LA HABANA, Cuba. — Cuando yo era niño solía tropezarme con un mulato barbudo, cuarentón, fornido, con pinta de boxeador, que todos los días, a cualquier hora, tiraba un carretón de madera cargado de escombros por la Calzada de Diez de Octubre, en una u otra dirección. Vestía ropa hecha con saco de yute, fumaba en una enorme pipa las colillas de cigarros que recogía del suelo, y apenas pronunciaba palabras.
Decía la gente que era de Párraga, que había sido policía durante el régimen de Batista, que tenía varios muertos en su haber, y que de tanto ocultarse y fingir demencia para escapar de la cárcel o el paredón, enloqueció.
La última vez que lo vi, ya no tiraba del carretón. Fue en una guagua, hace más de 25 años. Estaba muy viejo y mucho más flaco, y los pasajeros le huían, pero ya no por el miedo y su mala fama, sino porque apestaba a rayos.
Mi infancia en La Víbora estuvo poblada de locos: Violeta, Guayaba, Pela-muertos, Juana Macho, La Marquesa y La China, que aconsejaba estar “honradamente, trabajando” …
Cada barrio habanero tenía sus locos, eran parte del paisaje. Pero el principal de todos, el Caballero de París, era un símbolo de la ciudad. Siempre digno, vestido de negro, la piel como de cera, el pecho forrado con periódicos por dentro del chaquetón, si hacía frío; con su barba anterior a la de los barbudos rebeldes, y la larga y rizada melena muy anterior a la de Robert Plant.
El Caballero de París murió en un asilo, pocos años después de que las autoridades lo recogieran. Lo pelaron y afeitaron, lo bañaron y le asignaron, a costa del Estado, ropa limpia, medicamentos, desayuno, almuerzo y comida. En la capital del paraíso revolucionario que querían mostrar a los visitantes solidarios, no era de buen ver que un loco, por muy emblemático que fuera, deambulara por la calle.
Tras la debacle del período especial, ya no hay recato en ocultar a los locos. Es más, a ciertos orates de la Habana Vieja, oportunamente disfrazados de personajes costumbristas -licencias mediante-, los convirtieron en atracciones turísticas. Si las jineteras lo son, ¿por qué ellos no?
Hace una década, Manolito Simonet y su Trabuco proclamaban, a ritmo de timba, que “en La Habana hay una pila de locos”. Y es que en La Habana siempre hubo muchos locos deambulando por las calles, pero no tantos como se ven hoy.
No hay que ser sociólogo para explicar el porqué de la proliferación de dementes que vagan por las calles: el agobiante stress cotidiano con que se vive, la mala alimentación, la falta de medicinas y un largo etcétera.
En los hospitales psiquiátricos, de no ser casos graves y que no tengan familiares que los atiendan, es difícil conseguir un ingreso. Total, si ni siquiera allí hay medicamentos para los pacientes.
Conozco personas que han tenido que comprar en el mercado negro las pastillas que necesitan sus familiares ingresados en Mazorra, porque la dirección del hospital les ha comunicado que no las tienen ni saben cuándo las habrá.
Los locos de mi niñez eran amables y, a veces, hasta simpáticos. Ni remotamente incurrían en las impertinencias y hasta la agresividad de los que ahora veo por las aceras de La Habana, asediando a los turistas o vociferando en las guaguas atestadas de gente sudorosa y angustiada por los problemas cotidianos. Cuando no vociferan, berrean boleros (Benny Moré parece ser su preferido), rancheras mexicanas o baladas de Nelson Ned.
Muchos pasaron del alcoholismo a la demencia. Lo peor es que todavía apestan a alcohol. La bebida, sumada al hambre, complica considerablemente las cosas en los orates. Máxime si han pasado por la cárcel.
En los últimos años se ha incrementado la cantidad de personas dementes que piden comida o dinero en los alrededores de las cafeterías. A algunos les brilla el odio en sus ojos, como si todos fuéramos culpables de lo que pasa.
En la ruta P6 suelo ver a un octogenario que vive en el Reparto Eléctrico, quien, como mismo asegura que peleó en la Sierra y está dispuesto a morir por la Revolución, proclama con voz estentórea: “Yo soy el yuma”.
Asombra la cantidad de locos que dicen haber ganado grados en la Sierra Maestra, Girón o Angola. Algunos presumen de estar muy próximos a los jefes, de hablar de tú a tú con ellos. La gente, cuando los oye, comenta que “se quemaron por culpa de esto”.
Pero también abundan —y cada vez son más— los que prorrumpen en improperios contra el régimen. A veces escucho a algunos orates decir verdades que los cuerdos no se atreven a expresar alto y claro. Y no logro entender por qué a alguien le puede causar risa o molestar lo que dicen; como si no fuera mucho más disparatado y molesto el delirante y gastado discurso de los mandamases. Como si todos no fuéramos, de un modo u otro, pacientes del gran manicomio ruinoso en que nos convirtieron el país unos locos con carnet de comunistas.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org