LA HABANA, Cuba. – El primer cinematógrafo existente en Cuba llegó a La Habana desde México de la mano de Gabriel Veyre el 24 de enero de 1897. Partida de cartas, El tren, El regador y el muchacho y El sombrero cómico fueron los cuatro cortometrajes exhibidos en aquella primera presentación del cine. El evento tuvo lugar en el número 126 del Paseo del Prado, al lado del entonces teatro Tacón, hoy rebautizado Gran Teatro de La Habana. No mucho después se estrenaría Simulacro de incendio, el primer filme producido en la Isla, un documental sobre el cuerpo de bomberos de la capital.
A partir de la llegada a nuestro país del revolucionario invento de los hermanos franceses Auguste y Louis Lumière, ir al cine se convirtió ―y mucho más si servía de pretexto para estrenar esa camisa recién comprada o aquel vestido encargado para la ocasión― en uno de los planes preferidos no solo de los habaneros, sino de cualquier cubano allí donde hubiera una gran pantalla (en 1958 había nada menos que 511 en toda la Isla). Esa cifra continuó incrementándose brevemente poco después de que Fidel Castro tomara el poder en 1959 y llegó a aumentar a 600. La recaudación total de esos establecimientos, que en 1940 era de $1.131.310, había alcanzado los $4.057.890 para 1960.
Hasta ese año en la mayor de las Antillas los cines habían sido un negocio floreciente del que además se beneficiaban una veintena de distribuidoras de películas y otras empresas asociadas a la industria cinematográfica tales como agencias de publicidad, estudios de filmación, compañías productoras, laboratorios, etcétera, que además contaban con equipamiento de punta para la época. Incluso algunos empresarios poseían varias salas y habían establecido circuitos de exhibición, a los que por cierto no eran ajenas compañías hollywoodenses de renombre.
El millón de habitantes que entonces poblaba la capital cubana podía elegir entre más de 350 cines. Con todo, nuestras más entrañables salas cinematográficas eran los cines de barrio, pequeños establecimientos que lograron posicionarse gracias a diferentes estrategias comerciales. Para empezar, el precio de los tickets oscilaba entre 10 y 40 centavos. Ya desde entonces las salas de mayor envergadura instalaban extractores y ventiladores, e incluso aire acondicionado, lo cual contribuía a hacer aún más agradable la experiencia. Las salas locales también proyectaban cortos, mediometrajes y documentales. También se anunciaban los próximos estrenos y en las matinés se exhibían películas infantiles y dibujos animados para los pequeños.
Hoy, tras más de seis décadas de abandono castrista, el total de cines en todo el país no sobrepasa las dos decenas. De la capital de la Isla, que antaño se contaba entre una de las ciudades con mayor cantidad de cines de todo el orbe, las salas oscuras prácticamente han desaparecido. Los más afortunados (cada vez menos) boquean brevemente durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano para volver a sumirse en un virtual olvido el resto del año. Unos cuantos se reinventaron como sede de compañías artísticas, pero una triste mayoría cerró definitivamente. Un sinnúmero de estos últimos sirven de precario refugio a cubanos que vienen desde otras provincias a probar suerte en la capital. Otros, no han resistido el paso de los años y ahora solo permanecen sus ruinas, como doloroso recordatorio del daño de que es capaz el totalitarismo.
Una de las causas de la desaparición de tantos cines es la insuficiente afluencia de público. Y es que hasta en aquellos que continúan con su función original también se ha perdido la magia de la sala oscura. Los asientos infestados de chinches, la indisciplina de los asistentes, el difícil acceso debido al transporte colapsado, las irritantes y arbitrarias normas del personal que quiere trabajar lo menos posible, el deterioro tecnológico, la ausencia de ofertas atractivas, la falta de agua en los baños y la proliferación de cucarachas son solo algunos de los factores determinantes para que muchos prefieran ver los filmes en casa antes que someterse a una experiencia que además de haber perdido su sentido ya se ha tornado desagradable.
“Para llegar al Yara tengo que coger dos taxis, y otros dos al regreso a Lawton”, me decía una amiga en cierta ocasión. “De esos cuatro, al menos a tres les tengo que pedir que bajen el reguetón, y dos de ellos protestan o se niegan de plano. Cuando llego al cine, no me puedo sentar donde me gusta porque las acomodadoras quieren limpiar la menor área posible al terminar la función y por eso nos concentran a unos sobre otros en la mitad de la sala. Las entiendo, muchos de los asistentes hoy en día carecen de modales y cuando acaba la película aquello parece un chiquero lleno de latas de refresco y envoltorios de galletas. En resumen, que para incomodarme prefiero conseguir la película por El Paquete y verla tranquilamente en la comodidad de mi casa”.
Fuente Cubanet.org