LA HABANA, Cuba. – Hay libros que no me canso de releer. Uno de ellos es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Cuando se cumplen 60 años de su publicación en 1962, acabo de releerlo. Es la tercera vez que lo hago. Y mientras más leo esa novela, por la visión amargamente desencantada que da de las revoluciones, más me asombra que los comisarios culturales del castrismo, exacerbados por las “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro en junio de 1961, no le detectaran problemas ideológicos y la censuraran por considerarla contrarrevolucionaria.
Cuentan que poco después de la publicación en Cuba de El siglo de las luces, al coincidir con Carpentier en un entierro, Heberto Padilla le comentó jocoso: “Deja que Fidel lea tu novela, que vas a salir por el techo”.
Pero no hubo problemas con la novela, que se publicó íntegramente, sin escándalo, y no la recogieron para convertirla en pulpa de papel, como sucedió con otros libros. Tal vez influyera el prestigio con que contaba Carpentier, que por entonces era el director de la Imprenta Nacional de Cuba. O simplemente los comisarios no atinaron a desentrañar la moraleja de la novela en la espesa prosa barroca de Carpentier.
En El siglo de las luces, Carpentier, a pesar de que hizo algunos cambios en la novela, atemperándola, para que no hubiese dudas sobre su adhesión a la revolución castrista, se mostraba sumamente pesimista con el devenir de las revoluciones y los revolucionarios al reflejar las contradicciones y paulatina degradación de uno de los protagonistas, el idealista Victor Hughes, que termina convertido en un sanguinario, oportunista y cínico tirano.
Victor Hughes existió. Carpentier tuvo noticias de su existencia en 1955, cuando visitó Guadalupe, y le impresionó tanto su historia que le inspiró El siglo de las luces.
Marsellés, nacido en 1762 y muerto en 1826, Victor Hughes, discípulo de Robespierre, fue quien llevó las ideas de la revolución ―y con ella también la guillotina y el terror jacobino― a las colonias francesas en el Caribe. Sirviendo a la Convención, el Directorio, el Consulado y luego a Bonaparte, gobernó a sangre y fuego en Guadalupe, Martinica y la Guayana Francesa.
Una de las escenas más significativas de la novela es cuando Esteban regresa a Cuba, y le cuenta a sus primos Sofía y Carlos sus desencantos por todo lo que presenció en Francia, Martinica y Guadalupe. Sofía le contesta que “la dicha de los pueblos no podía alcanzarse de primer intento; que se habían cometido graves errores, pero servirían de útil enseñanza para el futuro… Que los excesos de la revolución eran deplorables, pero las grandes conquistas humanas solo se lograban con dolor y sacrificio”.
La exaltada Sofía le dice a Esteban que deploraba los monasterios destruidos, las iglesias quemadas, las estatuas mutiladas, los vitrales rotos, pero “medio gótico podía desaparecer del planeta si la felicidad del hombre lo exigía”. Y Esteban le advierte: “¡Cuidado! Son los beatos creyentes como ustedes, los ilusos, los devoradores de escritos humanitarios, los calvinistas de la idea, quienes levantan las guillotinas”.
Uno de los cambios que hizo Carpentier en la novela, según él, “para evitar el melodramatismo”, fue en el episodio de la ruptura entre Sofía y Victor Hughes, cuando la desencantada amante cubana del francés le recrimina por haber restablecido la esclavitud, “con la misma energía tenaz, casi sobrehumana”, con que la había abolido ocho años antes.
Si no fuera porque Carpentier terminó de escribir El siglo de las luces varios meses antes del ascenso al poder de Fidel Castro, se pudiera pensar que alude a él cuando Sofía se asombra porque Victor Hughes fuese “capaz de hacer el bien o el mal con la misma frialdad de ánimo, de ser Ormuz como podía ser Arimán; reinar sobre las tinieblas como reinar sobre la luz. Según se orientaran los tiempos, podía volverse, de pronto, la contrapartida de sí mismo”.
Alejo Carpentier no era profeta, no tenía modo de saber cómo sería Fidel Castro, que todavía estaba alzado en la Sierra Maestra, pero le bastaba con saber cómo fueron Robespierre, Lenin, Stalin y Mao. Aun así, capaz de intuir lo que vendría, en uno de esos fenómenos raros que se dan con algunos intelectuales, Carpentier no vaciló en poner su pluma al servicio del régimen revolucionario que pronto se convirtió en dictadura.
Hoy, uno no puede evitar pensar en los desastrosos mandamases de la continuidad castrista cuando lee las cínicas palabras que Carpentier puso en boca de Victor Hughes para justificar ante Sofía el restablecimiento de la esclavitud: “Hemos terminado la novela de la revolución, nos toca ahora empezar su historia y considerar tan solo lo que resulta real y posible en la aplicación de sus principios”.
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Fuente Cubanet.org