LA HABANA, Cuba. – Convida a quitar las trabas a la pesca para que a la mesa del cubano llegue el pescado, después de años ausente, pero Díaz-Canel finge olvidar no solo que la gente aún espera por el vasito de leche que prometiera su antecesor, Raúl Castro, sino que, algo mucho más irónico, el único obstáculo para que el “milagro de los peces” suceda es que ellos dejen de enviar el ciento por ciento de las capturas al turismo y la exportación, además de eliminar de la ecuación al Ministerio del Interior y su policía política, que son quienes otorgan o niegan las licencias para el uso de embarcaciones pesqueras, grandes o ligeras, no exclusivamente en virtud del ejercicio de la pesca sino de la “probada lealtad” al régimen.
En Cuba, obtener una licencia para salir al mar a pescar (o recrearse) no es cuestión de voluntad o de tener vocación para hacerlo, y sabemos que al permiso le antecede un extenso proceso de verificaciones que, de terminar en aprobación, se mantendrá de manera periódica, como lapas pegadas al casco, durante toda la vida del pescador.
Y de recibir un no por respuesta, entonces deberá conformarse con lanzar el anzuelo desde tierra firme o probar suerte en ríos y presas, siempre que alguna empresa estatal no le reclame por el uso de las aguas (quizás destinadas al vacacionista extranjero) o que algún anciano militar, de esos a los que llaman “comandantes”, le haga saber mediante tiros al aire y avisos de “zona protegida” que la flora y la fauna del lugar le pertenecen a él y a su familia, es decir, a la Revolución y al socialismo.
Pero entrar al mar y agarrar los peces es más complicado. Nadie en Cuba puede alejarse más allá de un kilómetro de las costas si el régimen antes no aprueba que la persona le es fiel, y nadie que no esté bajo la sombra del poder puede subir a una embarcación, mucho menos fabricarla o comprarla, aun cuando haya nacido y vivido toda la vida allí donde rompen las olas del mar.
Basta con echarle una ojeada a todo el cuerpo legal existente para darnos cuenta no solo de que muy pocos caminos nos conducen al mar (a no ser para huir a escondidas), sino que, para colmo de males, solo el régimen puede disponer de los peces y mariscos, en tanto son de su propiedad. De modo que pescar para vender, aunque sea a la más mínima escala y como sostén económico de una familia, es un delito cuando se hace sin permiso.
Más allá de las dificultades en el uso del mar para proveernos de alimentos, los cubanos “sin padrinos” y sin residencia permanente en el exterior, aun si tuvieran dólares en los bolsillos, solo deberán conformarse con pescar en el Malecón, tomarse fotos con los barcos y yates de fondo y jamás navegando en ellos, porque todos estamos bajo sospecha de una fuga.
Incluso para subir a un velero deportivo cuando vamos a la playa, es obligatorio no solo registrar nuestros datos sino, además, hacerlo acompañados de una persona autorizada —precisamente por el Ministerio del Interior— para pilotar la embarcación. Así, pues, manitos a la espalda y nada de intentar la misma aventura del turista o del cubano emigrado a quienes sí se les permite traspasar la línea del horizonte. Nosotros, los ciudadanos de segunda, a pagar por oler el salitre y fingir en una foto que somos libres.
Pero incluso esa limitada permisibilidad de los últimos años fue prohibición total en los tiempos en que a Fidel Castro le gustaba salir a pasear en su yate a donde se le antojara, aun a sabiendas de cuán costosos resultaban sus antojos.
He escuchado de boca de varios pescadores que, durante los años 70 y 80, incluso bien entrados los 90, ellos sabían cuándo el dictador se iba de pesca o a bucear mar afuera porque entonces durante esos días se les prohibía usar las embarcaciones, aun cuando estuvieran en medio de alguna corrida de temporada. Esas jornadas de paro total se traducían en considerables pérdidas económicas para las cooperativas y, por carambola, en afectaciones salariales para los trabajadores.
Por donde eligiera navegar Fidel Castro, quizás acompañado de alguno de esos personajes grises a los que llamaba “amigos” pero que en realidad manejaba a su antojo, ninguna otra embarcación podía estar en varias millas a la redonda, a no ser las de su guardia personal que días antes de llegar “El Jefe” se encargaba de “limpiar el perímetro”, para lo cual se ponía en alarma de combate a todo el Ejército.
Había zonas (y las continúa habiendo, aunque no con la misma extensión de antes), tanto al sur como al norte de la Isla, por donde nadie podía pasar por estar reservadas permanentemente para el uso de una élite militar, incluso cuando eran de las aguas más ricas en diversidad de especies comestibles.
Hoy esa élite, en gran parte por necesidad más que por voluntad, ha permitido ser reemplazada por el visitante extranjero que la sostiene económicamente, y en consecuencia unos cuantos pescados —no todos— han saltado de una mesa a la otra, sin pasar por la de nosotros.
Los cubanos fuimos obligados a vivir sin el mar y sin los peces, y durante demasiados años hemos vivido así, bajo ese temor a reclamar para nuestro libre uso lo que nunca debió ser propiedad de un clan familiar. Ahora esas ausencias, ese escamoteo, son costumbre y “normalidad” para muchos que se conforman con aceptar la distorsión surrealista de comprar “pollo por pescado”, algo así como recibir “gato por liebre”.
Pescados y mariscos desaparecieron de nuestras cocinas cuando alguien decidió que comerlos era privilegio de una casta y delito para quien se atreviera a esconderlos en el refrigerador. O cuando al “genio” de turno se le ocurrió que la flota de pesca valía más venderla como chatarra —junto con los centrales azucareros— que preservarla en caso de no poder mantenerla en activo.
De modo que nuestro “apetito” por el pescado ausente es más una “voluntad política” que una fatalidad geográfica, en tanto la comida ha estado nadando en cardúmenes alrededor nuestro durante todos estos años pero los comunistas han preferido dejarla pasar de largo, aunque en dirección a sus despensas privadas.
De modo que, sabiendo la historia de lo sucedido con nuestras cálidas aguas territoriales, hay sobrada burla en hacernos creer que muy pronto retornarán los frutos del mar a las cocinas humildes cuando ha pasado una década desde la promesa del vaso de leche y muchísimo tiempo más desde que el Gran Hermano nos prometiera convertirnos en el mayor productor mundial de carne de res, inundar de leche toda una laguna, cosechar más naranjas que Estados Unidos y más café que Colombia.
Mientras digerimos la nueva promesa, los más ingenuos y fieles seguirán aquí, a la espera, con los ojos bien abiertos pero como pescados en tarima.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org