obligan a los niños a ser como el Che, asmáticos, crueles y pestilentes.
Cuba es, cada día, un país más viejo, y por supuesto más triste. Cuba es cada vez más triste, más desconsolada; y cómo no serlo si se van los hijos de alguien, se van los nietos, los bisnietos, los chornos, y quedan tristes, desamparados, esos ancianos a quienes ya no se les puede plantar en otra geografía, esos a quienes solo les queda extrañar a los que se fueron y esperar a que vuelvan por unos días, antes de que les llegue la definitiva muerte.
Cuba es un país envejecido y triste, es un país de “muertos en vida”. Cuba es el país del adiós, del cuándo volverás. Cuba es el país de los quejidos, de los muchos que se van sin siquiera plantearse la quedada. Cuba es el país del “te irás y no volverás”. Cuba es el país del viaje y será muy pronto el de la muerte.
Y Cuba será el país del “te irás y no volverás”, incluso para los amantes extranjeros de esta tierra, incluso para los que vienen buscando noches de placer, de sexo vivo y penetrante, y es que esos amantes de “por un rato”, también quieren irse y también se han ido con su yuma amado a otras geografías, y por allá harán descendencia o descenderán a los abismos que algunas veces acompañan al desarraigo.
Cuba es ya un país de senectudes, de vejeces, de los más reveladores ocasos. Y si lo prefiere, si lo duda, dejemos esto al tiempo para comprobar cómo se consume ese futuro que, obviamente, aún no existe, mientras también se va esfumando, poco a poco o quizá muy rápido, el pasado. Y ya sé que ando pesimista, pero qué voy a hacer si solo veo escapadas y viejos solitarios pululando a mí alrededor; y quién podría dudar que el mar, siempre sabio, al ver un país tan desolado, se lo traga todo, suponiendo que es mejor hundir la Isla que mostrarla tan triste, tan sola y apagada, porque desde hace mucho reza esa invitación: “El último que se vaya, que cierre las puertas y apague las luces”, y eso es triste, muy triste, eso es la muerte de un país.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org