LA HABANA, Cuba.- Cuando se habla de pianistas cubanos reconocidos durante la etapa colonial, comúnmente acuden los nombres de Ignacio Cervantes y Nicolás Ruiz Espadero. Sin embargo, ambos tuvieron un tronco común en un maestro que, sin ser del todo olvidado, suele ocupar un lugar secundario con respecto a aquellos dos. Manuel Saumell Robredo no tuvo la suerte de nacer en noble cuna, pero despuntó como un niño precoz para la música, que debió estudiar de forma autodidacta por no contar su familia con los recursos para costear una preparación más esmerada.
Sus primeras composiciones surgieron cuando tenía 15 o 16 años, mientras recibía lecciones con el profesor Juan Federico Edelman, quien le ayudó a superarse desde el punto de vista técnico y profundizar en sus conocimientos teóricos. La necesidad de trabajar para ganarse el sustento no le permitió dedicarse a tiempo completo a la música, pero compensaba las horas perdidas con empeño y osadía.
Mientras tocaba el piano en las iglesias, publicaba artículos críticos en la prensa y ofrecía clases particulares. Saumell aprendía contrapunto, armonía, instrumentación y fuga con un maestro de la ópera italiana, que brillaba en el viejo continente como un gran arte de esencia nacionalista.
Tenía poco más de veinte años cuando compuso su primera ópera, ambientada en La Habana, un intento tímido de exaltar lo cubano a través del bel canto. Le siguieron sus danzas para piano, de evidente sabor criollo, sencillas y delicadas, no porque al maestro le faltaran recursos, sino porque amaba las formas simples, melodiosas y limpias.
Considerado como un pianista de poca fuerza por sus contemporáneos, fue, sin embargo, aplaudido por su inteligencia a la hora de interpretar los clásicos. Sus contradanzas y otras pequeñas obras para piano revelaron elementos que apuntaban claramente a una identidad nacional en la llamada música culta, que hasta entonces se había limitado a reproducir todo lo que llegaba de Europa.
Piezas como “La Tedezco”, “El pañuelo de Pepa”, “Los chismes de Guanabacoa”, “La niña bonita” o “Doña Matilde”, marcaron el rumbo que, años después, seguirían el romántico Espadero y el definitivamente nacionalista Ignacio Cervantes, quien tuvo la doble fortuna de contar con la instrucción académica necesaria, pero también con el precedente creado por Saumell, quien murió pobre y olvidado el 14 de agosto de 1870, pero pasó a la historia como el padre del nacionalismo cubano.
Fuente Cubanet.org