AREQUIPA, Perú – Catalina de Erauso, también conocida como la “Monja Alférez”, es un personaje intrigante del Barroco y el Siglo de Oro español. Convertida en militar, travesti, confiesa asesina de al menos diez hombres, Catalina dejó una autobiografía que, aunque llena de hechos verídicos, también presenta situaciones increíbles.
Nació en San Sebastián en 1592, hija del capitán Miguel de Erauso, y fue la menor de seis hermanos. A los cuatro años, fue internada en un convento, pero su rebeldía la llevó a huir a los 15 años, antes de profesar.
Anduvo de pueblo en pueblo comiendo hierbas y manzanas que encontraba en el camino, y así llegó a pie hasta Vitoria. Ahí encontró al doctor don Francisco de Cerralta, catedrático, quien la recibió y le ofreció vestido sin reconocerla. Este hombre estaba casado con una prima hermana de su madre.
Estuvo con el catedrático durante tres meses, en los cuales aprendió algo de latín. Tras haberla forzado a seguir estudiando y un intento de abuso sexual, Catalina tomó dinero del doctor y se encontró con un arriero con quien llegó hasta Valladolid, en donde en ese entonces residía la corte del rey Felipe III.
Catalina sirvió en la corte como paje del secretario del rey Juan de Idiáquez, disfrazada de varón y bajo el nombre de Francisco de Loyola, durante siete meses. Tuvo que huir de Valladolid cuando se encontró con su padre, que venía buscando Idiáquez, pues eran buenos amigos.
Su padre pedía información para localizarla, describiendo su aspecto físico y la manera gracias a la cual escapó del convento. Curiosamente, no la reconoció a pesar de haber hablado con ella, y finalmente Catalina tomó la decisión de volver a huir. En esta ocasión tomó el largo camino hacia Bilbao.
Al llegar, no tuvo la misma suerte de los lugares anteriores, sin encontrar hospedaje ni mecenas. Además, hubo un altercado con unos jóvenes que intentaron asaltarla, por lo que tomó una piedra e hirió a uno de ellos. Como consecuencia, fue arrestada y estuvo un mes en prisión hasta que el joven sanó.
Una vez en libertad fue a Estella, en Navarra, y en este lugar consiguió acomodarse como paje de un importante señor de la localidad llamado Alonso de Arellano. Catalina sirvió en su casa durante dos años, siendo siempre bien tratada y vestida, entre 1602 y 1603.
Luego de años al servicio de Arellano, y “sin más causa que mi gusto”, como ella misma declaró, regresó a San Sebastián, su pueblo natal, donde estuvo viviendo como varón y pendiente de sus familiares, a quienes veía frecuentemente.
Cuenta la historia que también asistió a oír misa en su antiguo convento con sus excompañeras y cabe la posibilidad de que sirviera incluso a su tía priora sin ser jamás reconocida.
Pasado el tiempo, Catalina volvió a abandonarlo todo en busca de la aventura, podría decirse. De modo que consiguió una plaza como grumete en el galeón del capitán Esteban Eguino, que era primo hermano de su madre. Embarcó según sus memorias en el 1603 rumbo a América. Al parecer, sintió lo mismo que muchos vascos de su época: la llamada de Indias.
Todo este período lo pasó disfrazada de varón, con el cabello corto y usando distintos nombres, como Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán o Antonio de Erauso. Según parece su físico no era nada femenino, lo que le ayudaba en su engaño. Concretamente, Catalina confesó en una ocasión que “se secó los pechos” con un ungüento secreto.
Catalina de Erauso se convirtió en un fenómeno curioso y excepcionalmente fascinante para la gente de la época. Aunque sus acciones, ya fuera como hombre o mujer, eran a menudo moralmente cuestionables, su vida excepcional se consideraba única y cautivadora.
En la moral barroca, la percepción de lo excepcional en la vida de Catalina atenuaba las críticas hacia sus trasgresiones. La sociedad de entonces, obsesionada con lo prodigioso y lo extraordinario, encontró en su historia una fuente de fascinación.
En lugar de condenarla, la España barroca acogió y celebró a esta monja alférez, el hombre sin falo y el soldado que nació mujer, otorgándole una fama que la inmortalizó en la memoria colectiva.
Aunque hacia el final de su vida despareció del ojo público, al parecer empleó sus últimos años trasladando a pasajeros y equipajes desde el puerto de Veracruz a la ciudad de México con una recua de mulas. Murió en 1650 en la localidad de Cuitlaxtla.
Fuente Cubanet.org