Al principio, cuando le pidieron a Yael Mozer-Glassberg, médica en jefe del Centro Médico Infantil Schneider de Israel, que se uniera al equipo de personas que se encargarían de la admisión de los niños rehenes que regresaban a Israel, su reacción interna fue inmediata.
“Dios mío, no”, recuerda haber pensado. “Pero, ¿cómo iba a decir que no? Es una misión nacional”.
Mozer-Glassberg fue seleccionada para unirse a un grupo en Petaj Tikva, cerca de Tel Aviv, conformado por los primeros profesionales médicos que atendieron a un grupo de niños y sus madres que regresaban a Israel.
Durante el alto el fuego, el hospital admitió a 19 niños y seis mujeres que fueron secuestrados el 7 de octubre en Israel por los terroristas de Hamas y otros grupos militantes.
Para sorpresa inicial de muchos, los niños se apresuraron a hablar con franqueza de sus experiencias. Los trabajadores sociales y los psicólogos escuchaban con atención mientras los niños contaban historias con voces que apenas llegaban a susurros.
Un niño dijo que llevaba la cuenta del tiempo arrancándose trozos de las uñas y guardando los recortes para contar los días. Efrat Bron-Harlev, directora del Centro Médico Infantil Schneider de Israel, dijo que otro niño hizo muchas preguntas: “¿Podemos mirar por la ventana? ¿Podemos abrir la puerta? ¿Podemos salir de la habitación?”. Otra niña dijo que le confundía ver a gente esperándola porque le habían dicho que nadie la buscaba, que nadie se preocupaba por ella y que no quedaría nada de Israel para cuando volviera.
A veces, una trabajadora social o una psicóloga salían de la habitación para llorar.
“Hablaban de la muerte como si fueran al supermercado y hablaran de qué helado iban a comprar”, comentó Mozer-Glassberg.
Bron-Harlev había planeado durante mucho tiempo cómo recibiría su hospital a los niños secuestrados. Poco más de una semana después del 7 de octubre, envió un correo electrónico al Ministerio de Salud: “Pensemos en días optimistas, en los que los niños volverán de su cautiverio”.
Empezó a formar un equipo que parecía todo un pabellón nuevo. No sabía si algún rehén había sufrido un trauma sexual, señaló, así que creó un equipo formado principalmente por mujeres. No sabía si alguien volvería con un traumatismo físico grave, así que creó un equipo de guardia que incluía al jefe de la unidad de cuidados intensivos, al jefe de anestesiología, al jefe del equipo quirúrgico y al jefe de ortopedia.
Luego, Bron-Harlev construyó un pequeño círculo interno que incluía médicos y enfermeras de alto nivel, trabajadores sociales y psicólogos, personal de apoyo del hospital y personal de cocina. La comida podría ser un gran problema, pensó. ¿Qué podrían comer y qué querrían?
Cuando llegaron los niños, algunos con sus madres, fueron recibidos poco a poco. Primero se reunieron con sus familias y pasaron tiempo juntos. Los equipos médicos se acercaron a cada niño y a cada madre con delicadeza.
“Lo hicimos despacio, un paso dentro, dos fuera, para ver cuáles eran sus necesidades”, explicó Efrat Harel, directora de servicios sociales del centro médico. A cada paciente se le asignó un médico, una enfermera, una trabajadora social y una psicóloga.
Encontraron pacientes que habían perdido entre el 10 y el 15 por ciento de su peso corporal, que tenían la cabeza llena de piojos y el torso lleno de picaduras, y que presentaban una higiene como nunca se había visto en el hospital. Muchos solo se bañaron una vez durante el cautiverio, justo antes de ser liberados, con un cubo de agua fría y un trapo.
Una paciente se sentía especialmente cómoda con Mozer-Glassberg, así que pasó cuatro días cepillando lentamente el cabello de la niña con un peine para piojos y llorando en silencio. Mozer-Glassberg recuerda que la niña le preguntó si debía afeitarse la cabeza porque la infestación era muy grave. “Al final desaparecerán”, le aseguró Mozer-Glassberg en referencia a los piojos. “Se irán”.
Al principio, la doctora temía que los niños sufrieran el síndrome de realimentación, una peligrosa afección en la que una persona desnutrida empieza a comer normalmente antes de que el organismo sea capaz de digerir raciones más grandes.
Sin embargo, cuando les daban de comer, muchos niños daban pequeños mordiscos y luego dejaban la comida a un lado. Cuando les preguntaban por qué, Mozer-Glassberg dijo que respondían: “Para que la comida rinda para el resto del día”.
A pesar de las garantías de que había más comida disponible, muchos niños tenían dificultades para comer.
Entonces, un niño, a la una de la madrugada de su segunda noche en el hospital, pidió schnitzel y puré de patatas —un dichoso avance— y el personal de cocina preparó con entusiasmo la comida y encontró un buen plato, cubiertos y un vaso para servir.
Los niños empezaron a hablar en voz más alta y a jugar con sus familiares fuera de sus habitaciones.
El trabajo del hospital es desgarrador, y los miembros del personal se han apoyado entre sí, aseguró Dani Lotan, que se encarga de la dirección de los servicios psicológicos del Centro Médico Infantil Schneider. Muchos contaron que tuvieron que bajar el ritmo, que se dieron cuenta de que no podían rehabilitar a los niños y a las madres en un día o dos ni “compensarlos por todo lo que habían perdido”, dijo Lotan.
Como gran parte de Israel, Mozer-Glassberg espera poder tratar a otros dos niños, Kfir Bibas, que tenía 9 meses cuando fue secuestrado junto con su hermano de 4 años, Ariel Bibas. Hamas afirmó que ambos niños y su madre, Shiri, murieron por ataques aéreos israelíes, pero las autoridades israelíes no han confirmado esa información. La familia Bibas ha dicho que espera que las afirmaciones sean “refutadas por los funcionarios militares”.
Mientras Mozer-Glassberg hablaba, una sirena estridente empezó a sonar fuera, y su teléfono anunció “tzevah adom” en hebreo: alerta roja.
“¡Uy!”, exclamó, tomó sus cosas y se dirigió con el resto del personal a una escalera cercana, mientras se oía al sistema de defensa israelí Cúpula de Hierro interceptando los misiles escuchados.